domingo, 19 de agosto de 2018

¿QUÉ TE HACE ESTAR TAN SEGURO DE ALGO, A PESAR DE NO TENER LA RAZÓN?

Tu relación con la religión puede tener la respuesta. Aquellas personas con un dogmatismo más fuerte poseen una mayor confianza en sus creencias, incluso cuando están equivocados




Según un estudio publicado en “Journal of Religion and Health” (Revista de Religión y Salud) la forma en la que vives tu religión, creas o no en algo, hará que te muestres mucho más o menos firme en tus ideales frente a otras situaciones de tu vida cotidiana. Por ejemplo, un dogmatismo alto, sigas o no a una religión, hará que te aferres a una verdad de tal forma que ninguna investigación científica, ni ningún experto en la materia harán que pienses lo contrario a lo que crees.

En el extremo opuesto están quienes muestran un dogmatismo más pobre. Ellos son los que se muestran más habilidades para usar un razonamiento crítico y a cuestionarse más preguntas sobre un tema. Pero la preocupación en la moralidad de sus acciones hace que los religiosos y los nos religiosos funcionen de diferente manera.

Uno de los autores del proyecto, el doctorando en comportamiento organizacional de la Universidad Case Western Reserve, Jared Friedman sugiere que “los individuos religiosos pueden aferrarse a ciertas creencias, especialmente aquellas que están reñidas al razonamiento analítico, porque estas se encuentran en consonancia con sus sentimientos morales”. De esta forma, esta resonancia emocional ayuda a las personas religiosas a sentirse más seguras. Cuanta más corrección moral ven en algo, más se reafirman en su pensamiento. En contraste, las preocupaciones por la moralidad harán que las personas no religiosas, por ejemplo, se sientan menos seguras.

Conclusiones
Conocer de lleno esta forma de comportarse puede ayudar a saber cómo comunicarse de manera eficaz con los extremos de ambas creencias. Según los investigadores, apelar a la preocupación moral de un dogmatismo religioso y a la lógica no emocional de un dogmatismo antirreligioso puede aumentar las posibilidades de que nuestro mensaje llegue a ellos.

Esta es una de las conclusiones a las que ha llegado el equipo que lleva el estudio que ha encuestado a más de 900 personas sobre su forma de pensar, relacionado con la religión que profesa. Tal es el choque entre lo que uno puede pensar y lo que su religión le dice que piense, que los autores consideran que se demuestra que existen dos redes cerebrales en constante lucha: una para la empatía y otra para el pensamiento analítico. Sea como sea tu dogmatismo, gobernará una u otra forma de analizar todo lo que sucede a tu alrededor.

A pesar de que se han centrado en la religión, apuntan que los resultados son extrapolables a otros ámbitos donde hay un dogmatismo fuerte, como es la política o los hábitos alimenticios.

Dr. Paul Mason - 'Low Carb from a Doctor's perspective'

sábado, 18 de agosto de 2018

LA INFIDELIDAD PUEDE SER LA MEJOR TERAPIA PARA SALVAR TU RELACIÓN DE PAREJA




¿Ha dejado de ser el adulterio una tragedia?


Cada vez son más los terapeutas que la recomiendan...


Marian Benito - 01/06/2018

Los incesantes devaneos sexuales de Don Draper, uno de los mejores publicistas del Nueva York de los 60, marcan cada capítulo de Mad Men.


