Una nota reciente de Santiago Alba Rico examina lo que, a su juicio, constituye un grosero error de interpretación de “conocidos militantes anti-imperialistas latinoamericanos” que, como el que suscribe esta nota, piensan que el asesinato del embajador de Rusia en Ankara es, en términos objetivos, una “respuesta” al creciente protagonismo de ese país en el sistema internacional. [1] En su escrito Alba Rico incurre en una serie de equivocaciones que no pueden ser pasadas por alto y que es preciso señalar y corregir. Dado que para ilustrar ese diagnóstico equivocado, según nuestro autor, se toman textualmente algunos pasajes o expresiones de un artículo de mi autoría publicado poco antes en este mismo medio siento, a los efectos de evitar confusiones entre los lectores, la necesidad de formular algunas precisiones. [2] Seré breve, pese a la amplitud de la temática, para poner en cuestión algunas líneas esenciales de la argumentación de nuestro autor.
1. Jamás he dicho, ni conozco alguien que lo hubiera hecho, que la sola puesta en aprietos a la dominación norteamericana en el tablero de la geopolítica mundial se corresponda automáticamente con un ataque al capitalismo y el avance de la revolución, la democracia y los derechos humanos en todo el mundo. No hay automatismos ni determinismos en la dialéctica de la historia, de modo que aquella ecuación debe ser descartada de antemano.
Pero, por otro lado, no se puede ignorar el papel crucial, indispensable, insustituible, de Estados Unidos en la reproducción y mantenimiento global del capitalismo. Derrotas o retrocesos de Washington en el tablero de la política internacional no necesariamente abren las puertas a la democracia y los derechos humanos, pero cuando el sostén fundamental –o el “sheriff solitario”, para usar la expresión de Samuel P. Huntington- del capitalismo mundial y de los despotismos que asolaron al mundo desde finales de la Segunda Guerra Mundial experimenta un traspié eso, en principio, es una buena noticia porque se abre una pequeña fisura en un muro herméticamente sellado. ¿O acaso la derrota de EEUU en Vietnam no significó un avance democrático y en materia de derechos humanos en ese país devastado por once años de bombardeos norteamericanos? Y el reflujo de la influencia norteamericana experimentado por Washington en América Latina desde la elección de Hugo Chávez Frías a la presidencia de Venezuela, en Diciembre de 1998, ¿no inauguró acaso un ciclo que, con todos sus defectos e insuficiencias, podríamos caracterizar como virtuoso y positivo para nuestros pueblos? Y las revoluciones en el mundo árabe, que derrocaron a las tiranías de Ben Ali y Hosni Mubarak en Túnez y Egipto, fieles sirvientes de la hegemonía norteamericana en la región, ¿no nutrieron la esperanza –lamentablemente frustrada después- de un nuevo comienzo?
2. En su nota nuestro autor incurre en un grave error desgraciadamente muy extendido en el campo de las izquierdas: habla de “los imperialismos”, así, en plural. Pero el imperialismo es uno sólo; no hay dos o tres o cuatro. Es un sistema mundial que, desafortunadamente, cubre todo el planeta. Y ese sistema tiene un centro, una potencia integradora única e irreemplazable: Estados Unidos. Tiene el mayor arsenal de armas de destrucción masiva; controla desde Wall Street la hipertrofiada circulación financiera internacional; decreta la extraterritorialidad de las leyes que sanciona su Congreso e impone sanciones a terceros países que incumplen las leyes estadounidenses; controla a su antojo los flujos de comunicaciones que se procesan a través de la Internet y la telefonía a escala mundial; dispone de un fenomenal aparato de propaganda –sin rivales en el mundo- con epicentro en Hollywood; casi la mitad del presupuesto militar mundial y según sus propios expertos, cuenta con algo más de un millar de bases militares instaladas en los cinco continentes. ¿Cuáles son los “otros imperialismos” que compiten con este? Como latinoamericano preguntaría a los cultores de la teoría de la “pluralidad de imperialismos” que por favor me digan cuantas bases militares tienen rusos y chinos en América Latina y el Caribe. La respuesta es cero, contra ochenta de Estados Unidos y sus compinches de la OTAN.
