Carlos Javier González Serrano / 21 diciembre, 2020
De manera velada, casi silenciosamente, se ha ido introduciendo en nuestro imaginario colectivo la obsesión por “lo cuqui” (cute en inglés). El profesor de filosofía Simon May (King’s College de Londres, especialista en Nietzsche) se pregunta en su reciente libro El poder de lo cuqui, publicado por Alpha Decay, a qué obedece lo que denomina esta “actual locura” por esta nueva categoría estética, y recalca la necesidad de pensarlo como una posible forma de dominación, como una nueva deriva del poder, asegurando que su análisis puede arrojar luz sobre una época y cultura en la que ha adquirido un papel tan preponderante.
Nos hemos acostumbrado a lo cuqui y ya ni siquiera advertimos su omnipresencia, como, por ejemplo, en el uso de los emoticonos, con personajes de edad indeterminada como E.T., la aparente ternura del pokémon Pikachu o la candorosa y entrañable Hello Kitty, o en el empleo de logotipos de marcas como Apple, que apela, tras su aparente inocencia, a un signo primordial de rebeldía: el de morder el fruto del árbol prohibido del Jardín del Edén. May sostiene que estos símbolos y objetos (¿quién no se ha quedado hipnotizado frente al manso y amable gato chino de la suerte que menea, incesante, su patita?) “no constituyen simplemente distracciones infantiles con respecto a las angustias del mundo actual”, sino que, a la vez, y en el fondo, “es ante todo una expresión burlona de la opacidad, la incertidumbre, la extrañeza, el fluir constante o devenir que nuestra época ha detectado en el mismo corazón de todo lo existe, esté dotado de vida o no”.
En una original y necesaria interpretación del fenómeno cuqui, May asegura que se ha establecido en nuestra forma de ver las cosas una deliberada despreocupación que expresa algo tan serio como la intuición de que, como ya apuntara Martin Heidegger, “la vida carece de firmes cimientos, que no posee ningún ser estable y duradero”, en palabras del propio May. Lo cuqui es lo por antonomasia indeterminado, y mezcla, habitualmente, formas humanas y no humanas. Además, en una reflexión muy similar a la que realizara el premio Nobel de Literatura Rudolf Ch. Eucken (quien denunciaba que hemos perdido el horizonte trascendente en nuestras vidas), May explica que lo cuqui “está en sintonía con una época que ha visto languidecer sus vínculos pretéritos con dicotomías sacrosantas como masculino y femenino, sexual y no sexual, adulto y niño, ser y devenir, efímero y eterno, cuerpo y alma, absoluto y contingente, e incluso bueno y malo”. Las categorías, a través del imperio de lo cuqui, han quedado difuminadas y acaso se han perdido para siempre.
Certezas que repercuten en la antropología y, por tanto, en el modo que tenemos de relacionarnos, pues el espíritu de lo cuqui, a juicio de May, alimenta la creencia de que no podemos ya ni siquiera saber cuándo somos sinceros y auténticos con los otros, pero tampoco con nosotros mismos. Vivimos, más que nunca, en la escena de un teatro. Lo cuqui abre una nueva etapa en la forma de pensar lo humano y nos obligar a preguntarnos si lo cute no será –en el fondo, y no sólo en la forma– una distracción frívola con respecto al (atroz, despediado y neoliberal) espíritu de nuestro tiempo, además de una poderosa y ya irremplazable expresión del mismo. Lo cuqui, en su extremo, puede llegar a deshumanizarnos y paralizar nuestra acción, convirtiéndonos en “objetos comatosos o semiconscientes” que no quieren ponerse en un contacto honrado y noble (también en ocasiones doloroso) con la realidad. Todo se forja por y a través de la apariencia. Resuenan aquí las palabras inmortales de Quevedo:
Una de las claves de este peligroso imperio de lo cute, escribe May, es su burlona indeterminación, que “anuncia todas las facetas de su naturaleza de forma abierta, desvergonzada y a menudo con una actitud juguetona”, como si no hubiera nada por detrás, nada que investigar ni cuestionar. Nuestro componente interior (y más propio) y la anhelada introspección socrática son anulados, al quedar presa nuestra percepción de una apariencia que nos subyuga y somete silenciosamente por su candor y aparente ingenuidad. La sensación es la de poder conocer lo desconocido a través de su simple puesta en escena: pues, en el fondo, no se trata más que de eso, de una escenificación.
En este mismo sentido, lo cuqui nos hace ignorar –e incluso olvidar– el peligro e incertidumbre de nuestro contexto (guerras, desigualdad, competencia laboral, etc.), dulcificándolo y aderezándolo para que no sea percibido como una amenaza. No debemos olvidar que el uso del término cute (cuqui) se afianza en el siglo XIX, asociado al “hogar de clase media como espacio feminizado y organizado principalmente en torno a las mercancías y el consumo”, escribe Sianne Ngai. Es decir: lo cuqui es una manera de mostrar lo amable (y deseable) de unas determinadas relaciones socioeconómicas, en contraste con otras de corte menos liberal.
Lejos de centrarse lo cuqui en una “estetización del desvalimiento”, lejos de que los objetos alcancen su mázimo cuquismo cuando parecen adormilados, enclenques o discapacitados, bien podría tratarse de lo contrario. En tal caso somos nosotros, identificadores de lo cuqui, quienes nos consideramos vulnerables y contemplamos a lo cuqui acudir en nuestro rescate. Esto podría explicar poque tantos fans, incluidos adultos, parecen encontrar a Hello Kitty misteriosamente benévola e incluso poderosa. Según la antropóloga Christine Yano, esos seguidores de Kitty la ven como “alguien que les es leal, que les acompaña en los buenos y en los malos momentos, les ayuda a enfrentarse a las crisis y les asiste con su constancia en los desafíos de la vida cotidiana.
El poder de lo cuqui, Simon May, pp. 118-119
De ahí, sostiene Simon May, que la aparente inocencia de lo cuqui encierre una potente –y fácilmente desapercibida– perversidad: la de disolver las categorías no sólo estéticas, sino también y sobre todo morales y éticas, de un mundo en el que todo parece quedar oculto tras la escena de lo cuqui. Y tras la escena no se esconde ni más ni menos que una relación de dominación, de amo y esclavo… sin que se pueda reconocer quién es quién. Es la inversión de la voluntad de poder de Nietzsche: la vida misma es esa voluntad de erigirse con el poder, pero no queda claro quién lo detenta, ya que lo cuqui siempre queda libre de culpa y tiende a ocultar la responsabilidad. Y el hecho es que lo hace muy bien.
En definitiva: existe una verdadera y silente dictadura de lo cute. Menospreciamos su dominio cuando lo consideramos una simplona estética del desvalimiento, la fragilidad o la bondad que tan sólo infantiliza al consumidor. No. Tras este escenario en apariencia inofensivo y de fingida sensación de libertad, encontramos una intención tiránica por subyugar las voluntades y hacerlas inexpresivas, inoperantes e ineficaces, lo que impide la rebelión intelectual y nos sitúa, incluso, en un panorama de indefensión moral. En certeras palabras de May: “lo cuqui se burla con soltura del poder y, de hecho, pone en tela de juicio el propio propósito y valor del poder, además de cuestionar quién lo ejerce realmente”.
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