La ecuación que une sexo y salud parece sencilla de armar. Veamos. Practicado una vez por semana, ayuda a regular el sueño y también el apetito. Si duplicamos la frecuencia, fortalece un 30 % el sistema inmunológico. Tres veces por semana, mejora el ritmo cardíaco y la circulación sanguínea. Quien llegue a cuatro veces notará un rejuvenecimiento casi instantáneo de su piel. ¿Cinco? Buen humor y mayor rendimiento laboral. A diario, el sexo sería un fabuloso regalo para nuestro cerebro. Oxigena la sangre, nos dota de nuevas neuronas, libera endorfinas y reduce los niveles de ansiedad y depresión. Son conclusiones refrendadas por diferentes investigaciones científicas, como la del neuropsicólogo David Weeks, del Hospital Royal Edinburgh (Escocia), que asegura que los encuentros sexuales, si son regulares, incrementan las defensas y ayudan a detener la vejez. Pero la realidad podría hacer añicos tales alegrías: a partir del tercer año de relación, las parejas no pasan, según las estadísticas, del 1,1 encuentro sexual por semana.


Y a pesar del mal dato, todavía cabe confiar en una solución para lograr mantenernos sanos a partir del sexo: buscar un amante. La psicóloga Deborah Taj Anapol (EE.UU.), una de las impulsoras del poliamor, alega una razón de salud para defender la infidelidad como fortalecedora no solo del sistema inmunitario, también del matrimonio.


Sin orgasmos, la salud se resiente


En su libro Poligamia en el siglo XXI, plantea que el sexo puede prevenir la enfermedad e incluso curarnos de ciertas patologías, y relega el matrimonio a una simple institución reproductiva “sin cabida para experimentar el lujo del romanticismo y la pasión”. Su trabajo como terapeuta de parejas le hizo llegar a la siguiente conclusión: “La ausencia de sexo en la relación acaba acelerando el envejecimiento y perjudicando la salud, ya que la acumulación de tensión sexual debilita las defensas del sistema inmunológico. Es preciso acceder a más de una pareja para educarnos en el arte del amor y acceder a todo nuestro potencial sexual”.

Los británicos no creen que acostarse con un robot sea infidelidad, pero no les gustaría ver a un amigo en ese trance


A Anapol le aleccionó su propia experiencia: “Una vez que dejé de lado la identidad de la monogamia, atraje a una serie de amantes que reflejaban diferentes partes de mí misma. Sin poliamor, me habría perdido la sensación de libertad”. Sus pensamientos ponen patas arriba las reglas básicas del matrimonio. “La cuestión no es –escribe en su libro– un amante, muchos o ninguno, sino rendirse a la dirección que el amor elige en lugar de rendirse al condicionamiento cultural, la censura o la presión de grupo”. En su trabajo, aconseja y ofrece alternativas para alcanzar la plenitud sexual, teniendo en cuenta que el sexo fuera del matrimonio es el que permite dejar de reprimir y de ignorar el deseo sexual para verlo como una práctica de goce. Su propuesta más polémica es que difícilmente se puede liberar el apetito sexual sin superar la monogamia, a no ser que se tenga la suerte de tener una pareja especialista en sexo tántrico o con una maravillosa educación sexual. Solo hay, según ella, dos obstáculos que frenan el poliamor: los celos y el tiempo. El primero tiene difícil solución, pero para el segundo sugiere que la cura es trabajar menos para disfrutar de más momentos de intimidad. Y, por tanto, vivir de manera más saludable.


Danièle Flaumenbaum, ginecóloga francesa, respalda la teoría de Anapol y ahonda en esa idea de que la energía que libera el encuentro sexual contribuye a curarnos de ciertos achaques y enfermedades y también a prevenirlos. “El sexo –dice– ayuda a mejorar la salud física y el bienestar mental, alejando muchas de las patologías afectivas, emocionales y psíquicas”. Se trata de una convicción cada vez más presente en la sociedad. Cuando, hace unos meses, Gleeden, un portal de encuentros extraconyugales, sondeó entre sus usuarias qué les hace felices, la respuesta fue casi unánime: “Un amante”. Curiosamente, las entrevistadas compartían, según Silvia Rubies, portavoz en España y Latinoamérica de este servicio, una peculiaridad: “Aman a sus maridos, ni siquiera atraviesan una crisis de pareja, pero necesitan savia nueva para nutrir la relación oficial”.


