Vaticano, 15 de abril de 2016
Introducción
A los 25 años de Centesimus Annus, debemos recordar el
entorno histórico, político y económico en el que San Juan
Pablo II escribió su encíclica, en conmemoración de los 100
años de la Rerum Novarum, las “cosas nuevas” de León XIII,
la que a su vez denunciaba los excesos del capitalismo
salvaje, así como la lucha de clases y el colectivismo
proclamado por el marxismo.
San Juan Pablo II escribía cuando el capitalismo liberal
aparecía como triunfante, es decir, un sistema basado en la
propiedad privada, la libre empresa y el mecanismo de
precios como asignador de recursos (CA 42).
Él afirmaba en su encíclica que la solución marxista había
fracasado, y sostenía que el capitalismo es aceptable si por
“capitalismo” se entendía “un sistema económico que
reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del
mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente
responsabilidad para con los medios de producción, de la libre
creatividad humana en el sector de la economía” (CA 42).
Proponía un papel muy limitado para el Estado, otorgándole
tan solo un riguroso rol de subsidiariedad, consistente en que
una estructura social de orden superior no debe interferir en
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la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola
de sus competencias (CA 48).
Incluso critica duramente al Estado de bienestar como Estado
asistencial, sosteniendo que provoca la pérdida de energías
humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos
(CA 48).
Análisis
A la luz de las cosas nuevas, trataré de hacer una reflexión
de lo que ha sucedido en estos 25 años en términos políticos
e ideológicos, poniendo especial énfasis en el caso
latinoamericano.
Ya desde inicios de los ochenta y frente al evidente
agotamiento de los modelos desarrollistas prevalecientes
desde la post guerra en el llamado tercer mundo, había
comenzado a imponerse un nuevo paradigma de desarrollo,
cuyos fundamentos fueron resumidos a finales de los años
ochenta en el llamado “Consenso de Washington”, debido a
que sus principales racionalizadores y promotores fueron los
organismos financieros multilaterales con sede en
Washington, así como el Departamento del Tesoro de los
Estados Unidos (Williamson, 1990).
Como consecuencia de una multimillonaria campaña de
marketing ideológico y de presiones directas llevadas a cabo
por el FMI y el Banco Mundial, los países latinoamericanos
comenzaron profundos y rápidos procesos de reformas
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estructurales basados en el aperturismo, desregulación de los
mercados y disminución del rol del Estado en la economía.
Fue incluso un neocolonialismo intelectual, pues América
Latina, la región del mundo donde en forma más rápida,
profunda y extensa se aplicaron estas reformas, para
vergüenza de los latinoamericanos, ni siquiera participó en el
mal llamado consenso.
Con el colapso del bloque soviético, y a través de una
equivocada lógica contrafactual, se legitimó no solamente el
capitalismo liberal, sino a su expresión extrema, el
neoliberalismo, al considerar el Estado mínimo como el más
adecuado para el desarrollo.
Con la ayuda de una supuestamente exacta y positiva ciencia
económica, se disfrazó una simple ideología como ciencia, y
como por arte de magia el egoísmo se convirtió en la máxima
virtud, la competencia en modo de vida, y el mercado en
omnipresente e infalible conductor de personas y sociedades.
Cualquier cosa que hablara de soberanía, planificación o
acción colectiva, debía ser desechada.
En una verdadera aberración académica, incluso se llegó a
proclamar el “fin de la historia”. El mundo tenía el mejor
sistema económico posible, el capitalismo liberal, y el mejor
sistema político posible, la democracia liberal. Cualquier
cambio solo podía constituir una regresión (Musolino, 1998).
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Inequidad
A partir del auge del capitalismo liberal y del Estado mínimo,
el mundo derivó a niveles sin precedentes de desigualdades,
al menos en tiempos modernos, lo cual está matando a la
sociedad, e incluso a la civilización. Las cifras son realmente
escandalosas e inmorales, en gran parte alimentadas por
regiones que se llaman cristianas.
En su informe “Una economía para el 1%” Oxfam señala que
en el año 2015, 62 personas tuvieron más riqueza que 3600
millones, es decir, el 50% más pobre de la humanidad.
