A principios de 2010, advertí en mi libro
Caída libre –que describe los eventos que condujeron a la gran recesión– que sin respuestas adecuadas, el mundo corría el riesgo de caer en lo que llamé el Gran Malestar. Desafortunadamente, estaba en lo cierto: no nos ocupamos de lo que hacía falta y terminamos exactamente donde temí que lo haríamos.
Los conceptos económicos subyacentes a esta inercia son fáciles de entender y existen soluciones disponibles para solucionarla. El mundo enfrenta una falta de demanda agregada, provocada por una combinación de creciente desigualdad y una oleada de austeridad fiscal sin sentido. Quienes más tienen gastan mucho menos que quienes tienen menos, por lo tanto, a medida que el dinero fluye hacia los más ricos, la demanda disminuye. Y los países como Alemania, que continuamente mantienen superávits externos, están contribuyendo significativamente al problema clave de la insuficiente demanda global.
Simultáneamente, EE. UU. sufre una forma más suave de la austeridad fiscal que se ha impuesto en Europa. De hecho, en EE. UU. el sector público emplea a unas 500 000 personas menos que antes de la crisis. Con una expansión normal del empleo público desde 2008, tendríamos dos millones más.
Además, gran parte del mundo enfrenta –con dificultades– la necesidad de una transformación estructural: de la producción manufacturera a los servicios en Europa y América, y del crecimiento impulsado por las exportaciones a una economía impulsada por la demanda interna en China. De igual modo, la mayoría de las economías africanas y latinoamericanas basadas en los recursos naturales no lograron aprovechar el boom de los precios de las materias primas –apuntalado por el ascenso chino– para crear economías diversificadas; ahora enfrentan las consecuencias que implican los precios deprimidos de sus principales productos exportables. Los mercados nunca fueron capaces de lograr esas transformaciones estructurales fácilmente por sí mismos.
Existen enormes necesidades mundiales insatisfechas, que podrían estimular el crecimiento. Tan solo la infraestructura podría absorber inversiones de billones de dólares, algo válido no solo para el mundo en vías de desarrollo, sino también para EE. UU., que ha
subinvertido en su infraestructura básica durante décadas. Además, el mundo entero necesita modernizarse para enfrentar la realidad del calentamiento global.
Aunque nuestros bancos hayan recuperado razonablemente su salud, han demostrado que no están en condiciones de cumplir su propósito. Brillan en la explotación y la manipulación de los mercados, pero han fracasado en su función esencial de intermediación. Entre los ahorristas a largo plazo (como los fondos soberanos patrimoniales y quienes ahorran para su jubilación) y la inversión a largo plazo en infraestructura se interpone nuestro miope y disfuncional sector financiero.
El expresidente de la Junta de la Reserva Federal estadounidense, Ben Bernanke, dijo alguna vez que el mundo sufre un «exceso de ahorro». Tal vez ese fuera el caso si el mejor uso para los ahorros del mundo fuera invertir en viviendas de baja calidad en el desierto de Nevada, pero en el mundo real hay escasez de fondos: incluso proyectos con elevada rentabilidad social a menudo no logran obtener financiamiento.
La única cura para el malestar del mundo es un aumento de la demanda agregada. Una amplia redistribución del ingreso ayudaría, al igual que una profunda reforma de nuestro sistema financiero (no solo para evitar que nos dañe a todos los demás, sino también para que los bancos y otras instituciones financieras hagan lo que deben: vincular los ahorros de largo plazo con las necesidades de inversión de largo plazo).
Pero algunos de los problemas más importantes del mundo requerirán de la inversión gubernamental. Esos gastos son necesarios en infraestructura, educación, tecnología, medioambiente y para agilizar las transformaciones estructurales necesarias en todos los rincones de la Tierra.
Los obstáculos que enfrenta la economía mundial no tienen un origen económico, sino político e ideológico. El sector privado creó la desigualdad y la degradación ambiental que ahora debemos enfrentar. Los mercados no serán capaces de solucionar ni estos ni otros problemas críticos que han creado, ni de restablecer la prosperidad por sí solos. Son necesarias políticas activas de gobierno.
Eso implica superar el fetichismo del déficit. Tiene sentido que países como EE. UU. y Alemania, que pueden endeudarse a tasas reales de interés negativas a largo plazo, lo hagan para llevar a cabo las inversiones necesarias. Del mismo modo, en la mayoría de los demás países, las tasas de rentabilidad de la inversión pública superan por mucho el costo de los fondos. Para los países que experimentan limitaciones al endeudamiento, existe una solución basada en un principio de larga data, el multiplicador del presupuesto equilibrado: un aumento del gasto gubernamental y una suba de impuestos equivalente estimula la economía. Desafortunadamente, muchos países –Francia incluida– están llevando a cabo contracciones del presupuesto equilibrado.
Los optimistas dicen que 2016 será mejor que 2015. Tal vez resulte cierto, pero solo de manera imperceptible. A menos que nos ocupemos el problema de la insuficiencia en la demanda agregada, el Gran Malestar continuará.
Traducción al español por Leopoldo Gurman.
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