Las películas, series, telenovelas, la cultura, las historias familiares, han programado a la mente femenina para elegir al “chico malo”, al traidor, al mujeriego, al hombre que las hace sufrir y, últimamente, al capo, al mafioso, al que vive rodeado de lujos y mujeres. Una mujer ciega, programada por los medios, la cultura, y por supuesto por los propios traumas infantiles vividos con su padre, siempre elegirá al que menos le conviene. Este es el hombre que les gusta, no por guapo, no por productivo, sino por canalla. Es un hombre que miente, que es incapaz de comprometerse. No es alguien digno de un amor puro. Pero las mujeres los prefieren, porque ellos son los maestros que les enseñarán, a través del camino de la experiencia, que es el camino del dolor, lo que ellas aún no saben de sí mismas. Harán un tortuoso camino a través de la envidia, los celos, la infidelidad, la humillación. El camino del amor propio, en cambio, es simple, pero casi nadie lo elige. Esto es porque la mayoría duerme en sus propias programaciones. Lo que la mayoría de mujeres programadas quiere en un hombre es: dinero (le llaman estabilidad económica), sexo (le llaman “soy deseada”), y que la obedezca (le llaman “soy empoderada”). Lo que las mujeres programadas ignoran es que son ellas las que están siendo usadas. ¿Cuál es el sueño de la mujer programada? Que el mal hombre del que está enamorada, cambie. Como esto nunca ocurre, esta mujer se va acostumbrando a soportar mentiras, manipulaciones, malos tratos, violencia. Mientras tanto, su vida personal se derrumba: descuida su trabajo, sus hijos, sus negocios, sus otras relaciones. Ella sigue esperando que él cambie, porque su ceguera le impide ver que es ella la que tiene que cambiar. Tiene que dejar de pensar como piensa, y bajar a la realidad. La realidad es que no sabe nada de cómo funciona la mente masculina ni femenina. Y que mientras viva en la ignorancia, elegirá a ciegas, desde el inconsciente. Y lo llamará “destino”. El problema no son los hombres mujeriegos, el problema son las mujeres programadas que todavía, con todas las herramientas, terapias, sanaciones que hay, siguen eligiéndolos. Estas mujeres no eligen a los hombres buenos, fieles, trabajadores, porque esos hombres “las aburren”. Ellas quieren emociones fuertes, al chico malo, al que les gusta a todas. Esto es porque eligen desde una herida profunda en su infancia, y no desde la verdadera esencia de lo que son. Si la mujer pudiera elegir desde la sabiduría y no desde la ignorancia, elegiría a un buen hombre. Pero como están cegadas por los traumas, enfermas por los eventos del pasado, eligen mal.
John Cleese, the English actor and comedian known for the Monty Python films, thinks political correctness is getting a little out of hand.
He’s hardly the first comedian to say so, of course. Funny men such as Jerry Seinfeld, Mel Brooks, and others have complained that political correctness is killing comedy. Cleese, like Seinfeld, says he no longer performs on America’s college campuses, where political correctness enforcement is particularly strident.
In a recent monologue with Big Think, Cleese said the effort to protect people from negative feelings is not just impractical, but suffocating to a free society.
“The idea that you have to be protected from any kind of uncomfortable emotion is one I absolutely do not subscribe to,” Cleese says.
Cleese, who spoke to psychiatrist Robin Skynner about the phenomenon, posited an interesting theory on why many people feel compelled to control the language and behaviors of others.
“If people can’t control their own emotions, then they have to start trying to control other people’s behavior,” Cleese says.
You can watch the entire monologue below. What do you make of Cleese’s theory? Is he right
This 32 minute animation -in 4 Acts - describes the backdrop for The Great Simplification - an economic/cultural transition beginning in the not-too-distant future.
We made this movie, originally as a framing 'teaser' for the new podcast thegreatsimplification.com, but the project....expanded over time.
Part 1 describes how our species got to this point, and the role of energy in our economies
Part 2 gives an overview of the relationship between energy, technology, money and the environment and how global human society is (currently) akin to a metabolic heat engine
Part 3 gives an overview of individual (and aggregate) human behavior tendencies in a novel modern environment and why these dynamics are relevant to our current challenges
Part 4 describes how people look at the future wearing different popular lenses, but when wearing a 'systems' lens, it becomes clear that a Great Simplification is soon approaching.
There are show notes pinned in the comments and also at thegreatsimplification.com
Please subscribe to this channel or the podcast for more content and context about what we can do to meet the future halfway.
Here are show notes and references hosted on the podcast site: thegreatsimplification.com
En el mundo contemporáneo, donde la fluidez de la comunicación es un imperativo, los ritos se perciben como una obsolescencia y un estorbo prescindible. En ‘La desaparición de los rituales’ (Herder), el filósofo Byung-Chul Han disecciona por qué las formas simbólicas cohesionan la sociedad y reflexiona sobre estilos de vida alternativos que serían capaces de liberarla de su narcisismo colectivo.
Al tiempo le falta hoy un armazón firme. No es una casa, sino un flujo inconsistente. Se desintegra en la mera sucesión de un presente puntual. Se precipita sin interrupción. Nada le ofreceasidero. El tiempo que se precipita sin interrupción no eshabitable.
Los rituales dan estabilidad a la vida. Parafraseando las palabras de Antoine de Saint-Exupéry, se puede decir que los rituales son en la vida lo que en el espacio son las cosas. Para Hannah Arendt es la durabilidad de las cosas lo que las hace «independientes de la existencia del hombre». Las cosas tienen «la misión de estabilizar la vida humana». Su objetividad consiste en que «brindan a la desgarradora mutación de la vida natural […] una mismidad humana, una identidad estabilizante que se deduce de que día a día, mientras el hombre va cambiando, tiene delante con inalterada familiaridad la misma silla y la misma mesa»(*).
Las cosas son polos estáticos estabilizadores de la vida. Esa misma función cumplen los rituales. Estabilizan la vida gracias a su mismidad, a su repetición. Hacen que la vida sea duradera. La actual presión para producir priva a las cosas de su durabilidad. Destruye intencionadamente la duración para producir más y para obligar a consumir más. Demorarse en algo, sin embargo, presupone cosas que duran. No es posible demorarse en algo si nos limitamos a gastar y a consumir las cosas. Y esa misma presión para producir desestabiliza la vida eliminando lo duradero que hay en ella. De este modo destruye la durabilidad de la vida, por mucho que la vida se prolongue.
