La periodista y ganadora de un premio Pultizer profundiza a través de ‘Casta: el origen de lo que nos divide’ (Paidós) en el sistema de divisiones sociales que, argumenta, moldean nuestro mundo recurriendo a jerarquías rígidas y arbitrarias.
Las castas sitúan a los miembros más ricos y poderosos de la casta dominante a distancia, en el ático de un rascacielos mítico, y a todos los demás, en orden descendente, en las plantas inferiores. Relega a los individuos de la casta subordinada al sótano, entre los defectos de los cimientos y las grietas en los muros de piedra que los demás parecen no querer ver. Cuando los que habitan en los sótanos empiezan a subir plantas, empieza la vigilancia y todo el edificio se siente amenazado. Entonces, el sistema de castas puede incitar a los moradores inferiores a enfrentarse entre sí en un sótano inundado, creando la ilusión, e incluso el pánico, de que su única competencia son los demás.
Ello puede provocar que quienes ocupan el último lugar incorporen a su identidad las condiciones de su cautiverio y hagan lo posible para considerarse superiores a otros miembros del grupo, procurando ser los primeros entre los últimos.«Los estigmatizados crean sus jerarquías –escribió el antropólogo J. Lorand Matory– porque nadie quiere ocupar el último lugar». A lo largo de las generaciones, aprenden a clasificarse a sí mismos por su proximidad a los rasgos aleatorios asociados con la casta dominante. Históricamente, el sistema de castas ha concedido privilegios a ciertos individuos del grupo subordinado a través del uso de una tóxica herramienta de casta conocida como colorismo.
Entre los estadounidenses marginados, cuanto más cerca han estado de la casta dominante en el color de la piel y en los rasgos faciales, más alta ha sido su posición en la escala, especialmente las mujeres, y se les ha concedido más valor incluso por parte de aquellos cuya apariencia se aleja del ideal de la casta. Esta distorsión del valor humano es especialmente insidiosa en Estados Unidos, debido a los medios históricos por medio de los cuales la mayoría de los afroamericanos adquirieron su rango en cuanto a color y aspectos faciales: la violación y el abuso sexual de las mujeres africanas esclavizadas a manos de sus amos y de otros hombres de la casta dominante a lo largo de los siglos.
«Muchas de las rebeliones de esclavos o de los intentos por sindicalizar a los trabajadores afroamericanos en el Sur se frustraron porque había quien derribaba a quien pretendía prosperar»
Con pocos recursos de control y poder, los individuos relegados al escalafón inferior pueden despreciar a otros de su propia casta para ascender a ojos de la dominante. Se pueden sentir más profundamente heridos o despojados personalmente cuando alguien que comparte su propio rango medra o los deja atrás que cuando prosperan los ya elegidos. Cuando asciende una persona de un grupo privilegiado, puede parecer predestinado, en sintonía con las expectativas, y es más fácilmente aceptable porque así es como han sido siempre las cosas. La casta dominante siempre ha prevalecido, de todos modos. El ascenso de una persona privilegiada puede parecer menos un comentario sobre ti mismo y tus carencias que una reflexión sobre la naturaleza del mundo. «Superar notablemente a quienes tenemos alrededor a veces es acogido con resentimiento, ya que propicia que quienes se sienten inferiores vean reforzada esa sensación —escribió Matory—. El honor es un juego de suma cero, con implicaciones especialmente intensas para los desprestigiados, porque… el honor escasea.»
El sistema de castas prospera en la disensión y la desigualdad, en la envidia y en las falsas rivalidades, que se fortalecen en un mundo de presunta escasez. En cuanto la gente lucha por una posición, surgen las mayores tensiones entre quienes están cerca, tanto arriba como abajo del escalafón. En la India, históricamente, las castas superiores se han enfrentado unas a otras. «A veces discuten por cuestiones tan insignificantes como quién tiene que saludar primero –observó Bhimrao Ambedkar–, o quién tiene que ceder el paso, si los brahmanes o los kshatriyas, cuando se encuentran por la calle».
Si había ansiedades en la cima, tanto más en la parte inferior. El sistema de castas ha recompensado históricamente a los soplones y traidores de la casta inferior, como ocurrió con los vigilantes en los campos de concentración del Tercer Reich y con los conductores de esclavos en las plantaciones sureñas. Era tan habitual que, en Estados Unidos, había muchas maneras de designar a tales individuos, entre ellas Tío Tom o HNIC, abreviación de head negro in charge (negro encargado). Los integrantes de la casta más baja llegaron a odiar a estos títeres del sistema de castas tanto como detestaban a la propia casta dominante.
