El pasado jueves, el presidente Barack Obama fue a Manhattan, donde exhortó a su público, extraído mayormente de Wall Street, a que apoyara la reforma financiera. “Creo”, declaró, “que estas reformas están, a final de cuentas, no solamente en el mejor interés de nuestro país, sino en el mejor interés del sector financiero”.
Bien, desearía que no hubiera dicho eso; y no solo porque él realmente necesita, por cuestiones políticas, asumir una postura populista, poner un poco de distancia en público entre él y los banqueros. El hecho es que Obama debería estar intentando hacer lo que es correcto para el país: un alto total. Si eso les hace daño a los banqueros, está bien.
Más allá de eso, la reforma efectivamente debería hacerles daño a los banqueros. Un creciente cuerpo de análisis deja entrever que una industria financiera excesivamente grande le está haciendo daño a la economía en general. La reducción de esa sobrealimentada industria no alegrará a Wall Street, pero lo que es malo para Wall Street sería bueno para Estados Unidos.
Las reformas que están sobre la mesa ahora –mismas que apoyo– pudieran terminar siendo positivas para la industria financiera, así como para el resto de nosotros. Sin embargo, eso se debe a que ellos solamente lidian con una parte del problema: volverían más seguras las finanzas, pero quizá no las reducirían.
¿Qué pasa con las finanzas? Empecemos por el hecho que la moderna industria financiera genera enormes ganancias y cheques de pago, pero incluso así presenta muy pocos beneficios tangibles.
¿Recuerdan la película de 1987 Wall Street, en la cual Gordon Gekko declaró que “La codicia es buena”? Bajo las normas actuales, Gekko era un cauto corredor. En los años previos a la crisis del 2008, la industria financiera representó un tercio de los ingresos internos totales; aproximadamente el doble de su participación dos décadas antes.
Estas ganancias eran justificadas, nos dijeron, porque la industria estaba logrando maravillas por la economía. Estaba canalizando capital a usos productivos; estaba distribuyendo el riesgo; mejorando la estabilidad financiera. Nada de lo anterior era cierto. El capital fue canalizado no hacia innovadores que creaban empleos, sino a una insostenible burbuja de la vivienda; el riesgo se concentró, no fue distribuido; y cuando estalló la burbuja de la vivienda, lo que supuestamente era un estable sistema financiero terminó estallando desde adentro, con el peor bache desde la gran Depresión como daño colateral.
¿Entonces, por qué los banqueros estaban ganando dinero a paladas? Mi perspectiva, al reflexionar sobre los esfuerzos de economistas financieros por darle sentido a la catástrofe, es que fue principalmente en torno a las apuestas con el dinero de otra gente. La industria financiera corrió grandes y riesgosas apuestas con fondos prestados –apuestas que pagaron grandes dividendos hasta que salieron mal– pero fue capaz de pedir préstamos a bajo costo porque los inversionistas no entendieron el grado de fragilidad de la industria.
¿Y qué hay de los muy promovidos beneficios de la innovación financiera? Estoy con los economistas Andrei Shleifer y Robert Vishny, quienes argumentan en un reciente artículo que buena parte de esa innovación giró en torno a crear la ilusión de seguridad, suministrándoles a los inversionistas “falsos sustitutos” de anticuados activos como depósitos bancarios. Con el tiempo, esta ilusión se vino abajo y el resultado fue una desastrosa crisis financiera.
En su discurso del jueves, por cierto, el presidente Obama insistió –dos veces– en que la reforma financiera no frustrará la innovación. Qué mal.
Y es que hay que considerar: después de recibir un gran golpe en las consecuencias inmediatas de la crisis, las ganancias de la industria financiera se están disparando de nuevo. Parece bastante probable que la industria regrese pronto a jugar los mismos juegos que, para empezar, nos metieron en este caos.
¿Entonces, que se debería hacer? Como dije, apoyo las propuestas de reforma de la administración Obama y sus aliados en el Congreso. Entre otros aspectos, sería una lástima ver el éxito de la campaña en contra de la reforma por parte de dirigentes republicanos; campaña marcada por sobrecogedora deshonestidad e hipocresía.
Sin embargo, estas reformas deberían ser apenas un primer paso. También nos hace falta restarle importancia a las finanzas.
Y no solo son personas ajenas las que están diciendo esto (no que haya algo mal en las personas ajenas que critican, quienes han estado mucho más en lo correcto que supuesta gente con experiencia; véase Greenspan, Alan). Una intrigante propuesta está por ser divulgada desde, de todos los lugares, el Fondo Monetario Internacional. En un artículo filtrado que fue preparado para una reunión del pasado fin de semana, el FMI se pronuncia por la imposición de un Impuesto por Actividades Financieras –sí, FAT (gordo, en inglés), por sus siglas– sobre las ganancias en la industria financiera y remuneraciones.
Un impuesto de ese tipo, argumenta el FMI, podría “mitigar que se corran riesgos excesivos”. De la misma forma, podría “tener a reducir el tamaño del sector financiero”, lo cual es presentado por el FMI como positivo.
Ahora bien, la propuesta del FMI es bastante débil. Sin embargo, si se mueve hacia la realidad, Wall Street dará un alarido.
No obstante lo anterior, el hecho es que hemos estado dedicando demasiada de nuestra riqueza, demasiado del talento de nuestro país, al negocio de crear y promover complejos planes financieros; planes que tienen la tendencia de hacer que la economía estalle. Ponerle fin a esta situación le hará daño a la industria. ¿Y qué?
© 2010 The New York Times News Service.
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