Que me digan cuántos golpes de estado o procesos de desestabilización pusieron en marcha Moscú y Beijing en esta parte del mundo, contra los más de cien que tuvieron su origen en Washington. O que me digan quién arrebató la mitad de su territorio a México: ¿habrán sido los rusos, los chinos, Irán quizás? ¿Cuántos presidentes o prominentes líderes políticos y sociales de la izquierda fueron asesinados por órdenes de Rusia y China? Respuesta: ninguno. ¿Y Estados Unidos? La lista sería interminable. Mencionemos apenas algunos de los más conocidos: Augusto Cesar Sandino, Farabundo Martí, los jesuitas en El Salvador y también en ese país Monseñor Oscar Arnulfo Romero, Salvador Allende, Orlando Letelier, los generales constitucionalistas chilenos René Schneider y Carlos Prats González, el ex presidente boliviano Juan José Torres, Omar Torrijos, Jaime Roldós y los miles detenidos, desaparecidos y asesinados en el marco de la “Operación Cóndor.” Confieso que a medida que escribo y rememoro estos datos siento una creciente indignación ante los crímenes del imperialismo y, también, ante la incomprensión de algunos camaradas de la izquierda de las elocuentes lecciones de nuestra historia que los deberían inducir a ser mucho más rigurosos a la hora de hablar sobre el imperialismo. Con estos antecedentes a la mano la sola idea de una pluralidad de imperialismos no es otra cosa que un disparate, una frase hueca, un auténtico nonsense que ofusca la visión de lo que ocurre en el mundo real.
3. No entiendo la extraordinaria centralidad que Alba Rico le atribuye a Siria en los asuntos mundiales. Menos todavía que este sufrido país sea “la vía muerta de la revolución democrática que comenzó en 2011”, o que haya sido Damasco quien le devolvió “protagonismo a las dictaduras”, o la “fuente contaminante” de la desdemocratización. Francamente, no lo comprendo. Menos aún que se diga que Rusia e Irán, al igual que hiciera EEUU en América Latina o Vietnam, utilizaron “todos los medios a su alcance para sostener hasta el límite a un tirano asesino” como Bashar –al Assad. Rusia, y en mucho menor medida Irán, intervienen cuando la destrucción del país parecía inexorable ocasionada, precisamente, por Washington y sus aliados. Lo hacen cuando la tragedia humanitaria desencadenada por …. ¿la pasión norteamericana por la democracia y los derechos humanos o por sus imperativos geopolíticos? se ensañó contra ese pueblo para inventar una “guerra civil”, como hicieron en Libia, derrocar a Assad, aislar a Irán privándolo de su único aliado significativo y facilitar el asalto final contra la República Islámica. Para ello la Casa Blanca reclutó –con la inestimable ayuda del Reino Unido, Arabia Saudita e Israel- un ejército de mercenarios a los cuales la prensa occidental, alentada desde Washington por la por entonces Secretaria de Estado Hillary Clinton, exaltó hasta convertirlos (como antes a la siniestra “contra” nicaragüense y después a los bandidos apostados en Bengasi, que culminarían su cruzada democratizadora linchando a Gadaffi y desmembrando a ese desdichado país) en virtuosos “combatientes por la libertad”.