Al dejar libres las fuerzas estructurales del capitalismo, como
sugiere el mantra neoliberal, se empuja inexorablemente a la
civilización hacia una espiral sin fin de desigualdad. Por el
contrario, la evidencia demuestra que un Estado de bienestar,
que garantice adecuados niveles de equidad, logra con mayor
probabilidad el fin último de la economía: la felicidad.
Dinamarca mantuvo su Estado de bienestar, tiene los
impuestos más altos de la Unión Europea, y acaba de quedar
nuevamente en el primer lugar en el ranking de felicidad de
las Naciones Unidas. Jeffrey Sachs, uno de los autores del
estudio, explica que ese logro se debe a una sociedad en
extremo equitativa.
En el fundamentalismo neoliberal, la famosa “mano invisible”
de la que hablaba Adam Smith, además de la supuesta
eficiencia en el uso y asignación de recursos, sería la
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encargada de lograr la mejor distribución y la mayor justicia
social. Esto es más cercano a la religión que a la ciencia. La
historia demuestra que para lograr la justicia, e incluso la
misma eficiencia, se necesita manos bastante visibles, se
requiere de acción colectiva, de una adecuada pero
importante intervención del Estado, con la sociedad tomando
conscientemente sus decisiones por medio de procesos
políticos.
La ideología neoliberal
En su parte ideológica, el paradigma neoliberal se fundamenta
en que el individuo busca su propio interés y satisfacción
personal, y que tal comportamiento, en un sistema
institucionalizado llamado “mercado libre”, da como resultado
el mayor bienestar social.
Este postulado tiene graves deficiencias técnicas, éticas y de
objetivos. Solo en un mundo idealizado de información
perfecta, ausencia de poder y bienes privados, esto es, con
rivalidad en el consumo y capacidad de exclusión, el mercado
logra la maximización del bienestar social, es decir, la famosa
“mano invisible” de Adam Smith. Obviando estos supuestos
extremos e indispensables, los economistas hemos quedado
tan solo con el asumido —y tal vez deseado— resultado final.
El mercado como asignador de recursos se limita a la
producción, intercambio y consumo de mercancías, es decir,
los bienes susceptibles de tener un precio monetario. Pero
incluso en este estrecho ámbito, un caso particular de los
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bienes existentes, sencillamente se obvia que los precios
monetarios no solo expresan la supuesta intensidad de
preferencias por un bien, sino también la capacidad de pago
de los agentes económicos.
Al destinarse los recursos a sus usos más valiosos guiados por
estos precios monetarios, se producen las aberraciones que
se observan en nuestros países, donde los escasos recursos
frecuentemente se utilizan para generar bienes suntuarios
mientras que existen necesidades apremiantes insatisfechas.
En pocas palabras, incluso dentro de la lógica dominante, el
mercado con mala distribución del ingreso es
simplemente un desastre.
Nueva división internacional del trabajo
La búsqueda de la producción más eficiente de mercancías ha
destruido bienes sociales sin un precio explícito, pero
incuestionablemente mucho más valiosos e indispensables
para el desarrollo, como los bienes ambientales.
Esto es uno de los factores fundamentales que ha provocado
una crisis ecológica sin precedentes, como lo denuncia el Papa
Francisco en su encíclica Laudato Si´ (LS 24).
En cuanto a la relación entre países, también ha creado una
nueva e injusta división internacional del trabajo. Los países
ricos generan conocimiento que privatizan, y muchos países
pobres o de renta media generan bienes ambientales de libre
acceso. En su reciente encíclica, el Papa recuerda que los
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países en vías de desarrollo están las más importantes
reservas de la biósfera y que con ellas se sigue alimentando el
desarrollo de los países más ricos. Compensando esos bienes
de alto valor pero sin precio, se podría lograr una
redistribución del ingreso mundial sin precedentes.
Pero no se trata tan solo de un problema de justicia, sino
también de eficiencia. La ciencia y tecnología no tienen
rivalidad en el consumo. En consecuencia, mientras más
personas lo utilicen, mejor. Esa es la idea central de lo que en
Ecuador hemos llamado la economía social del conocimiento.
Sin duda, la libre empresa es muy importante para la
innovación, pero se requiere una nueva forma de gestionar
las propuestas e inventos que genera.
La privatización del conocimiento es ineficiente socialmente
hablando, y una vez creado, el conocimiento debería estar
disponible para el mayor número de personas. Esto no
significa que tiene que confiscarse a los inventores, porque
existen otras formas de compensar el conocimiento sin
necesidad de privatizarlo.