Alicia Walker es socióloga estadounidense y autora del libro The Secret Life of the Cheating Wife: Power, Pragmatism, and Pleasure (La vida secreta de la esposa infiel: poder, pragmatismo y placer), un trabajo que destaca que el concepto de infidelidad no es igual para todos. Para unos implica carne, para otros basta con deseo. ¿Es infidelidad pagar por sexo? ¿Mirar pornografía? ¿Coquetear con el vecino? La línea se mueve tanto que la horquilla en las encuestas es gigantesca. Ese es el motivo por el cual distintos estudios de EE. UU. afirman que la infidelidad femenina oscila entre el 26 y 70 %, y que la masculina va del 33 a 75 %. El dato lo recoge la psicoterapeuta Esther Perel en su libro The State of Affairs: Rethinking Infidelity (La situación de los amoríos: repensando la infidelidad).


Las ventajas de un amante terapéutico


Sean cuales sean los números exactos, lo incuestionable es que se confiesa más. En comparación con 1990, las mujeres afirman tener amantes un 40 % más (o, al menos, lo manifiestan), mientras que entre varones las cifras se han mantenido. La igualdad llega a todos los rincones de la casa, y la alcoba no iba a ser menos. Con el equilibrio, surge también otra manera de mirar la infidelidad.


Anapol (gurú del poliamor): "La ausencia de sexo en la relación acelera el envejecimiento y debilita el sistema inmunológico"


“Estamos ante un nuevo modo de ser infieles –afirma el psicólogo Antoni Bolinches–, en el que desaparece el tono de traición o dolor que ha acompañado usualmente a este acto”. Autor del libro Sexo sabio, él sugiere que “existe una infidelidad compensatoria que consigue salvar el equilibrio emocional de muchas parejas y garantizar su perdurabilidad. Son personas que se llevan bien, con un proyecto y unos intereses comunes, pero la rutina les ha llevado a la habituación uno del otro, rompiendo la erótica definitivamente”. Es el caso de Laura Soto, una de las usuarias más veteranas de Gleeden. Su testimonio, plasmado en su novela Las pasiones ocultas de Jade, es revelador de una infidelidad como opción sexual cada vez más aceptada socialmente de cara a mantener la estabilidad matrimonial. También Isabel Allende, cuando, en 2015, presentó El amante japonés manifestó: “¡Las veces que he tenido amante ha sido rebueno!”.


Es posible amar a tu pareja siendo infiel


Infidelidad no implica necesariamente desamor. Es una idea que empieza a ser palpable en la terapia matrimonial. En Nueva York, Perel atiende en su consulta a un número cada vez mayor de parejas que se aman, se llevan bien, pero han dejado de practicar sexo. “La infidelidad abre en la pareja un diálogo honesto y profundo sobre los intereses y preocupaciones de uno y otro”, defiende. Su fórmula es pactar una nueva libertad que permita conciliar la vida conyugal con la realización de los deseos de cada uno. Es el mismo planteamiento que expuso Juan del Val en la presentación de su último libro, Parece mentira. “Si existe la base imprescindible del amor, la fidelidad tiene una importancia residual”, declaró. Fidelidad o infidelidad, ¿qué más da? Ambas son opciones válidas, aunque deja claro que la primera le produce claustrofobia. En su caso, dice, hay amor y atracción física, pero también espacios donde cada uno tiene su mundo y el otro no se inmiscuye. Tanto Del Val como su esposa, la periodista Nuria Roca, han confesado en televisión que mantienen una relación abierta que les permite crecer, evolucionar y madurar.


Ashley Madison, otra de las páginas para personas casadas, proporciona un dato muy elocuente: el 48 % de los usuarios considera que es posible amar a tu pareja mientras eres infiel. “Tienen claro que sería estúpido romper una relación que funciona solo porque falla en un punto”, indican en su nota de prensa. Aún hay más. El 64 % de los hombres y el 78 % de las mujeres reconoce que la infidelidad ha tenido un efecto positivo en sus matrimonios. Y solo el 19 % de los hombres y el 7 % de las mujeres a nivel mundial siente culpa después de un encuentro con su amante. En Gleeden, el 27 % de las usuarias confiesa también que “son momentos de libertad que ayudan a mantener en pie el matrimonio”.