Fue la propia Clinton quien luego reconoció que “nos equivocamos al elegir a nuestros amigos”. ¿Cuándo lo dijo? Cuando Estados Unidos ya no pudo proseguir –por completamente infundada- con su campaña de acusaciones sobre el programa nuclear iraní y la Casa Blanca tuvo que cambiar de táctica. Ellos sabían, como todo el mundo, que el único país que tiene armas nucleares en Oriente Medio es Israel, pero eso no es problema para Washington y sus peones europeos. Al cambiar de táctica, al caerse aquel pretexto para la ofensiva norteamericana, los delincuentes plantados en territorio sirio se autonomizaron de sus antiguos jefes y protectores y una parte de ellos dio nacimiento al Califato y a diversas variantes del yihadismo, se dedicaron a degollar y decapitar infieles, robar petróleo y, con el beneplácito de Washington, comenzar a venderlos a treinta dólares el barril, para debilitar -¡de pura casualidad nomás, no hay que ser mal pensados!- a tres enemigos de Washington: Rusia, Irán y Venezuela, grandes exportadores de ese precioso recurso. El más elemental análisis de la situación no puede sino concluir que Siria, por lo tanto, no es -¡jamás podría haber sido!- la causante de la “desdemocratización” del planeta sino un despedazado país destruido casi por completo por el imperialismo, y que gracias a la intervención de Rusia se puso temporario fin a una masacre promovida y consentida por la metrópolis imperialista y sus secuaces. Que la injerencia de Rusia haya estado motivada por intereses geopolíticos propios porque en Tartus, Siria, se encuentra la única base militar rusa existente fuera de su propio territorio, no quita que con su intervención militar se han salvado miles de vida mientras que las potencias occidentales –y los intelectuales sometidos a su hegemonía- se prodigaban en ejercicios meramente retóricos o en huecos discursos lamentando la tragedia pero sin ofrecer la más mínima alternativa. Una testigo presencial de esta tragedia en Alepo, la monja Guadalupe Rodrigo, lo manifestó con una rotundidad y sensatez que me encantaría hallar en los escritos de tantos analistas cuando dijo que “lo que está sucediendo en Siria está muy lejos de ser una guerra civil. Si hubiera que ponerle una etiqueta sería más bien una invasión.” [3]
4. Lo anterior no significa que Assad represente ni de lejos un ideal político para la izquierda. La insinuación de que quienes se oponen a la sangrienta política norteamericana en Siria son admiradores de un personaje como Assad o de un modelo político como el imperante en Siria es un insulto que carece por completo de fundamento. La afirmación de que “la democracia ha muerto. Los DDHH –apenas una buena idea– pertenecen al pasado. Assad, gran triunfador, es el modelo; y a la izquierda impotente y vencida le gusta ese modelo porque incluso en EEUU se ha impuesto, como ellos querían, un protodictador” es asombrosa, por lo injusta e injuriosa.
Lo menos que debería hacer Alba Rico al lanzar una acusación tan tremenda es tratar de fundamentarla, diciendo cuál teórico de la izquierda, o cuáles fuerzas de esa orientación han manifestado su “gusto” por el modelo sirio o su alborozo por la elección de Donald Trump. La izquierda, en sus distintas variantes, ha sido siempre la enemiga jurada del fascismo y el baluarte de los procesos de democratización en todo el mundo. ¿O cree nuestro autor que los capitalismos democráticos lo son porque la burguesía y la derecha se propusieron alguna vez en algún país construir un orden democrático? ¿Quién si no la izquierda fue la protagonista de las grandes luchas democráticas en todo el mundo? Por eso cuando le adjudica la “responsabilidad en este proceso de desdemocratización”, cosa que le parece innegable y reprobable, incurre en un gravísimo yerro y, además, lanza una ofensa gratuita a millones de gentes que en los cinco continentes y desde la izquierda se juegan la vida para construir un mundo mejor, un orden democrático donde imperen la libertad, la justicia y los derechos humanos. Agravio que, por otra parte, se construye a partir de un rotundo error de interpretación histórica, a saber: afirmar que “el fascismo clásico fue el resultado de y acompañó a un proceso de desdemocratización radical, exactamente igual que ahora.” La relación causal fue exactamente la inversa: el fascismo fue, según Clara Zetkin, un castigo porque el proletariado fracasó en su intento de realizar la revolución y, añadimos nosotros, una represalia por los desafíos planteados por la radicalización del impulso democrático en los años de la primera posguerra y, después, en el marco de la Gran Depresión. Su respuesta fue desdemocratizar al orden político instaurando la dictadura desembozada de la burguesía. Esta tesis fue defendida desde un principio por la Tercera Internacional y reafirmada en los escritos de -aparte de la ya mencionada Zetkin- León Trotsky, Karl Radek, Ignazio Silone, Antonio Gramsci y Palmiro Togliatti, entre otros.