El smartphone no es una cosa en la acepción que Hannah Arendt da al término. Carece justamente de esa mismidad que da estabilidad a la vida. Y tampoco es especialmente duradero. Se distingue de cosas tales como una mesa, que yo tengo ante mí en su mismidad. Sus contenidos mediáticos, que acaparan continuamente nuestra atención, son cualquier cosa menos idénticos a sí mismos. Su trepidante alternancia no permite demorarse en ellos. El desasosiego inherente al aparato lo convierte en un trasto. Además nos hace adictos y nos obliga a echar mano de él, mientras que de una cosa no deberíamos sentir que nos mete presión.
«Un consumo sin escrúpulos hace que estemos rodeados de un desvanecimiento que desestabiliza la vida»
Son las formas rituales las que, como la cortesía, posibilitan no solo un bello trato entre personas, sino también un pulcro y respetuoso manejo de las cosas. En el marco ritual las cosas no se consumen ni se gastan, sino que se usan. Por eso pueden llegar a hacerse antiguas. Por el contrario, bajo la presión para producir nosotros nos comportamos con las cosas, es más, con el mundo, consumiendo en lugar de usando. En contrapartida, ellas nos desgastan. Un consumo sin escrúpulos hace que estemos rodeados de un desvanecimiento que desestabiliza la vida. Las prácticas rituales se encargan de que tengamos un trato pulcro y sintonicemos bien no solo con las otras personas, sino también con las cosas: «Con ayuda de la misa los sacerdotes aprenden a manejar pulcramente las cosas: sostener con cuidado el cáliz y la hostia, limpiar pausadamente los recipientes, pasar las hojas del libro. Y el resultado del manejo pulcro de las cosas es una jovialidad que da alas al corazón» (**).
Hoy consumimos no solo las cosas, sino también las emociones de las que ellas se revisten. No se puede consumir indefinidamente las cosas, pero sí las emociones. Así es como nos abren un nuevo e infinito campo de consumo. Revestir de emociones la mercancía y —lo que guarda relación con ello— su estetización están sometidos a la presión para producir. Su función es incrementar el consumo y la producción. Así es como lo económico coloniza lo estético.
Las emociones son más efímeras que las cosas. Por eso no dan estabilidad a la vida. Además, cuando se consumen emociones uno no está referido a las cosas, sino a sí mismo. Se busca la autenticidad emocional. Así es como el consumo de la emoción intensifica la referencia narcisista a sí mismo. A causa de ello cada vez se pierde más la referencia al mundo, que las cosas tendrían que proporcionar.
También los valores sirven hoy como objeto del consumo individual. Se convierten en mercancías. Valores como la justicia, la humanidad o la sostenibilidad son desguazados económicamente para aprovecharlos: «Salvar el mundo bebiendo té», dice el eslogan de una empresa de comercio justo. Cambiar el mundo consumiendo: eso sería el final de la revolución. También los zapatos o la ropa deberían ser veganos. A este paso pronto habrá smartphones veganos. El neoliberalismo explota la moral de muchas maneras. Los valores morales se consumen como signos de distinción. Son apuntados a la cuenta del ego, lo cual hace que aumente la autovaloración. Incrementan la autoestima narcisista. A través de los valores uno no entra en relación con la comunidad, sino que solo se refiere a su propio ego.
(*) H. Arendt, Vita activa oder Vom tätigen Leben, Múnich, Piper, 2002, p. 163 [trad. cast.: La condición humana, Barcelona, Paidós, 2003].
(**) P. Handke, Phantasien der Wiederholung, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1983, p.8 [trad. cast.: La repetición, Madrid, Alianza, 2018].
La periodista y ganadora de un premio Pultizer profundiza a través de ‘Casta: el origen de lo que nos divide’ (Paidós) en el sistema de divisiones sociales que, argumenta, moldean nuestro mundo recurriendo a jerarquías rígidas y arbitrarias.
Las castas sitúan a los miembros más ricos y poderosos de la casta dominante a distancia, en el ático de un rascacielos mítico, y a todos los demás, en orden descendente, en las plantas inferiores. Relega a los individuos de la casta subordinada al sótano, entre los defectos de los cimientos y las grietas en los muros de piedra que los demás parecen no querer ver. Cuando los que habitan en los sótanos empiezan a subir plantas, empieza la vigilancia y todo el edificio se siente amenazado. Entonces, el sistema de castas puede incitar a los moradores inferiores a enfrentarse entre sí en un sótano inundado, creando la ilusión, e incluso el pánico, de que su única competencia son los demás.
Ello puede provocar que quienes ocupan el último lugar incorporen a su identidad las condiciones de su cautiverio y hagan lo posible para considerarse superiores a otros miembros del grupo, procurando ser los primeros entre los últimos.«Los estigmatizados crean sus jerarquías –escribió el antropólogo J. Lorand Matory– porque nadie quiere ocupar el último lugar». A lo largo de las generaciones, aprenden a clasificarse a sí mismos por su proximidad a los rasgos aleatorios asociados con la casta dominante. Históricamente, el sistema de castas ha concedido privilegios a ciertos individuos del grupo subordinado a través del uso de una tóxica herramienta de casta conocida como colorismo.
Entre los estadounidenses marginados, cuanto más cerca han estado de la casta dominante en el color de la piel y en los rasgos faciales, más alta ha sido su posición en la escala, especialmente las mujeres, y se les ha concedido más valor incluso por parte de aquellos cuya apariencia se aleja del ideal de la casta. Esta distorsión del valor humano es especialmente insidiosa en Estados Unidos, debido a los medios históricos por medio de los cuales la mayoría de los afroamericanos adquirieron su rango en cuanto a color y aspectos faciales: la violación y el abuso sexual de las mujeres africanas esclavizadas a manos de sus amos y de otros hombres de la casta dominante a lo largo de los siglos.