Además, quienes frecuentan las páginas para adúlteros no descartan la posibilidad de aprender algo nuevo que quizás puedan aplicar después en su pareja estable. Es una de las ideas que se desprenden de la encuesta realizada por el portal de citas Second Live, en la que más del 85 % de los usuarios confiesa que las fantasías prefieren confiárselas a un amante. Y si es una aventura de una sola noche, mucho mejor. Son apetencias que por miedo, vergüenza o culpa cuesta compartir con la pareja oficial. “Siempre resulta más cómodo con un extraño, sobre todo si lo que se desea no encaja en ciertos estándares”, explica su portavoz, Matías Lamouret. Hasta los besos son más y saben mejor en un encuentro extraconyugal, según los datos recogidos entre casi 16.000 mujeres y hombres europeos por Gleeden con motivo del Día del Beso, el pasado 13 de abril. El 72 % se excita con un beso de su amante, casi el mismo porcentaje que dice que raramente le sucede con su cónyuge.


Mayor inteligencia sexual


También en parejas homosexuales la infidelidad, lejos de ser señal de debilitamiento del amor o de la convivencia, puede resultar una experiencia positiva, tal y como concluye una investigación llevada a cabo por el escritor Dan Savage y los psicólogos Justin Lehmiller y David J. Ley. En este caso, más que la emoción de lo prohibido, atrae la posibilidad de personalizar sus necesidades y deseos sexuales, algo que puede ser muy ventajoso para vivir juntos muchos años. Incluso desde el punto de vista tradicional –o sea, entendiendo la infidelidad asociada al dolor y a la traición– puede resultar beneficiosa, al menos a largo plazo, según un estudio de la Universidad de Binghamton con 5.000 personas abandonadas de 96 países diferentes. Craig Morris, antropólogo biocultural y responsable de la investigación, destaca que, después de un periodo de dolor, esta mala experiencia aporta una inteligencia de pareja superior que le ayudará a detectar mejor las señales que indican que un posible compañero no es el adecuado. “A largo plazo, gana”, señala.


El debate ético y emocional sobre la fidelidad está ampliando sus límites y la pregunta que estaba por llegar ya acaba de formularse. ¿Acostarse con un androide es infidelidad? La lanzó hace unos meses HBO en una serie de marquesinas de Madrid a propósito del estreno de la segunda temporada de la serie Westworld. En las imágenes, una desafiante Lili Simmons (Clementine Pennyfeather) dirige su insólito mensaje a quien espera en las paradas de autobús. La inminente integración de robots en nuestras vidas cotidianas ha empezado a expandir las posibilidades sexuales humanas. Ahora bien, ¿sería infidelidad?


El 40 % de los británicos que contestaron a una encuesta realizada por la plataforma digital NOW TV cree que no. Uno de cada tres consideraría esa posibilidad y el 39 % está convencido de que en el año 2050 será una realidad. No es menos paradójico el dato de que al 30 % le horrorizaría ver a uno de sus amigos en ese trance. Y si, llegado el momento, fuese el robot el que pidiese practicar sexo con otro ser humano, ¿sería eso infidelidad?


¿Por qué escoger si pueden ser dos?