5. Recapitulando: el imperialismo es un sistema que lo podemos representar con tres círculos concéntricos. En su núcleo fundamental hay un país, Estados Unidos, que es quien ejerce la función dirigente y dominante. Luego hay un segundo anillo formado por los estados vasallos del capitalismo desarrollado, con quienes Washington mantiene relaciones que en algunos temas puntuales pueden dar origen a tensiones y contradicciones pero que, ante una amenaza sistémica se agrupan rápidamente en torno a los dictados de la Casa Blanca y se convierten en dóciles peones de las más siniestras decisiones que pudieran emanar de Washington. Por ejemplo, después del 11-S, países europeos cuyos dirigentes están siempre prestos a pontificar sobre la importancia de los derechos humanos colaboraron en viabilizar los “vuelos secretos” de la CIA transportando presuntos terroristas hacia “lugares seguros” en donde torturarlos y desaparecerlos, fuera del alcance de la legislación estadounidense. [4] Para Zbigniew Brzezinski evitar “la confabulación de los vasallos”, es decir, de este segundo círculo, “y mantener su dependencia en cuestiones de seguridad” es uno de los tres principales objetivos del imperio. La OTAN es la expresión más nítida de la aplicación de este principio. El tercer círculo del sistema imperial está constituido por las naciones de la periferia o semi-periferia capitalista, es decir, ese vasto y tumultuoso “tercer mundo” formado por las naciones de Asia, África y América Latina y el Caribe, que es preciso, siempre según Brzezinski, mantener bajo control. [5]
Por consiguiente, cualquier proceso de debilitamiento del núcleo duro del imperialismo, Estados Unidos, o de su segundo círculo, los vasallos, es en principio auspicioso que tendrá, como contrapartida, la violenta reacción de Washington. Que ello finalmente madure en una dirección correcta y en algunos países dé nacimiento a un proceso democrático y emancipador ya es otra cuestión y dependerá, como todo, de la inteligencia y voluntad con que las fuerzas sociales y políticas del campo popular encaren la lucha de clases y se aprovechen de los cambiantes equilibrios geopolíticos internacionales. La emergencia de actores cada vez más poderosos en la estructura internacional -la irrupción de China, el retorno de Rusia, el lento pero irreversible ingreso de la India, la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) y los BRICS, para señalar apenas los más importantes- está dando lugar a un naciente multipolarismo que si bien no puede ser caracterizado como intrínsecamente anti-imperialista modifican, a favor de los pueblos, las condiciones objetivas bajo las cuales se libran las luchas por la democracia, la justicia y los derechos humanos en la periferia con independencia de los rasgos definitorios de los regímenes políticos imperantes en China, Rusia, la India o cualquier otro actor involucrado. Esa es la clave para entender la violenta reacción norteamericana ante ese nuevo orden emergente, que erige barreras intolerables a su pretensión de supremacía incontestada. La historia latinoamericana y caribeña de los últimos años no habría sido posible de haber persistido el unipolarismo que siguió a la implosión de la Unión Soviética. Puede no ser de agrado para nuestro autor, pero sí lo ha sido para todos los líderes y movimientos populares de América Latina y el Caribe, desde Fidel y Chávez hasta Lula y Kirchner que ha visto ampliar sus márgenes de maniobra en la complejidad de la nueva realidad internacional. No es lo ideal, como hubiera sido un insólito florecimiento del socialismo, la democracia, la justicia y los derechos humanos en el capitalismo desarrollado. Pero lo que hemos visto ha sido exactamente lo contrario. Y en el mundo que realmente existe será preciso que avancemos en nuestras luchas sin esperar el advenimiento de aquellos cambios en el primer mundo.