«Muchas de las rebeliones de esclavos o de los intentos por sindicalizar a los trabajadores afroamericanos en el Sur se frustraron porque había quien derribaba a quien pretendía prosperar»
Con pocos recursos de control y poder, los individuos relegados al escalafón inferior pueden despreciar a otros de su propia casta para ascender a ojos de la dominante. Se pueden sentir más profundamente heridos o despojados personalmente cuando alguien que comparte su propio rango medra o los deja atrás que cuando prosperan los ya elegidos. Cuando asciende una persona de un grupo privilegiado, puede parecer predestinado, en sintonía con las expectativas, y es más fácilmente aceptable porque así es como han sido siempre las cosas. La casta dominante siempre ha prevalecido, de todos modos. El ascenso de una persona privilegiada puede parecer menos un comentario sobre ti mismo y tus carencias que una reflexión sobre la naturaleza del mundo. «Superar notablemente a quienes tenemos alrededor a veces es acogido con resentimiento, ya que propicia que quienes se sienten inferiores vean reforzada esa sensación —escribió Matory—. El honor es un juego de suma cero, con implicaciones especialmente intensas para los desprestigiados, porque… el honor escasea.»
El sistema de castas prospera en la disensión y la desigualdad, en la envidia y en las falsas rivalidades, que se fortalecen en un mundo de presunta escasez. En cuanto la gente lucha por una posición, surgen las mayores tensiones entre quienes están cerca, tanto arriba como abajo del escalafón. En la India, históricamente, las castas superiores se han enfrentado unas a otras. «A veces discuten por cuestiones tan insignificantes como quién tiene que saludar primero –observó Bhimrao Ambedkar–, o quién tiene que ceder el paso, si los brahmanes o los kshatriyas, cuando se encuentran por la calle».
Si había ansiedades en la cima, tanto más en la parte inferior. El sistema de castas ha recompensado históricamente a los soplones y traidores de la casta inferior, como ocurrió con los vigilantes en los campos de concentración del Tercer Reich y con los conductores de esclavos en las plantaciones sureñas. Era tan habitual que, en Estados Unidos, había muchas maneras de designar a tales individuos, entre ellas Tío Tom o HNIC, abreviación de head negro in charge (negro encargado). Los integrantes de la casta más baja llegaron a odiar a estos títeres del sistema de castas tanto como detestaban a la propia casta dominante.
Incluso cuando algunos en la casta más baja pretenden escapar del sótano, los que se quedan atrás pueden intentar frenar a los que quieren levantarse. Los pueblos marginados de todo el mundo, incluidos los afroamericanos, llaman a este fenómeno ‘cangrejos en un barril’. Muchas de las rebeliones de esclavos o de los intentos por sindicalizar a los trabajadores afroamericanos en el Sur se frustraron por este fenómeno, había quien derribaba a quien pretendía prosperar, la casta dominante concedía privilegios insignificantes a espías para que estos denunciaran cualquier posible sublevación. Estas conductas mantienen inadvertidamente la jerarquía de la que aquellos que traicionan a sus hermanos pretenden escapar.
«El miedo al éxito del individuo es el que impulsa a los demás a frenarlo»
Sin embargo, este impulso universal no siempre tuvo su origen en la envida de rango. Un grupo sometido a gran presión podía pensar que «el equipo no puede permitirse perder a otro miembro –escribió Sudipta Sarangi, especialista indio en gestión organizativa–. Si un miembro del grupo empieza a ascender –prosperando en la vida–, el miedo al éxito de este individuo impulsa a los demás a frenarlo».
El éxito en el sistema estadounidense de castas requiere cierto nivel de destreza en la descodificación del orden preexistente y en la respuesta a sus dictados. El sistema de castas nos enseña qué vidas y opiniones tienen más peso y prioridad en cada encuentro. Uno de sus maestros es el sistema de justicia penal, que procede de los códigos criminales de la era de la esclavitud. En este punto, llegamos a saber, por ejemplo, que la raza de la víctima, más que la del acusado, es «el principal elemento para predecir quién es condenado a muerte en Estados Unidos –según observa Bryan Stevenson, aclamado defensor de la justicia legal, citando un estudio centrado en la pena de muerte—. Los agresores de Georgia tenían once veces más probabilidades de ser condenados a la pena de muerte si la víctima era blanca que si era negra. Estos resultados se han replicado en todos los estados donde se han realizado estudios sobre la raza y la pena de muerte».
La lección enseña a todos qué vidas son prescindibles y cuáles son sacrosantas. Obliga a todos a empequeñecer ante la supremacía de la casta dirigente, si se quiere prosperar. A su llegada al sistema de castas estadounidense, los inmigrantes aprendían a distanciarse de quienes estaban en el sótano, no sea que ellos también acabaran allí. Aunque los movimientos de protesta de la casta subordinada contribuyeron a abrir la puerta a los inmigrantes no blancos en 1965, los inmigrantes de color, como los inmigrantes a lo largo de toda la historia humana, afrontan el dilema de aceptar las reglas no escritas de las castas. Afrontan el dilema de rechazar a la casta inferior de afroamericanos autóctonos o hacer causa común con quienes lucharon para que ellos pudieran entrar en el país.
Sin embargo, las castas invierten el camino a la aceptación en Estados Unidos para las personas de ascendencia africana. Los inmigrantes procedentes de Europa en el siglo anterior se apresuraban a deshacerse de sus nombres, su acento y las costumbres del Viejo Mundo. Abandonaban su etnia para ser admitidos en la casta dominante. Sin embargo, el sistema de castas recompensa a los inmigrantes negros por hacer lo contrario que los europeos. «Mientras los inmigrantes blancos pretendían ganar estatus convirtiéndose en “americanos” —escribió el sociólogo Philip Kasinitz—, asimilándose al grupo de mayor estatus, los inmigrantes negros pierden su estatus social si abandonan su especificidad cultural».
«El sistema anima a los inmigrantes negros a hacer todo lo posible por distanciarse de la casta subordinada con la que pueden ser confundidos»
Muchos inmigrantes africanos recientes tienen mejor educación y han viajado más que muchos estadounidenses, hablan fluidamente varios idiomas y no desean ser degradados a la casta inferior en su tierra de adopción. El sistema de castas anima a los inmigrantes negros a hacer todo lo posible por distanciarse de la casta subordinada con la que pueden ser confundidos. Como todos los demás, están expuestos a los corrosivos estereotipos de los afroamericanos y se esfuerzan para que la gente sepa que no pertenecen a ese grupo, porque son de Jamaica, Granada o Ghana.