Aun siéndolo, de acuerdo con esta nueva percepción del adulterio, transcurriría sin conflicto, sin la disyuntiva de tener que escoger, porque el vínculo con la pareja estable se mantiene intacto. Como dice Bolinches, “una infidelidad bien gestionada puede ser una medida de choque para convertir una relación decadente en duradera y saludable. Mucho más pernicioso que un escarceo o un enamoramiento extramatrimonial sería frustrar un deseo o una emoción inesperada por respeto a la pareja. Esta sí sería una represión que desestructuraría de manera irremediable la relación”. La duda ahora es cómo manejarla sin estrés. ¿Cómo gozar del sexo extramatrimonial sin que se tambalee la pareja oficial? “No olvidemos –recuerda el psicólogo– que el 95 % de las parejas son cerradas. Esto no significa que haya que tabicar el deseo, sino simplemente entender que hay goces que solo te los va a proporcionar una aventura”. Su primer consejo es la discreción. Esto fue lo que perdió a Don Draprer, protagonista de la serie Mad Men y adúltero compulsivo. La infidelidad, demasiado obvia en su matrimonio, pasó a ser dolorosa solo cuando su esposa descubre que los demás conocían lo que ella no había querido ver. Don llegó a su última temporada incapaz casi de hacer un recuento de amantes. Una maestra, su vecina, una prostituta, jóvenes solteras, casadas maduras... Hasta entonces, y mientras pudo mirar hacia otro lado, ella no se había sentido humillada.


Un tercero en escena.

¿Qué es lo ocurre en nuestro cerebro?


Cuando aparece un tercero o una tercera, la química del cerebro es similar a la de hacer puenting. Y, además, genera adicción. Lo explica el neurofisiólogo Eduardo Calixto González.


El deseo gana a la razón. El sistema límbico (donde gobierna el deseo) gana a la corteza frontal (sede de la razón). El cerebro registra menor actividad en esta última y un incremento en las estructuras límbicas, lo que le lleva a abrirse a nuevas experiencias y a un mayor deseo sexual.


Las hormonas te emborrachan. El cerebro se inunda de dopamina, un neurotransmisor que aumenta la sensación de placer, euforia y energía. También de oxitocina, hormona del apego asociada Además, hay mayor secreción de endorfinas, que multiplican ese efecto placentero. Además, hay mayor secreción de endorfinas, que multiplican ese efecto placentero. Más testosterona y con ella más apetito sexual. Otras sustancias químicas reducen la atención y llevan a la falta de control.


Niveles altos de cortisol, la hormona del estrés, ante la presión por mantener en silencio la aventura. Pueden derivar en problemas de memoria. Aumento de la hormona vasopresina (asociada a la búsqueda de emociones). En algunas personas esto se relaciona con el gen RS334.

Clinical observations with Paleolithic ketogenic diets by Csaba Toth

martes, 14 de agosto de 2018

Could Schmaltz Really Be Good For You? An Interview with Science Journalist Nina Teicholz

By

Elliot Resnick

Eating is not a simple endeavor in our health-conscious society. A juicy steak may taste good, but conventional wisdom has it that red meat should best be eaten sparingly. And that delicious schmaltz that so many Jews ate at youngsters is now regarded almost universally as a sure killer.

According to science journalist Nina Teicholz, though, this conventional wisdom is flat out wrong. Teicholz spent nine years researching the origins of – and scientific basis for – the “fat-is-bad” premise and published her findings in 2014 in what became a New York Times bestseller, The Big Fat Surprise: Why Butter, Meat & Cheese Belong in a Healthy Diet (Simon & Schuster). Today, she serves as executive director of The Nutrition Coalition, promoting evidence-based nutrition policy.

The Jewish Press: For decades, experts have told us that fat is bad for you. You say it isn’t. Why should someone trust you over them?

Teicholz: The thesis of my book is that saturated fat isn’t bad for you. The idea that fat isn’t bad for health is actually accepted today by our highest nutritional authorities – although nobody really knows that because it hasn’t been publicized due to the incredible amount of politics in the field of nutrition. But if you go to the federal government’s website on the “Dietary Guidelines,” you cannot find any publication since 1995 with the words “low fat” in them.

Why should people trust you that saturated fat isn’t bad when the experts say it is?