Desde Rerum Novarum, la doctrina social de la Iglesia ha
reconocido la licitud de la propiedad privada, pero también
sus límites, y el destino universal de los bienes (CA 30).
Si debe existir un bien con destino universal, éste es
precisamente el conocimiento.
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Por el contrario, cuando un bien se vuelve escaso o se
destruye a medida que se consume -como la mayoría de
bienes ambientales- es cuando debe restringirse su consumo,
para evitar lo que Garrett Hardin en su célebre artículo de
1968 llamó “la tragedia de los comunes”.
La emergencia ecológica planetaria exige un tratado mundial
que declare al menos a las tecnologías que mitiguen el
cambio climático y sus respectivos efectos como bienes
públicos globales, garantizando su libre acceso. Por el
contrario, esa misma emergencia planetaria también
demanda acuerdos vinculantes para evitar el consumo
gratuito de bienes ambientales.
Incluso es necesario ir más allá y realizar la Declaración
Universal de los Derechos de la Naturaleza, como ya lo ha
hecho Ecuador en su nueva Constitución, y crear la Corte
Internacional de Justicia Ambiental, la cual debería sancionar
los atentados contra los derechos de la naturaleza y
establecer las obligaciones en cuanto a deuda ecológica y
consumo de bienes ambientales.
Nada justifica que tengamos tribunales para proteger
inversiones, para obligar a pagar deudas financieras, pero no
tengamos tribunales para proteger a la naturaleza y obligar a
pagar las deudas ambientales. Se trata tan solo de la
perversa lógica de privatizar los beneficios y socializar las
pérdidas.
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El trabajo humano
Pero no solo es importante lo que se excluye en el análisis de
mercado, es decir, todos los valores de uso sin precios
monetarios explícitos, sino también lo que se incluye como
una mercancía más: el trabajo humano.
El trabajo no es solo el esfuerzo para la generación de
riqueza, sino una forma vital de llenar nuestra existencia, y el
salario no es solo un precio: es pan, sustento, dignidad y uno
de los fundamentales instrumentos de distribución, justicia y
equidad.
El trabajo humano no es un herramienta más de acumulación
del capital. Tiene un valor ético, porque no es objeto, es
sujeto, no es un medio de producción, es el fin mismo de la
producción (LE 8).
No es posible con estas consideraciones hablar de “mercado
de trabajo”, sino más bien de sistema laboral.
La larga y triste noche neoliberal incluso dio al capital más
derechos que a los seres humanos. Si se quiere denunciar en
América Latina ante organismos internacionales un caso de
atropello a los derechos humanos, primero se tienen que
agotar las instancias judiciales del respectivo país. Sin
embargo, cualquier transnacional, sin ningún requisito previo,
puede llevar a un Estado soberano a un centro de arbitraje
para supuestamente defender sus derechos, gracias a los
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tratados de protección recíproca de inversiones impuestos en
la región.
La supremacía del trabajo humano sobre el capital es el signo
fundamental del Socialismo del Siglo XXI. Es lo que nos
define, más aún cuando se enfrenta un mundo
completamente dominado por el capital. No puede existir
verdadera justicia social sin esta supremacía del trabajo
humano, expresada en salarios dignos, estabilidad laboral,
adecuado ambiente de trabajo, seguridad social, justa
repartición del producto y la riqueza sociales.
A diferencia del socialismo tradicional, que proponía abolir la
propiedad privada para evitar la explotación del capital al
trabajo, en el caso de Ecuador, utilizamos instrumentos
modernos, y algunos inéditos, para mitigar las tensiones entre
capital y trabajo, como es el caso del salario de la dignidad.
Se puede pagar el salario mínimo para evitar un mal mayor,
el desempleo, pero ninguna empresa puede declarar
utilidades si no paga el salario digno a todos sus trabajadores
sin excepción. El salario digno es aquel que permite a una
familia salir de la pobreza con su ingreso familiar.
Globalización
Una de las causas de la precarización laboral es la supuesta
necesidad de competitividad en un mundo globalizado, que
incluye -aunque no se limita- al libre comercio.
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Sin embargo, la creencia de que el libre comercio beneficia
siempre y a todos no resiste el menor análisis teórico,
empírico o histórico, pero aunque así fuera, el principal bien
que exigen nuestras sociedades es el bien moral, y la
explotación laboral, en aras de supuestas competitividades, es
sencillamente inmoral.