Un inmigrante caribeño le dijo a Kasinitz: «Nada más llegar descubrí que este es un país racista, y me he esforzado en no perder mi acento». El hecho de que el sistema de castas mantenga a los que están abajo en un enfrentamiento artificial para evitar el último lugar constituye una herramienta inteligente, con una gran capacidad para perpetuar la situación. Esto ha provocado la fricción ocasional entre descendientes de africanos que han llegado a Estados Unidos en diferentes momentos de nuestra historia. Algunos inmigrantes procedentes del Caribe y de África, como sus predecesores de otras partes del mundo, manifiestan recelo ante los afroamericanos, advierten a sus hijos para que no «se comporten como ellos», no los traigan a casa ni salgan ni se casen con ellos. Así, caen en la trampa de intentar demostrar no que el estereotipo es falso, sino que no encajan en la mentira.
Tanto arriba como abajo, en la jerarquía, Ambedkar señaló que «cada casta basa su orgullo y su consuelo en el hecho de que en la escala de las castas está por encima de alguna otra». Así como intenta atraer a los recién llegados para que se decanten por defender la jerarquía, el sistema de castas no llega a todo el mundo. Algunos hijos de inmigrantes del Caribe, como Eric Holder, Colin Powell, Malcolm X, Shirley Chisholm y Stokely Carmichael, entre muchos otros, han compartido el destino común de la casta inferior, pero han defendido la justicia y trascendido estas divisiones por el bien de todos.
Las castas ayudan a explicar el fenómeno de otra manera ilógico de los afroamericanos, las mujeres u otros grupos marginados que logran alcanzar puestos de autoridad solo para rechazar o degradar a los de su propia clase. Atrapados en un sistema que les concede una escasa autoridad o un poder real, se pliegan a la voluntad de las castas y degradan a los suyos si su deseo es medrar, ser aceptados o simplemente sobrevivir en la jerarquía. Saben que no se les pedirán cuentas por el bajo estatus de aquellos a los que traicionan o dejan de lado.
Muchos casos de maltrato de las personas de la casta inferior tienen lugar a manos de individuos de su misma casta, como ocurrió con Freddie Gray, que murió por lesiones en la columna vertebral provocadas por policías de Baltimore. Gray fue esposado en una furgoneta, pero no le pusieron el cinturón de seguridad, según un testimonio presentado ante el tribunal. La furgoneta giró bruscamente, lo que arrojó a Gray a la zona de carga, esposado e incapaz de evitar golpear- se contra las paredes interiores del vehículo. Tres de los policías implicados eran negros, entre ellos el conductor de la furgoneta. Esta combinación de factores permitió a la sociedad descartar que la muerte de Gray tuviera que ver con la raza, cuando en realidad fue, probablemente, consecuencia del sistema de castas. Todos los oficiales fue- ron absueltos o se retiraron sus cargos.
«El instrumento más potente del sistema de castas es tener un centinela en cada escalafón»
Observando los protocolos de casta, de los pocos oficiales que han sido juzgados por brutalidad policial en los recientes casos de gran repercusión mediática, un buen número de ellos eran hombres de color: un policía estadounidense de origen japonés en Oklahoma, otro de origen chino en Nueva York y otro con ascendencia musulmana en Mineápolis. Son casos en los que los hombres de color pagan el precio que los hombres de la casta superior eluden sin ningún problema.
El fenómeno atraviesa todos los niveles de la marginación. El supervisor de los policías implicados en la muerte por asfixia de Eric Garner era una mujer negra. A veces, las empleadas reciben un trato más duro por parte de mujeres supervisoras sometidas a presión y que luchan por conseguir la aprobación de sus jefes masculinos en una jerarquía dominada por los hombres y a la que pocas mujeres pueden acceder. Cada uno de estos casos presenta una compleja historia que supuestamente desestima la raza o el sexo como factor, pero que tal vez solo tiene sentido, un sentido pleno, cuando se observa a través de la lente de un sistema de castas.
Los sicarios de la casta son de todo color, credo y género. No hay que pertenecer a la casta dominante para hacer su trabajo. De hecho, el instrumento más potente del sistema de castas es tener un centinela en cada escalafón, cuya identidad reniega de toda acusación de discriminación y ayuda a mantener activa la estructura.
Processes to go through with your parents before they die
These processes can be meaningful to go through with any loved ones who are nearing passing. Given that your life came from theirs, helping your parents complete their lives tends to be particularly meaningful.
Help them make a timeline of their life. All the big events, starting with their birth and earliest memories, up to present. This is a great way to get to know them even better while you still can. And reliving their life through telling the stories can help them harvest the gifts, re-enjoy it all through the memory of it, and identify any areas that still feel unresolved (to be addressed in a following process.) Here is one way to do this process: The timeline can be drawn with birth on the left and a horizontal line going towards death on the far right. Experiences are placed where they occurred chronologically. Positive experiences can be depicted as lines going up from the horizontal line, and difficult experiences going down from the horizontal line. The length of line can correlate to the intensity of the experience. Short descriptions are written on the vertical lines corresponding to the experiences. Years can be added on the horizontal line. (There are also apps to do this. The stories are worth audio recording as well.) One way to prompt memories if needed is to go through the timeline with different questions, like romantic relationships, jobs, places they lived, etc. Often, going through pictures and old music they loved is meaningful and triggers memories. The experiences can be things that happened and things they did - the gifts and the achievements. The positive experiences can simply be enjoyed. For the negative experiences, you can ask what they learned from it, then write the lesson along with the experience. In this way, there is beauty in all of it.
Relationship healing:
Peacemaking. Forgive them for any ways they hurt you. Help them forgive themselves. Apologize for the ways you hurt them. Do what you need to on your own (or with support) for this to be congruent. You both want to feel that there is no residual pain (resentment, guilt, remorse) between you.
Appreciation and gratitude. Write them a letter of everything you learned from them and all your positive experiences with them. Of all the gifts in your life that they contributed to. Work to take in all they did for you, really appreciate it, and help them feel that appreciation. They live on through what they leave. Also, inquire into which of their virtues you want to embody more fully as they will no longer be here holding those qualities. Share that commitment with them.
Reassurance. They may resist leaving for concern about your well being. Reassure them that you are alright, will be alright, and it’s ok for them to go. (Helping get their logistical affairs in order is a major part of this.)
Family healing: If you are able, help the other family members and close people to go through the relationship healing process above with them as well. And help the person passing to make peace with everyone, whether they are able to talk with them directly or not. Offer reassurance that you’ll help take care of the ones they care about that are most in need.