First, I would say to read the book. Second, experts have been wrong before, especially in the field of nutrition. Three generations of experts were wrong about dietary cholesterol. In the last five years, both the American Heart Association and the U.S. government have dropped their caps on dietary cholesterol, which is the reason people were avoiding egg yolks and liver, for example. So one of the pillars of our dietary advice for 50 years turned out to be a mistake.

All experts for generations have also recommended a low-fat diet, but the American Heart Association and U.S. government have both dropped that low-fat recommendation as well. So in both those cases, a universe of experts have been wrong and have had to retract themselves.

The official scientific consensus now is that cholesterol is not bad for you?

Yes, it’s an incredible story. Ever since 1961 when the very first nutrition guidelines were issued by the American Heart Association, Americans have been told to avoid dietary cholesterol as a measure of protection against heart disease. But in 2013, the American Heart Association dropped that recommendation with a single line in a scientific paper stating that there is insufficient evidence to support that recommendation.

And then the U.S. Dietary Guidelines, which tends to follow the American Heart Association, said in a sentence or two in 2015 that it finds insufficient evidence for the recommendation to restrict one’s dietary cholesterol.

So experts can be wrong, and in many cases it requires outsiders to confront longstanding paradigms. I don’t rely on NIH grants. I don’t need to be invited to top conferences. I don’t need to talk to nutrition scientists at the water cooler. I don’t depend upon research grants and all those things that scientists depend on for their careers. So I have more liberty.

Most people think of science as a noble, dispassionate endeavor with researchers carefully following the facts wherever they lead. You write, though, that sometimes a few powerful personalities at the heads of key institutions or scientific journals use their positions to advance their own pet theories and suppress competing ones, creating a scientific “consensus” by default that has nothing to do with hard evidence. Can you elaborate?

In writing this book, I started off with the same idea you expressed – that science is this sober, respectful practice of responding to observations, and if your hypothesis doesn’t explain your observations, you change your hypothesis. But what I found instead was that politics explains so much more of what goes on in nutrition than rigorous science.

The hypothesis that saturated fat and dietary cholesterol is bad for health took hold at the very highest levels in the 1950s and ‘60s, and soon after it became virtually impossible to challenge it. When respected professors did studies whose results contradicted this hypothesis, their research findings were simply ignored or, in some cases, went unpublished.

One researcher at Rockefeller University, Pete Ahrens – who was one of the most respected fat experts in the country – told me he stopped getting invited to expert conferences and had trouble getting his papers published or his research funded because he challenged the low-fat hypothesis. That is a common story I head from many researchers.

You write interestingly that many nations consume much more meat than Americans, yet don’t suffer from heart disease nearly as much as Americans do. Which nations are these?

The Germans, Swiss, and French all eat much more saturated fat than we think is healthy but have low rates of heart disease. The Masai warriors in Kenya eat pounds of red meat a day, along with the blood and milk. They don’t eat any fresh fruits or vegetables or grains. And yet, scientists who studied them in the 1970s – and took 400 electrocardiographs – could find no evidence of heart attacks among these people. The Masai were also found to have very low blood cholesterol and low blood pressure, which, remarkably, did not rise with age.

I present these examples, not to say we should eat like the Masai warriors – although there’s no evidence you couldn’t – but to show that they contradict the hypothesis that saturated fat and cholesterol are bad for your heart. [Studies on these and other nations] were published in peer-reviewed journals decades ago; experts have known about them, but they’ve simply ignored them.

Some people may argue that even if we can’t prove that saturated fat or cholesterol is bad for you, why take a chance? Might as well play it safe and avoid these foods just in case they do cause heart disease. What’s your response?

Red meat is a very low-calorie way to obtain a complete protein. It contains Vitamin A, all of the B vitamins, choline, and minerals such as iron, copper, zinc, selenum and manganese. Quite a few of these are not available in plant foods, especially Vitamin B12. Deficiencies in B12 are really dangerous for women, especially of child-bearing age if they want to have healthy normal children. The symptoms of deficiencies in B12, for example, are almost exactly parallel to the symptoms of autism.