En el mundo globalizado se impulsa cada vez más la liberación
financiera y de mercancías, supuestamente con base en la
Teoría de Mercado, es decir, la libre movilidad de factores y
bienes para lograr la eficiencia, pero inconsecuentemente
impide la movilidad del conocimiento y criminaliza a la más
importante movilidad: la humana.
La verdad es que se trata de una inconsistente globalización
neoliberal que no busca crear sociedades planetarias, sino tan
solo mercados planetarios; que no busca crear ciudadanos del
mundo, sino tan solo consumidores mundiales; y que sin
mecanismos de gobernanza adecuados, trae serias
complicaciones a los países más pobres y a los pobres de los
diferentes países.
Recordando a León XIII y su encíclica Rerum Novarum, pienso
en la analogía de la globalización neoliberal con el capitalismo
salvaje del siglo XVIII y la Revolución Industrial, cuando los
obreros morían frente a las máquinas porque trabajaban siete
días a la semana, doce, catorce y hasta dieciséis horas
diarias. ¿Cómo se pudo frenar tanta explotación? Con la
consolidación de Estados nacionales y a través de una acción
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colectiva que permitió poner límite a estos abusos y distribuir
de mejor manera los frutos del progreso técnico.
Esa acción colectiva mundial no existe en la globalización
neoliberal y se están produciendo excesos similares con la
precarización de la fuerza laboral de los países menos
competitivos.
En realidad, es una globalización bajo el imperio del capital -
particularmente el financiero-, que tiene como una de sus
expresiones más nocivas y antiéticas los llamados paraísos
fiscales, donde el capital no tiene rostro ni responsabilidad.
Libertad y justicia en el neoliberalismo
Con un mercado libre supuestamente se lograrían los grandes
anhelos de la humanidad: libertad y justicia. Pero la cultura y
sistema de valores neoliberales no pueden sostenerse desde
una perspectiva ética.
El neoliberalismo asume la libertad como la no intervención,
cuando libertad es la no dominación, para lo cual se
necesita precisamente acción colectiva. No puede haber
libertad sin elemental justicia. No solo aquello, en regiones
tan desiguales como América Latina, solo buscando la justicia
lograremos la verdadera libertad.
El paradigma neoliberal supone como justo cualquier
intercambio voluntario, informado y que deje en mejores
condiciones que las iniciales a los agentes involucrados, —el
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famoso better off anglosajón— y, en consecuencia, nadie
debe interferir en dicho intercambio.
Para graficar lo insostenible de este argumento presentemos
un sencillo ejemplo. Supongamos que una bella joven se
pierde en el desierto y está a punto de desfallecer de sed. De
pronto se encuentra con un caballero que le propone
proveerle de agua, siempre y cuando se acueste con él. Para
la joven, dejarse abusar es menos malo que morir, para el
caballero, acostarse con ella es mucho más valioso que el
agua. De acuerdo con el fundamentalismo neoliberal, los dos
“agentes racionales” realizan la “transacción” y ambos quedan
better off, y como fue un intercambio voluntario con adecuada
información, no cabrían juicios de valor ni necesidad de acción
colectiva alguna. Sin embargo, para cualquier persona con
algo de ética, esta situación sería sencillamente intolerable, y
quien abusó de su posición de fuerza debería ser sancionado
por la sociedad, lo cual es precisamente lo que ocurre en
cualquier colectividad civilizada.
Dada la asimetría de poder, lo que está proponiendo el
supuesto caballero de nuestra historia, se llama sencillamente
explotación. Como manifiesta John Kenneth Galbraith,
“dado que el poder interviene en forma tan total en una gran
parte de la economía, ya no pueden los economistas distinguir
entre la ciencia económica y la política, excepto por razones
de conveniencia o de una evasión intelectual más deliberada”
(Galbraith, 1972).
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Finalmente, el evangelio del neoliberalismo sencillamente nos
dice “buscad el fin de lucro y el resto se os dará por
añadidura”. Es decir, con la supuesta mano invisible, el mayor
bienestar social para todos es una consecuencia ajena a la
intención del individuo, el cual busca su propio beneficio. Sus
acciones son morales porque son útiles, contrariando a la
moral cristiana de la recta intención.