Incluso cuando algunos en la casta más baja pretenden escapar del sótano, los que se quedan atrás pueden intentar frenar a los que quieren levantarse. Los pueblos marginados de todo el mundo, incluidos los afroamericanos, llaman a este fenómeno ‘cangrejos en un barril’. Muchas de las rebeliones de esclavos o de los intentos por sindicalizar a los trabajadores afroamericanos en el Sur se frustraron por este fenómeno, había quien derribaba a quien pretendía prosperar, la casta dominante concedía privilegios insignificantes a espías para que estos denunciaran cualquier posible sublevación. Estas conductas mantienen inadvertidamente la jerarquía de la que aquellos que traicionan a sus hermanos pretenden escapar.
«El miedo al éxito del individuo es el que impulsa a los demás a frenarlo»
Sin embargo, este impulso universal no siempre tuvo su origen en la envida de rango. Un grupo sometido a gran presión podía pensar que «el equipo no puede permitirse perder a otro miembro –escribió Sudipta Sarangi, especialista indio en gestión organizativa–. Si un miembro del grupo empieza a ascender –prosperando en la vida–, el miedo al éxito de este individuo impulsa a los demás a frenarlo».
El éxito en el sistema estadounidense de castas requiere cierto nivel de destreza en la descodificación del orden preexistente y en la respuesta a sus dictados. El sistema de castas nos enseña qué vidas y opiniones tienen más peso y prioridad en cada encuentro. Uno de sus maestros es el sistema de justicia penal, que procede de los códigos criminales de la era de la esclavitud. En este punto, llegamos a saber, por ejemplo, que la raza de la víctima, más que la del acusado, es «el principal elemento para predecir quién es condenado a muerte en Estados Unidos –según observa Bryan Stevenson, aclamado defensor de la justicia legal, citando un estudio centrado en la pena de muerte—. Los agresores de Georgia tenían once veces más probabilidades de ser condenados a la pena de muerte si la víctima era blanca que si era negra. Estos resultados se han replicado en todos los estados donde se han realizado estudios sobre la raza y la pena de muerte».
La lección enseña a todos qué vidas son prescindibles y cuáles son sacrosantas. Obliga a todos a empequeñecer ante la supremacía de la casta dirigente, si se quiere prosperar. A su llegada al sistema de castas estadounidense, los inmigrantes aprendían a distanciarse de quienes estaban en el sótano, no sea que ellos también acabaran allí. Aunque los movimientos de protesta de la casta subordinada contribuyeron a abrir la puerta a los inmigrantes no blancos en 1965, los inmigrantes de color, como los inmigrantes a lo largo de toda la historia humana, afrontan el dilema de aceptar las reglas no escritas de las castas. Afrontan el dilema de rechazar a la casta inferior de afroamericanos autóctonos o hacer causa común con quienes lucharon para que ellos pudieran entrar en el país.
Sin embargo, las castas invierten el camino a la aceptación en Estados Unidos para las personas de ascendencia africana. Los inmigrantes procedentes de Europa en el siglo anterior se apresuraban a deshacerse de sus nombres, su acento y las costumbres del Viejo Mundo. Abandonaban su etnia para ser admitidos en la casta dominante. Sin embargo, el sistema de castas recompensa a los inmigrantes negros por hacer lo contrario que los europeos. «Mientras los inmigrantes blancos pretendían ganar estatus convirtiéndose en “americanos” —escribió el sociólogo Philip Kasinitz—, asimilándose al grupo de mayor estatus, los inmigrantes negros pierden su estatus social si abandonan su especificidad cultural».
«El sistema anima a los inmigrantes negros a hacer todo lo posible por distanciarse de la casta subordinada con la que pueden ser confundidos»
Muchos inmigrantes africanos recientes tienen mejor educación y han viajado más que muchos estadounidenses, hablan fluidamente varios idiomas y no desean ser degradados a la casta inferior en su tierra de adopción. El sistema de castas anima a los inmigrantes negros a hacer todo lo posible por distanciarse de la casta subordinada con la que pueden ser confundidos. Como todos los demás, están expuestos a los corrosivos estereotipos de los afroamericanos y se esfuerzan para que la gente sepa que no pertenecen a ese grupo, porque son de Jamaica, Granada o Ghana.