So there is potential harm in eliminating a food that delivers so many essential nutrients. Liver in particular is the most nutrient-dense food on the planet, but many people no longer eat it even though they might remember having chopped liver with their grandparents.

Also, it’s important to note that any time you eliminate one food, you have to replace it with something else. So if you eliminate steaks for dinner, what do you to replace that with? Do you replace it with pasta or vegetables? Well that’s a high-carbohydrate meal. So all of a sudden you go from a zero-carbohydrate meal to a high-carbohydrate meal with only a fraction of the vitamins and other nutrients you need for good health.

Carbohydrates and, to a certain extent, polyunsaturated fats (found in vegetable oils) are the “enemy” in your book. You write, interestingly, that heart disease was actually quite rare until the modern era when people started eating carbohydrates in large amounts. Can you elaborate?

We’ve been living with obesity, diabetes, heart disease, Alzheimer’s, and cancer for so long that we assume they’ve always been present. But that’s not the case. Heart disease, for example, was exceedingly rare right through the early 1900s.

Obesity, diabetes, gout, Alzheimer’s etc. are all relatively recent epidemics, and historically they’ve all appeared in populations more or less simultaneously when refined carbohydrates – particularly sugar – were introduced into these populations’ diets.

People who have studied relatively isolated indigenous populations have noticed that the health of these populations plummeted, almost overnight, with the introduction of sugars and other refined carbohydrates [i.e., modern Western foods] into their diets. Many of these peoples previously hunted animals and lived in good health, so clearly saturated fat wasn’t the problem.

You claim fatty foods are not bad for you, but the fact is that we now live longer than our grandparents who ate all these foods. Doesn’t that contradict your thesis?

We do live longer, but to what should we attribute that to? Is it our diet? Other explanations are that we have conquered all the infectious diseases that used to kill people.

Since 1980, Americans have suffered from rising rates of obesity, type 2 diabetes, heart disease, etc. Although heart disease is treated more effectively now with earlier diagnosis and medications, the incidence itself has actually not declined. We’re also seeing rising rates of cancer and Alzheimer’s. We now even have infants with obesity and diabetes. That was rare or non-existent until quite recently.

At the end of your book, you write that “a beet salad with a fruit smoothie for lunch is ultimately less healthy for your waistline and your heart than a plate of eggs fried in butter. Steak salad is preferable to a plate of hummus and crackers. And a snack of full-fat cheese is better than fruit.” Are you exaggerating?

No. In recent years, there have been numerous position statements signed by nutrition experts worldwide saying that saturated fats are better for your cardiovascular health than carbohydrates. If you compare the two – and this has been done – saturated fats are definitely better.

My father was a physician and researcher and his stock answer to many dietary questions was, “Different people are different.” Is it possible that we should be advocating different diets for different people and that the modern tendency to make sweeping recommendations for all 320 million Americans is misguided?

Yes, I think that’s an excellent point. It should be said that that the low-fat diet was developed to fight disease in middle-aged men and never took into consideration the different nutritional needs of women and children, especially growing children. So I’m hugely in favor of abandoning our one-size-fits-all recommendations and diversifying the number of officially-permitted diets so that doctors can recommend them.

People don’t realize that doctors are often very constrained in what they can recommend. They have to follow the official advice; otherwise, in some cases, they risk medical liability.

You used to be a vegetarian, correct?

Yes, I was a low-fat vegetarian for over 25 years, and I was always struggling with my weight. I exercised fanatically, always trying to be thin, but it wasn’t until I did the research for this book and started dropping bread and pasta – and felt more comfortable eating butter and allowing red meat back into my diet – that I found that I could just effortlessly stay thin.

So that diet has clearly worked for me. It may not be right for everyone, but it is definitely the diet that has the most evidence to support it.