Wisdom gathering: Ask their life advice on everything and take notes. “Every time an old person dies, a library burns.”
Bucket list: see if there is anything they really want to experience before they go that would add to the richness of their life. Make it happen if you can.
Help them see how they touched the world. Inventory with them all the positive impacts on your life and the lives of others. Help them see all the beauty they created clearly.
Help them be at peace with passing. Beyond the steps above, if there is any fear of death for them, help them move through that. Psychedelics can be very useful. As well as meditation, and other spiritual practices and insights that they might resonate with. When death comes, they want to be ready to great her as a friend.
The prehistoric shift towards cultivation began our preoccupation with hierarchy and growth – and even changed how we perceive the passage of time
Rock paintings of Neolithic farming in Tassili de Maghidet, Libya.Photograph: Roberto Esposti/Alamy
Most people regard hierarchy in human societies as inevitable, a natural part of who we are. Yet this belief contradicts much of the 200,000-year history of Homo sapiens.
In fact, our ancestors have for the most part been “fiercely egalitarian”, intolerant of any form of inequality. While hunter-gatherers accepted that people had different skills, abilities and attributes, they aggressively rejected efforts to institutionalise them into any form of hierarchy.
So what happened to cause such a profound shift in the human psyche away from egalitarianism? The balance of archaeological, anthropological and genomic data suggests the answer lies in the agricultural revolution, which began roughly 10,000 years ago.
The extraordinary productivity of modern farming techniques belies just how precarious life was for most farmers from the earliest days of the Neolithic revolution right up until this century (in the case of subsistence farmers in the world’s poorer countries). Both hunter-gatherers and early farmers were susceptible to short-term food shortages and occasional famines – but it was the farming communities who were much more likely to suffer severe, recurrent and catastrophic famines.
Hunting and gathering was a low-risk way of making a living. Ju/’hoansi hunter-gatherers in Namibia traditionally made use of 125 different edible plant species, each of which had a slightly different seasonal cycle, varied in its response to different weather conditions, and occupied a specific environmental niche. When the weather proved unsuitable for one set of species it was likely to benefit another, vastly reducing the risk of famine.
As a result, hunter-gatherers considered their environments to be eternally provident, and only ever worked to meet their immediate needs. They never sought to create surpluses nor over-exploited any key resources. Confidence in the sustainability of their environments was unyielding.
The Ju/’hoansi people have lived in southern Africa for hundreds of thousands of years.Photograph: James Suzman
In contrast, Neolithic farmers assumed full responsibility for “making” their environments provident. They depended on a handful of highly sensitive crops or livestock species, which meant any seasonal anomaly such as drought or livestock disease could cause chaos.
And indeed, the expansion of agriculture across the globe was punctuated by catastrophic societal collapses. Genomic research on the history of European populations points to a series of sharp declines that coincided first with the Neolithic expansion through central Europe around 7,500 years ago, then with their spread into north-western Europe about 6,000 years ago.
However, when the stars were in alignment – weather favourable, pests subdued, soils still packed with nutrients – agriculture was very much more productive than hunting and gathering. This enabled farming populations to grow far more rapidly than hunter-gatherers, and sustain these growing populations over much less land.
But successful Neolithic farmers were still tormented by fears of drought, blight, pests, frost and famine. In time, this profound shift in the way societies regarded scarcity also induced fears about raids, wars, strangers – and eventually, taxes and tyrants.
The Ju/’hoansi traditionally made use of 125 different edible plant species.Photograph: James Suzman
Not that early farmers considered themselves helpless. If they did things right, they could minimise the risks that fed their fears. This meant pleasing capricious gods in the conduct of their day-to-day lives – but above all, it placed a premium on working hard and creating surpluses.
Where hunter-gatherers saw themselves simply as part of an inherently productive environment, farmers regarded their environment as something to manipulate, tame and control. But as any farmer will tell you, bending an environment to your will requires a lot of work. The productivity of a patch of land is directly proportional to the amount of energy you put into it.
This principle that hard work is a virtue, and its corollary that individual wealth is a reflection of merit, is perhaps the most obvious of the agricultural revolution’s many social, economic and cultural legacies.
From farming to war
The acceptance of the link between hard work and prosperity played a profound role in reshaping human destiny. In particular, the ability to both generate and control the distribution of surpluses became a path to power and influence. This laid the foundations for all the key elements of our contemporary economies, and cemented our preoccupation with growth, productivity and trade.
Regular surpluses enabled a much greater degree of role differentiation within farming societies, creating space for less immediately productive roles. Initially these would have been agriculture-related (toolmakers, builders and butchers), but over time new roles emerged: priests to pray for good rains; fighters to protect farmers from wild animals and rivals; politicians to transform economic power into social capital.
A recent research paper examining inequality in early Neolithic societies confirms what early-20th century anthropologists already knew, on the basis of comparative studies of farming societies: that the greater the surpluses a society produced, the greater the levels of inequality in that society.
The new research maps the relative sizes of people’s homes in 63 Neolithic societies between 9000BC and 1500 AD. It finds a clear correlation between levels of material inequality – based on the size of household dwellings in each community – and the use of draught animals, which enabled people to put far greater energy into their fields.
Of course, even the most hard-working early Neolithic farmers learnt to their cost that the same patch of soil could not keep producing abundant harvests year after year. Their need to sustain ever-larger populations also set in motion a cycle of geographic expansion by means of conquest and war.
The Ju/‘hoansi, who once depended solely on hunting and gathering, now rely ever more on subsistence farming.Photograph: James Suzman
Thanks to studies of observed interactions between 20th-century hunter-gatherers such as the Ju/’hoansi and their farming neighbours in Africa, India, the Americas and south-east Asia, we now know that agriculture spread through Europe by the aggressive expansion of farming populations, at the expense of established hunter-gather populations.
The agricultural revolution also transformed the way humans think about time. Seeds are planted in spring to be harvested in autumn; fields are left fallow so they may be productive the following year. Thus farming-based societies created economies of hope and aspiration, in which we focus almost unerringly on the future, and where the fruits of our labour are delayed.
But it’s not only our work that is future-oriented: so much of modern life is a tangle of social goals and often-impossible expectations shaping everything from our love-lives to our health. Hunter-gatherers, by contrast, only worked to meet their immediate needs; they neither held themselves hostage to future aspirations, nor claimed privilege on the basis of past achievements.