Un inmigrante caribeño le dijo a Kasinitz: «Nada más llegar descubrí que este es un país racista, y me he esforzado en no perder mi acento». El hecho de que el sistema de castas mantenga a los que están abajo en un enfrentamiento artificial para evitar el último lugar constituye una herramienta inteligente, con una gran capacidad para perpetuar la situación. Esto ha provocado la fricción ocasional entre descendientes de africanos que han llegado a Estados Unidos en diferentes momentos de nuestra historia. Algunos inmigrantes procedentes del Caribe y de África, como sus predecesores de otras partes del mundo, manifiestan recelo ante los afroamericanos, advierten a sus hijos para que no «se comporten como ellos», no los traigan a casa ni salgan ni se casen con ellos. Así, caen en la trampa de intentar demostrar no que el estereotipo es falso, sino que no encajan en la mentira.
Tanto arriba como abajo, en la jerarquía, Ambedkar señaló que «cada casta basa su orgullo y su consuelo en el hecho de que en la escala de las castas está por encima de alguna otra». Así como intenta atraer a los recién llegados para que se decanten por defender la jerarquía, el sistema de castas no llega a todo el mundo. Algunos hijos de inmigrantes del Caribe, como Eric Holder, Colin Powell, Malcolm X, Shirley Chisholm y Stokely Carmichael, entre muchos otros, han compartido el destino común de la casta inferior, pero han defendido la justicia y trascendido estas divisiones por el bien de todos.
Las castas ayudan a explicar el fenómeno de otra manera ilógico de los afroamericanos, las mujeres u otros grupos marginados que logran alcanzar puestos de autoridad solo para rechazar o degradar a los de su propia clase. Atrapados en un sistema que les concede una escasa autoridad o un poder real, se pliegan a la voluntad de las castas y degradan a los suyos si su deseo es medrar, ser aceptados o simplemente sobrevivir en la jerarquía. Saben que no se les pedirán cuentas por el bajo estatus de aquellos a los que traicionan o dejan de lado.
Muchos casos de maltrato de las personas de la casta inferior tienen lugar a manos de individuos de su misma casta, como ocurrió con Freddie Gray, que murió por lesiones en la columna vertebral provocadas por policías de Baltimore. Gray fue esposado en una furgoneta, pero no le pusieron el cinturón de seguridad, según un testimonio presentado ante el tribunal. La furgoneta giró bruscamente, lo que arrojó a Gray a la zona de carga, esposado e incapaz de evitar golpear- se contra las paredes interiores del vehículo. Tres de los policías implicados eran negros, entre ellos el conductor de la furgoneta. Esta combinación de factores permitió a la sociedad descartar que la muerte de Gray tuviera que ver con la raza, cuando en realidad fue, probablemente, consecuencia del sistema de castas. Todos los oficiales fue- ron absueltos o se retiraron sus cargos.
«El instrumento más potente del sistema de castas es tener un centinela en cada escalafón»
Observando los protocolos de casta, de los pocos oficiales que han sido juzgados por brutalidad policial en los recientes casos de gran repercusión mediática, un buen número de ellos eran hombres de color: un policía estadounidense de origen japonés en Oklahoma, otro de origen chino en Nueva York y otro con ascendencia musulmana en Mineápolis. Son casos en los que los hombres de color pagan el precio que los hombres de la casta superior eluden sin ningún problema.
El fenómeno atraviesa todos los niveles de la marginación. El supervisor de los policías implicados en la muerte por asfixia de Eric Garner era una mujer negra. A veces, las empleadas reciben un trato más duro por parte de mujeres supervisoras sometidas a presión y que luchan por conseguir la aprobación de sus jefes masculinos en una jerarquía dominada por los hombres y a la que pocas mujeres pueden acceder. Cada uno de estos casos presenta una compleja historia que supuestamente desestima la raza o el sexo como factor, pero que tal vez solo tiene sentido, un sentido pleno, cuando se observa a través de la lente de un sistema de castas.
Los sicarios de la casta son de todo color, credo y género. No hay que pertenecer a la casta dominante para hacer su trabajo. De hecho, el instrumento más potente del sistema de castas es tener un centinela en cada escalafón, cuya identidad reniega de toda acusación de discriminación y ayuda a mantener activa la estructura.
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