The Nutrition Coalition, which you head, is currently lobbying the U.S. government to only issue dietary guidelines henceforth that are based on rigorous science as opposed to ideology. What is the status of those efforts?

We’ve been working with whomever we can in government to take on this issue, and we feel buoyed by a really strong report from the National Academies of Sciences, Engineering and Medicine which came out last year and has quite a bit of language about how the government’s dietary guidelines lack scientific rigor. So that has opened up a lot of doors.

I don’t know how far we’ll get, but our goal is to try to have rigorous, evidence-based dietary guidelines by the year 2020, which is when the next dietary guidelines come out.

viernes, 3 de agosto de 2018

Should We Play It Cool When We Like Someone?

One of the paradoxes of the dating game is that we know that by coming across as enthusiastic at an early stage – if we ring them the next day, if we are open about how attractive we find them, if we suggest meeting them again very soon – we are putting ourselves at a high risk of disgusting the very person we would so like to get to know better.


It is in order to counter this risk that, early on in our dating lives, we are taught by well-meaning friends to adopt a facade of indifference. We become experts at deliberately not phoning or sending messages, at treating our dates in a carefully off-hand manner and in subtly pretending we don’t much care if we never cross their paths again – while privately pining and longing. We are told that the only way to get them to care about us is to pretend not to care for them. And, in the process, we waste a lot of time, we may lose them altogether and we have to suffer the indignity of denying that we feel a desire that should never have been associated with shame in the first place.


© Flickr/Petra Bensted
But we can find a way out of the conundrum by drilling deeper into the philosophy that underpins the well-flagged danger of being overly eager. Why is detachment so often recommended? Why are we in essence not meant to call too soon?

High levels of enthusiasm are generally not recommended for one central reason: because they have been equated with what is a true psychological problem: manic dependence. In other words, calling too soon has become a symbol of weakness, desperation and the inability to deal adequately with life’s challenges without the constant support of a lover whose real identity the manically keen party doesn’t much care about because their underlying priority is to ensure that they are never alone without someone, rather than with any one being in particular.

But we should note that what is ultimately the problem is manic dependence, not high enthusiasm. The difficulty is that our cultural narratives have unfairly glued these two elements together with an unnecessarily strong and unbudging kind of adhesive.

Yet, there should logically be an option to disentangle the two strands: that is, to be able to reveal high enthusiasm and, at the same time, not thereby to imply manic dependence. There should be an option to appear at once very keen and very sane.

The ability to do so depends on a little known emotional art to which we seldom have recourse or introduction: strong vulnerability. The strongly vulnerable person is a diplomat of the emotions who manages carefully to unite on the one hand self-confidence and independence and on the other, a capacity for closeness, self-revelation and honesty. It is a balancing act. The strongly vulnerable know how to confess with authority to a sense of feeling small. They can sound in control even while revealing that they have an impression of being lost. They can talk as adults about their childlike dimensions. They can be unfrightening at the same time as admitting to their own fears. And they can tell us of their immense desire for us while simultaneously leaving us under the impression that they could well survive a frank rejection. They would love to build a life with us, they imply, but they could very quickly and adroitly find something else to do if that didn’t sound like fun from our side.

© Flickr/Pedro Ribeiro Simões
In the way that the strongly vulnerable speak of their desire for us, we sense a beguiling mixture of candour and independence. They don’t need to play it cool because they have found a way of carrying off high enthusiasm which sidesteps the dangers it has traditionally and nefariously been associated with.

What is offputting is never in fact that someone likes us; what is frightening is that they seem in danger of having no options other than us, of not being able to survive without us. Manic dependence, not enthusiasm has only ever been the problem. With this distinction in mind, we should learn to tell those we like that we’re really extremely keen to see them again, perhaps as early as tomorrow night, and find them exceptionally marvellous – while simultaneously leaving them in no doubt that we could, if the answer were no, without trouble and at high speed, find some equally enchanting people to play with and be bewitched by.