De esta forma, con el paradigma neoliberal pasamos de un
mercado basado en valores, a valores basados en el
mercado.
La economía ortodoxa define el bienestar como “la
satisfacción de necesidades asumidas como ilimitadas en un
mundo de recursos limitados”. Esta barbaridad antropológica
llevaría a concluir que no es posible encontrar una persona o
una sociedad que pueda decir “somos felices y no
necesitamos nada más”.
El supuesto positivismo del pensamiento económico
neoliberal impide cuestionar el origen o legitimidad de las
necesidades. Es decir, bajo la premisa de la “supremacía del
consumidor”, todo lo que éste busca es lo que necesita, sin
cuestionar cómo se generaron dichas necesidades, o si se
trata de carencias reales o simples deseos, y pone el énfasis
en la maximización del consumo y, como corolario, en el
crecimiento ilimitado como forma de supuestamente
aumentar cada vez más el bienestar.
Sin embargo, cada vez mayores y mejores investigaciones
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dicen que el crecimiento ilimitado es indeseable. Al intentar
medir directamente aquello llamado “felicidad”, los resultados
destrozan estos postulados. Los aumentos del PIB por
habitante, a partir de cierto umbral, no se relacionan con las
percepciones de la felicidad de un pueblo, lo cual se conoce
como la “paradoja de Easterlin”, planteada hace más de
treinta años (Easterlin, 1974).
Pero, además, el crecimiento económico ilimitado es
imposible. El análisis económico tradicional omite los límites
de la naturaleza y supone la existencia de recursos naturales
infinitos y capacidad ilimitada de asimilación del planeta.
El problema, entonces, no es la necesidad de realizar juicios
de valor y de acción colectiva, sino el absurdo de pretender
positivismo científico en una simple ideología.
Democracia
Así como un individualismo sin valores fácilmente se convierte
en codicia, un Estado sin controles, puede caer en los peligros
denunciados por San Juan Pablo II en su encíclica
Centesimus Annus (CA 48), pero la respuesta para ello no es
menos Estado, sino más democracia.
La caída del bloque soviético también produjo rápidos
procesos de democratización, especialmente en los países de
Europa del Este. Actualmente en el mundo, prácticamente
todos los países ejercen alguna forma de democracia, con
excepción de ciertos regímenes teocráticos o absolutistas.
16
Lamentablemente, más que democracia, se buscó imponer el
modelo democrático hegemónico occidental, modelo
tecnocrático, altamente institucionalizado y distanciado del
pueblo, y totalmente alejado de la realidad latinoamericana.
Los países en desarrollo tan solo pueden ser considerados en
“vía de democratización”, cuyo objetivo debe ser la imitación
de aquellas democracias europeas (Correa, 2016).
Por ello, a las democracias de Asia, África y América,
frecuentemente se las definen con adjetivos peyorativos. Sin
embargo, si la esencia de la democracia es que el pueblo
formado e informado sea el soberano, bastaría incorporar
como criterio democrático de base el de “apoyo popular al
gobierno”, para evidenciar que un país como Bolivia es mucho
más democrático que cualquier país de Europa Occidental.
Para una democracia real, la igualdad de oportunidades y la
noción de meritocracia también son esenciales. De hecho, es
la diferencia entre democracia y aristocracia. Las
grandes desigualdades que observamos, también han creado
democracias restringidas o abiertamente ficticias, donde
pareciera ser que la soberanía radica no en el pueblo, sino en
el capital.
Si caben adjetivos, las democracias occidentales debieron
llamarse “mercantiles-mediatizadas”.
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Democracias mercantiles, porque el dominio de la entelequia
del mercado fue tal, que incluso la calidad de la democracia
frecuentemente se medía por la cantidad de mercado.
Todo lo que se alejara de la lógica del mercado era llamado
“populismo”, el cual a su vez se asociaba con “demagogia”
(Correa, 2016b).
Democracias mediatizadas, porque los medios de
comunicación son un componente más importante en el
proceso político que los partidos y sistemas electorales
(Hobsbawm, 1994).
Han sustituido al Estado de Derecho con el Estado de
Opinión. No importa lo que se haya propuesto en la campaña
electoral, y lo que el pueblo, el mandante en toda
democracia, haya ordenado en las urnas. Lo importante es lo
que aprueben o desaprueben en sus titulares los medios de
comunicación.