Understanding how the agricultural revolution transformed human societies was once no more than a question of intellectual curiosity. Now, though, it has taken on a more practical and urgent aspect. Many of the challenges created by the agricultural revolution, such as the problem of scarcity, have largely been solved by technology – yet our preoccupation with hard work and unrestrained economic growth remains undimmed. As environmental economists remind us, this obsession risks cannibalising our – and many other species’ – futures.
So it is worth recognising that our current social, political and economic models are not an inevitable consequence of human nature, but a product of our (recent) history. That knowledge could free us to be more imaginative in changing the way we relate to our environments, and one another. Having spent 95% of Homo sapiens’ history hunting and gathering, there is surely a little of the hunter-gatherer psyche left in all of us.
¿Cómo reaccionas cuando te encuentras con un oso en el bosque? William James comienza su ensayo de 1884 sobre la emoción humana con la visión del sentido común: “nos encontramos con un oso, nos asustamos y corremos”. Error, dice James. “Este orden de secuencia es incorrecto”. No es que corramos porque estemos asustados. Es que nos encontramos corriendo y luego, al experimentar esta reacción corporal, lo llamamos miedo. La reversión de una supuesta flecha de causalidad es un sello distintivo de muchos avances conceptuales, especialmente en dominios donde la verdad es contraintuitiva, o donde apoya una narrativa que no nos gusta. Como con Galileo, una inversión conceptual puede parecer herética al principio, pero con el tiempo podemos ver que explica cosas que una vez no tenían sentido.
En Not Born Yesterday (No nacido ayer), el científico cognitivo Hugo Mercier trae la inversión conceptual a un dominio que necesita desesperadamente nuevos conocimientos: el de la verdad y la falsedad, el conocimiento y la ignorancia. Seguimos escuchando que esta es una era posverdad, que los sentimientos superan a los hechos, que a la gente ya no le importa lo que es verdad, y que nos dirigimos al desastre. Los opositores al Brexit y a Donald Trump no solo encontraban esas victorias intolerables, sino que muchos se negaban a creer que fueran legítimas, suponiendo en cambio que las mentiras habían influido en una población dócil. Esta idea de una población crédula y dócil no es, por supuesto, nada nuevo. Voltaire dijo, “Aquellos que te pueden hacer creer en absurdos, podrán convencerte de hacer atrocidades”. Pero no, dice Mercier, Voltaire lo tenía al revés: “Es querer cometer atrocidades lo que te hace creer en lo absurdo”.
Esta inversión puede ser inquietante, pero tiene el mérito de tratar a las personas como agentes, con responsabilidad por sus elecciones. El caso de Mercier contra la credulidad se basa en un relato evolucionista de la cognición y la comunicación humanas, en el que la mente no está dominada por errores sino que está bien afinada, adaptada para la interacción social. Si los receptores de los mensajes se inclinaran a creer lo que escuchan, dice, la comunicación humana tal como la conocemos no podría haber evolucionado. Aquellos que estaban cableados para aceptar afirmaciones no verificadas y contraintuitivas habrían sido explotados con demasiada facilidad por otros que, por casualidad, estaban cableados de forma diferente. La gente crédula se habría dado cuenta o habría salido con rapidez del fondo genético, llevándose consigo su vulnerabilidad.
Mercier insiste en que la credulidad está muy sobrevalorada. Es cierto que de vez en cuando caemos en una broma o creemos en una mentira. Pero una mirada objetiva a nuestro comportamiento muestra que estamos lejos de ser esponjas acríticas. ¿Me creerías si te dijera que “los médicos se equivocan al fumar”? ¿Cambiaste de opinión por los anuncios de campaña de los políticos que detestas? ¿Más cobertura publicitaria significa mayor influencia? Un ejemplo entre muchos: el multimillonario gestor de fondos de cobertura Tom Steyer invirtió más de 190 millones de dólares en su campaña para la nominación de los demócratas estadounidenses en 2020 (en comparación con los aproximadamente 118 millones de dólares de Joe Biden), pero no pudo conseguir ni un solo delegado comprometido.
Podría sonar ingenuo decir que la gente no es tan crédula, dado lo que circula en Internet: el 11-S fue una operación interna, Sandy Hook fue un engaño, Barack Obama es musulmán. ¿Pero cuánta gente cree realmente en estas cosas? En Knowledge Resistance (Resistencia al conocimiento), el sociólogo Mikael Klintman argumenta que es el acto de declarar públicamente una creencia — en lugar de mantenerla — lo que sirve a la función crucialmente fundamentada de la evolución de la señalización social. Si alguien dice que Obama es musulmán, su principal razón puede ser indicar que es miembro del grupo de personas que se coordinan en torno a esa declaración. Cuando una creencia social y una verdadera creencia están en conflicto, dice Klintman, la gente optará por la creencia que mejor señale su identidad social, aunque eso signifique mentirse a sí misma. Podría, por ejemplo, señalar su profunda desconfianza en el gran gobierno y su lealtad inquebrantable a la Segunda Enmienda de la Constitución de los EE.UU. al afirmar que la masacre de diciembre de 2012 en la escuela de Sandy Hook fue un engaño (aunque, en cierto modo, supone que realmente haya ocurrido). Tal “creencia” — siendo en gran parte performativa — rara vez se traduce en acción. Sigue siendo lo que Mercier llama una creencia reflexiva, sin consecuencias en el comportamiento, en contraposición a una creencia intuitiva, que guía las decisiones y las acciones. A veces una falsa creencia puede pasar de ser una mera señal a ser una base para la decisión y la acción en el mundo real, y es entonces cuando vemos los peligrosos efectos colaterales de las señales de la creencia. Mientras algunos bromistas se limitaron a expresar su “teoría” sobre Sandy Hook, en Florida, en junio de 2017, Lucy Richards fue condenada por amenazar al padre de Noah Pozner, de seis años, una de las veintisiete víctimas (incluida la propia madre del tirador) de la masacre. Richards dijo que el niño nunca existió y que sus padres eran actores que merecían la muerte por haber cometido una mentira. El juez James Cohn comentó:
En este país, no hay ninguna restricción legal para el pensamiento. Tienes el derecho absoluto de pensar y creer como desee. Sin embargo, hay restricciones legales en las comunicaciones — no tienes derecho a transmitir amenazas de daño a otro. […] Las palabras sí importan. Esta es la realidad. No hay ficción y no hay hechos alternativos.