Y aunque este es un problema planetario, en Latinoamérica -
dado los monopolios de medios, su propiedad familiar, sus
serias deficiencias éticas y profesionales, y su descarado
involucramiento en política-, el problema es mucho más serio.
Un debate fundamental es preguntarnos si una sociedad
puede ser verdaderamente libre cuando la comunicación
social, y particularmente la información, viene de negocios
privados, con finalidad de lucro, muchos de ellos sin la más
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elemental ética, y propiedad de grandes corporaciones o de
media docena de familias.
Finalmente, una democracia exige también el respeto a los
derechos humanos. Sin embargo, como una estrategia de los
poderes fácticos para inmovilizar el poder político legítimo y
verdaderamente democrático, es pretender que solo el Estado
atenta contra los derechos humanos, y que la única fuente de
corrupción es el poder político.
En realidad, cualquier poder puede atentar a los
derechos humanos. Por supuesto el poder político, pero
también el poder económico, por ejemplo, las transnacionales
farmacéuticas que por su rentabilidad condenan a la muerte a
los pobres que no pueden comprar la medicina para salvar
sus vidas; los medios de comunicación, que atentan contra
los Derechos Humanos de la reputación, intimidad, prestigio
de las personas; los poderes extranjeros, que pueden
condenar, invadir, bloquear a otros países.
La satanización del poder político en América Latina, es
una de las estrategias de inmovilización de los procesos
de cambio. Los pobres socio económicos no dejarán de ser
pobres con caridad, sino con justicia, y eso implica el cambio
en las relaciones de poder dentro de la sociedad, y para ello
se requiere captar el poder político, para así transformar las
relaciones de poder en función de las grandes mayorías, y
cambiar nuestros Estados aparentes, representando tan solo
los intereses de unos cuantos, en Estados verdaderamente
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populares, representando los intereses de las grandes
mayorías.
La democracia del consenso es una posición profundamente
conservadora que niega el conflicto, y la política sin políticos
y, peor aún, con una serie de ONGs y poderes fácticos sin
responsabilidad política, es lo más peligroso para la
democracia. Es el equivalente del "fin de la historia" con el
que nos quisieron convencer en la época neoliberal.
Sugerencias para la enseñanza social católica
El desarrollo es básicamente un problema político. La
pregunta clave es quién manda en una sociedad: ¿las élites o
las grandes mayorías?, ¿el capital o los seres humanos?, ¿el
mercado o la sociedad?
Hoy vemos un mundo bajo el imperio del capital. El gran
desafío del siglo XXI es lograr la supremacía de los seres
humanos sobre el capital.
El orden mundial no solo es injusto, es inmoral. Todo
está en función del más poderoso y los dobles estándares
cunden por doquier: los bienes ambientales producidos por
países pobres, deben ser gratuitos; los bienes públicos
producidos por los países hegemónicos, como el
conocimiento, la ciencia y la tecnología, deben privatizarse y
ser pagados. Cada vez se busca mayor movilidad para bienes
y capitales, pero se impide la difusión del conocimiento y se
criminaliza la movilidad humana.
20
Como dice el Papa Francisco, la política no debe someterse a
la economía y ésta no debe someterse a los dictámenes y
paradigmas de la tecnocracia (LS 189).
La economía no es una ciencia exacta, y la supuesta teoría
económica es muchas veces un asunto de moda y tan solo la
opinión dominante, e incluso ideología disfrazada de ciencia,
como en el caso del Consenso de Washington y el
neoliberalismo.
San Juan Pablo II reconoce la positividad del mercado y de la
empresa (CA 43). Los mercados son una realidad
económica, pero debemos tener sociedades con mercado, y
no sociedades de mercado, en donde vidas, personas y la
propia sociedad se convierten en una mercancía más. El
mercado es un gran siervo, pero es un pésimo amo.
El Estado es la representación institucionalizada de la
sociedad, por medio del cual realiza la acción colectiva, y la
política, la forma racional de tomar las decisiones para esta
acción.
Por ello, el legítimo poder político es indispensable, y no hay
nada más pernicioso para la democracia que actores políticos
sin responsabilidad política ni legitimidad democrática.
El Estado mínimo como sinónimo de modernización y
progreso no resiste ningún análisis. El mercado libre es
absolutamente insuficiente, frecuentemente ineficiente, y
propone una escala de valores que pueden atentar contra el
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desarrollo, todo lo cual verifica la necesidad de la acción
colectiva. El rol del Estado es fundamental para el
desarrollo y no puede ser considerado subsidiario.
No existe fin de la historia. Los dos extremos, el estatismo
marxista y el Estado mínimo neoliberal han fracasado.
Demasiado estatismo mata al individuo, pero, de igual
manera, demasiado individualismo mata a la sociedad, y
ambos son necesarios para el buen vivir.
¿Hasta dónde ir? Este es el problema institucional que ha
definido las ideologías de base en los últimos doscientos
años, y cada país deberá definir sus instituciones -hasta
dónde llevar la acción colectiva, hasta dónde llevar el
individualismo-, de acuerdo a su realidad.
Cualquier intento de sintetizar en principios y leyes simplistas
-llámense éstas el materialismo dialéctico o el egoísmo
racional- procesos tan complejos como el avance de las
sociedades humanas, está condenado al fracaso. La ciencia, la
tecnología, y la innovación, frutos del talento humano, han
sido a través de la historia el factor fundamental para el
desarrollo, independientemente del sistema institucional
utilizado. Los adelantos científicos y tecnológicos pueden
generar mucho más bienestar y ser mayores motores de
cambios sociales que cualquier lucha de clases o la búsqueda
del lucro individual.
El desarrollo de la agricultura convirtió a la humanidad de
nómada en sedentaria, la revolución industrial la transformó
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de rural en urbana, y, mucho más recientemente, el
espectacular avance de las tecnologías de la información
transformó a las sociedades industriales en sociedades del
conocimiento.
Los sistemas políticos, económicos y sociales que
prevalecerán en el futuro, serán aquellos que permitan el
mayor avance científico y tecnológico, pero también, su mejor
aplicación, no para unos cuantos, sino para el bien común.
El principio aparentemente pragmático de la privatización del
conocimiento, además de su ineficiencia social, no es otra
cosa que el sometimiento de los seres humanos al capital.
La Iglesia no tiene modelos que ofrecer, pero sí valores
que defender, y es claro que se pueden excluir ideologías y
modelos que atenten contra fundamentales valores como la
moral de la recta intención, la justicia y la verdadera libertad.
La caída del muro de Berlín y el colapso del bloque soviético
sin duda fue la expresión del fracaso del socialismo como
estatismo, pero se la entendió como la reivindicación del
capitalismo como neoliberalismo. Con el comunismo se quiso
lograr la equidad, pero uno de los graves errores cometidos
fue olvidar la equidad por rechazar el comunismo.
La superación de la inequidad y con ello de la pobreza es el
mayor imperativo moral que tiene la humanidad, ya que
por primera vez en la historia y particularmente en nuestra
América, la pobreza no es fruto de escasez de recursos o
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factores naturales, sino consecuencia de sistemas injustos y
excluyentes. La fundamental cuestión moral es,
entonces, la cuestión social.
Este fue uno de los principales postulados de la llamada
“Teología de la Liberación”, elaboración básicamente
latinoamericana, que proponía a la Iglesia también como
sujeto histórico, llamada a implantar aquí en la tierra el Reino
de Dios, entendido como un reino de justicia.
Sin negar las desviaciones doctrinarias que tuvieron ciertas
ramas de la Teología de la Liberación, rescataba la
horizontalidad de la Iglesia, tan necesaria en el mundo de
hoy; la opción preferencial por los pobres, indispensable
deber del cristiano, sobre todo en América Latina; y buscaba
superar el asistencialismo por justicia, para enmendar las
estructuras injustas que producen la pobreza socio
económica, lo cual conducía a la acción política, sin partidos ni
ideologías, pero con principios, valores e ideales.
Finalmente, tal vez el principal problema de un sistema
basado en el egoísmo racional, sin acción colectiva ni juicios
de valor, es que lleva al consumismo.
Como dice el papa Francisco en su encíclica Laudato Si´, El
mundo del consumo exacerbado es al mismo tiempo el mundo
del maltrato de la vida en todas sus formas (LS 230).
Debemos ensayar una nueva noción de desarrollo, como el
Sumak Kawsay o Buen Vivir de nuestros pueblos andinos, que
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no significa tener más cada día, sino vivir con dignidad, en
armonía con uno mismo, con los demás seres humanos, con
las diferentes culturas, y en armonía con la naturaleza.
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