Si bien las falsedades siguen circulando, hay fuerzas que trabajan en contra de ellas. Una de ellas es nuestro interés natural en controlar y mantener la reputación personal. Cuando los mentirosos y los tramposos son atrapados, son castigados al menos con el daño a su nombre. Por eso evitamos mentir si podemos evitarlo. Dos falsedades al día es el promedio, informa el psicólogo Timothy R. Levine en Duped. El marco del tema de Levine contrasta fuertemente con el de Mercier. Levine sugiere que debido a que es tan raro, en definitiva, que la gente mienta, los receptores de información aplican la “verdad por defecto”: creemos que la gente está siendo sincera a menos que haya razones claras para no hacerlo. (Malcolm Gladwell en el año pasado en Hablar con extraños: Por qué es crucial (y tan difícil) leer las intenciones de los desconocidos también describe una “falta de creencia”, que nos lleva a dar a los extraños el beneficio de la duda. Ver el TLS del 15 de noviembre de 2019). La idea de ese impulso se apoya en parte en las pruebas de la psicología experimental, en la que las investigaciones demuestran que los seres humanos son efectivamente incapaces de detectar las mentiras cuando observan a las personas en contextos como los interrogatorios policiales. Pero como reconoce Levine, estos hallazgos se derivan de condiciones de laboratorio altamente controladas, ¿podemos generalizar?
Mercier hace una afirmación más amplia sobre nuestros hábitos de evaluación de la información, revirtiendo la idea de la verdad por defecto. La gente, dice, siempre filtra los mensajes que recibe. El filtro se presenta en forma de un conjunto de propensiones cognitivas para lo que él llama “vigilancia abierta”, mecanismos “que minimizan nuestra exposición a señales poco fiables y, al hacer un seguimiento de quién dijo qué, infligen costes a los remitentes poco fiables”. Los humanos son omnívoros de comunicación, lo que significa que estamos abiertos a cualquier información disponible, y como resultado no podemos permitirnos ser poco críticos. Cada vez que recibimos nueva información, en algún nivel nos preguntamos: ¿Es esta información plausible? ¿Quién la proporciona y cuáles son sus motivaciones? Mercier es consciente de que muchos de sus lectores, quizás de manera irónica, no estarán dispuestos a creer que tales filtros existen. Se ha vuelto demasiado fácil descartar las creencias de otros en nombre de la irracionalidad humana.
Sin embargo, creer en falsedades es solo una parte del problema. También está el problema de la ignorancia, de la falta de conocimiento de la verdad. La ignorancia no es del todo mala. A veces es bueno ocultar información de nosotros mismos. Las grandes orquestas realizan audiciones con los candidatos detrás de una pantalla. Esta ignorancia intencionada no solo combate la parcialidad, sino que también puede impedir la rendición de cuentas. Si los miembros del comité no tienen conocimiento de la identidad de los candidatos, entonces no se puede hacer ninguna acusación de parcialidad más tarde. Este principio también motiva formas menos virtuosas de ignorancia intencionada. Cuando un tribunal de San Diego en 1976 condenó a Charles Jewell por traficar 50 kilogramos de marihuana escondidos en un coche que condujo a través de la frontera México-EE.UU., su defensa fue que no sabía nada del alijo. El tribunal permitió que Jewell no pudiera haber visto las drogas. Pero dado el contexto — Jewell había aceptado la oferta de un traficante de drogas de 100 dólares para conducir el coche — el tribunal dictaminó que había mostrado ceguera intencionada: “Sospechó el hecho; se dio cuenta de su probabilidad; pero se abstuvo de obtener la confirmación final porque quería, en el caso, poder negar el conocimiento”. La estratagema de Jewell no solo le falló, sino que estableció una norma legal conocida como la Instrucción del Avestruz, que “informa al jurado de que el conocimiento real y la evasión deliberada del conocimiento son la misma cosa”.
Lo que el caso Jewell muestra es que la ceguera deliberada no compensa. Las cosas son diferentes en el otro extremo de la cadena. En The Unknowers (Los desconocidos), la socióloga Linsey McGoey presenta ejemplos de ignorancia deliberada en los más altos niveles de los negocios y del gobierno, desde los días de la colonia hasta ahora. Una y otra vez, alega, las entidades poderosas se benefician cuando se oculta información clave — desde ocultar prácticas laborales brutales hasta suprimir pruebas de los peligros de un medicamento de prescripción — permitiendo una negación (técnicamente) plausible del conocimiento cuando los hechos salen a la luz. Para el éxito de la Compañía de las Indias Orientales — “la primera gran empresa multinacional y la primera en desbocarse”, según el historiador William Dalrymple — fue fundamental mantener la reputación de ser un modelo de libre comercio mientras que en realidad se dedicaba a métodos que, según McGoey, “hacían quedar buenos incluso a algunos de sus análogos más endurecidos en Gran Bretaña”, entre ellos la tortura y la coerción de los indios y el saqueo y el pillaje de aldeas y palacios. Todo esto estaba protegido por “una especie de coartada de ignorancia del estado corporativo que se reforzaba mutuamente: la East India Company y el gobierno británico insistían en su distanciamiento cuando era conveniente ignorar su integración y elogiaban su conexión cuando se pedían favores el uno al otro”. Tener poder no solo significa que puedes mirar hacia otro lado. También se puede omitir, enterrar u ocultar de otra manera las verdades inconvenientes.
El sentido común sugiere que cuanto más sabemos, mejores son las decisiones que tomamos. Uno de los padres fundadores de los EE.UU., James Madison, dijo “el conocimiento gobernará para siempre la ignorancia”. Esta es la lógica detrás de la epistocracia, el ideal de Platón de gobierno por los sabios. Si podemos averiguar quién sabe más, podemos conferir el poder de decisión solo a ellos. Esto suena bien en teoría, pero McGoey apunta a otro cambio: en la práctica, a los que saben no se les da el poder de decidir. En cambio, aquellos con el poder de decidir se convierten en aquellos que “saben”.
En junio de 2017, los residentes de la Torre Grenfell en Londres sufrieron las consecuencias más graves de esto, dice McGoey. Las entradas del blog de 2016 habían reportado sobrecargas eléctricas y humo que se derramaba de los enchufes en el edificio envejecido. Los inquilinos publicaron fotos de los peligros de incendio y apelaron a las autoridades. El Grupo de Acción de Grenfell señaló: “Es un pensamiento verdaderamente aterrador, pero creemos firmemente que solo un evento catastrófico expondrá la ineptitud e incompetencia de nuestro propietario”. Lamentablemente, McGoey sostiene que “su falta de influencia política o estatus social hizo que fuesen ignorados con facilidad”. Las autoridades, en particular el propietario de la torre, la Organización de Gestión de Inquilinos de Kensington y Chelsea, llevaron a cabo protocolos de inspección rutinarios. Se marcaron las casillas, y una casilla marcada sirve de instrucción para no buscar más, un desconocimiento autorizado que permite a las autoridades seguir adelante con otras cosas.
Todo el edificio de la teoría y la práctica económica moderna se basa en una forma de fabricación desconocida, sostiene McGoey. La teoría económica ha “borrado el énfasis que los pensadores ilustrados pusieron en la justicia económica y la responsabilidad por los delitos empresariales”, legitimando así las prácticas injustas, explotadoras y a menudo violentas. Una piedra angular es Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones de Adam Smith. Este estudio se ha utilizado para apoyar algunas de las narrativas más reconfortantes de la economía, incluidas las ideas de prosperidad compartida mediante el interés propio ilustrado y la evitación de la corrupción mediante la reducción al mínimo de la reglamentación gubernamental. Pero esto, dice McGoey, es una malinterpretación intencionada de Smith permitida por una exclusión concertada de aspectos centrales de su pensamiento. Muchas ediciones modernas omiten la totalidad del Libro V, “De los ingresos del soberano o de la comunidad/estado)”, en el que Smith “escribe extensamente sobre la necesidad de la intervención del gobierno”, e incluye un relato de los atroces abusos del privilegio del monopolio por parte de la Compañía de las Indias Orientales. La omisión, dice McGoey, comenzó como un acto de ignorancia estratégica por parte de los teóricos económicos de principios del siglo XX, con el resultado de que la teoría económica actual, desde los libros de texto de los estudiantes universitarios hasta la sabiduría recibida, está construida sobre una mentira. Además, ofrecía una “coartada de ignorancia”, definida por McGoey como “un mecanismo que oculta la participación de uno en la causa del daño a otros, proporcionando una negación plausible y haciendo que la ignorancia parezca inocente en lugar de calculada”. Las empresas se benefician, con “teorías históricamente inexactas sobre la capacidad de la reglamentación gubernamental para mejorar el bienestar público, lo que conduce a una erosión de los controles y equilibrios”, es decir, a una reducción de la responsabilidad empresarial. La idea de que un mercado libre beneficia a todos se basa, por lo tanto, en una teoría “recibida” que nunca existió, y la edición de La riqueza de las naciones es “uno de los más descarados atracos al conocimiento en la erudición moderna”.
Si lo que debemos buscar es la verdad, entonces los individuos tenemos tanto oportunidades como responsabilidades. Tenemos oportunidades para descubrir hechos que, por ser verdaderos, pueden ser útiles. Y tenemos responsabilidades para no contaminar la infosfera con falsedades. Ilya Somin, un erudito en leyes, ha estudiado la aparente voluntad de la gente de seguir desconociendo la política, comparándola con nuestra voluntad de quemar combustibles fósiles en nuestros coches. Los individuos que producen emisiones sienten que su singular contribución al problema no podría marcar una diferencia en el contexto más amplio. Pero, por supuesto, lo haría si actuáramos colectivamente. De la misma manera, dice Somin, “la ignorancia pública generalizada es un tipo de contaminación que infecta el sistema político”. Su solución propuesta es adaptar el sistema, asumiendo que la ignorancia pública seguirá siendo la norma. Podríamos en cambio — o también — ponernos a cambiar ese estado de ignorancia.
Como el filósofo William Clifford argumentó en “La ética de la creencia” (1877), “está mal siempre, en todas partes y para cualquiera, creer cualquier cosa sobre la base de pruebas insuficientes”. Esto se aplica en contextos específicos, como su ejemplo del propietario de un barco que cree que su buque está en condiciones de navegar, elige no comprobar las pruebas y cobra un atractivo pago de seguro cuando el barco se hunde, ahogando a sus pasajeros y tripulación. (El mismo Clifford fue un sobreviviente del naufragio, así que tenía cierto interés en el asunto.) Este escenario ilustra justo el tipo de ignorancia estratégica en la que, diría McGoey, los ricos y poderosos sobresalen. Pero el individuo también tiene una responsabilidad más general de obtener conocimiento en interés de mantener una cultura compartida de respeto por la evidencia y la razón. Como dijo Clifford: “El peligro para la sociedad no es simplemente que crea cosas equivocadas, aunque eso es bastante grande; sino que se vuelva crédula y pierda el hábito de probar las cosas e indagar en ellas”.
Un ideal clásico de verdad y conocimiento es el concepto de un mercado de ideas: como individuos pensantes, encontramos ideas que compiten entre sí, las evaluamos por su mejor ajuste a la realidad, y luego dejamos que los hechos formen la base de nuestras creencias. Pero en la competencia con el mercado de las ideas es un “mercado de justificaciones”, dice Hugo Mercier. Una vez más, el orden de la secuencia es incorrecto, sugiere: a menudo, no buscamos verdades que nos ayuden a averiguar lo que debemos creer, sino que buscamos afirmaciones para justificar las creencias existentes.
El camino a seguir es, primero, entender mejor la anatomía del conocimiento y la ignorancia — como nos ayudan estos excelentes libros — y segundo, hacer de la búsqueda de la verdad el valor que define a nuestras culturas, a través de un fundamento en la razón, el matiz y el respeto por la realidad. Después de todo, no hay retrocesos en la sabiduría de Philip K. Dick: “La Realidad es aquello que, incluso aunque dejes de creer en ello, sigue existiendo y no desaparece”. El problema posterior a la verdad no es, entonces, que la gente crea en falsedades, sino que la confianza en el lenguaje mismo se está erosionando. Las afirmaciones son como el dinero. Tienen valor porque estamos de acuerdo en que tienen valor. El peligro no es en que nos cuelen un billete falso. Es que toda la moneda podría colapsar.
N. J. Enfield
N. J. Enfield es Profesor de Lingüística en la Universidad de Sydney y Director del Centro de Investigación Avanzada de Ciencias Sociales y Humanidades de Sydney.