6. Nuestro autor pone término a su nota extremando el pesimismo que impregna toda su argumentación. Declara, resignadamente, que “ya no hay alternativa sistémica, ni siquiera imaginaria.” No creo que en una amable conversación personal (como la que sostuve con él más de una vez en el pasado) pudiera decir algo semejante. Creo que tal vez la sorpresa al comprobar como muchos de sus amigos latinoamericanos interpretaban lo ocurrido en Ankara y la premura de la crítica lo llevó a escribir algo que podría ser visto como una reformulación, en términos filosóficamente aún más radicales, de la absurda tesis de Francis Fukuyama sobre el fin de la historia. Estoy seguro que Alba Rico no adhiere a esa tesis. Sin embargo es indudable que las dificultades con que tropieza la creación de una alternativa sistémica al capitalismo global son inmensas. Estados Unidos construyó el imperio más poderoso que jamás haya existido en la historia de la humanidad. Sus dispositivos de hegemonía y dominación son formidables; su capacidad de control y sometimiento también. Pero el inicio de su decadencia ya es inocultable. Lo reconocen los propios mandarines del imperio así como los estrategas del Pentágono y la CIA. Y, también es cierto, que hoy no se avizoran las formas concretas que podría asumir una alternativa sistémica. Pero sí sabemos, a ciencia cierta, que el capitalismo está llegando a su límite porque tal como lo asegurara el Comandante Fidel Castro Ruz en la Cumbre de la Tierra en Río, en 1992, su reproducción está destruyendo las condiciones medioambientales que hicieron posible la aparición de la vida humana en el planeta Tierra. El ecosocialismo ha aportado agudas reflexiones y muchos datos concretos sobre esta insoluble contradicción entre capitalismo y naturaleza. Y los pueblos están a la búsqueda de alternativas, tanto reales como imaginarias, sin esperar a que los intelectuales las inventemos. Las aportaciones de las etnias originarias de América Latina y el Caribe sobre el “buen vivir” son una prueba de ello. La idea de que “otro mundo es posible” ha ganado millones de adeptos en todo el mundo. La gravedad de la irresuelta crisis general del capitalismo, estallada hace ya más de ocho años, hizo posible que en Estados Unidos, en Europa, en el Sudeste asiático y en Canadá grandes manifestaciones populares adopten como consigna unificadora la crítica al capitalismo, algo inimaginable hasta hace unos pocos años cuando al capitalismo ni siquiera se lo nombraba. Bertolt Brecht dijo una vez que el capitalismo era un caballero que no deseaba ser llamado por su nombre. Su anonimato lo invisibilizaba y de ese modo ocultaba su carácter de régimen social de explotación. Ahora se lo nombra y se lo escribe y, en un desarrollo tan inesperado como promisorio, se lo leía en las pancartas de los jóvenes norteamericanos del Occupy Wall Street, y en las de los españoles del 15-M que no sólo denunciaban al capitalismo sino que hacían lo propio con la farsa democrática que éste había montado y que había perdido toda legitimidad.
En un mundo en el que, según las conocidas cifras divulgadas por Oxfam, el 1 por ciento más rico del planeta posee más riquezas que el 99 por ciento restante es inviable, no ya en el largo sino en el mediano plazo. La apelación que la derecha mundial hace al neofascismo global es un síntoma de su impotencia y demuestra la gravedad de la amenaza difusa, por ahora inorgánica, que plantea la protesta de los oprimidos y, por ende, de la izquierda. Es cierto que lo que se vislumbra no es lo que quisiéramos. En mi caso, me gustaría una reedición de la triunfal entrada del Movimiento 26 de Julio a La Habana en cada rincón del planeta. Eso no está en el horizonte, pero el lento pero progresivo desmoronamiento del orden imperial ofrece la oportunidad de intentar construir ese mundo mejor que todos anhelamos. Los formatos clásicos de la revolución son productos históricos. Esperar ahora el cañonazo del Aurora para dar la señal para el comienzo de la revolución bolchevique es un anacronismo, un canto a la melancolía. Pero aunque no se lo vea el viejo topo de la revolución sigue trabajando, con ahínco paralelo al desenvolvimiento de las insolubles contradicciones del sistema capitalista. Y la morfología de esa futura revolución es impredecible. Como lo fue la Comuna para Marx y Engels en 1871; como lo fueron los Soviets en 1917; como lo fue la guerrilla en Cuba en la segunda mitad de los cincuentas; o el vietcong en Vietnam en los años sesentas y setentas. Las revoluciones nunca copian, son siempre creaturas originales. El hecho de no poder divisar los perfiles precisos de la rebelión en ciernes no significa que esta no exista. Parafraseando a Gramsci concluimos diciendo que en coyunturas como las actuales el pesimismo de la inteligencia no debería ser el recurso que sofoque el optimismo de la voluntad sino un estímulo para perfeccionar nuestros métodos de análisis social, de tal suerte que nos permitan vislumbrar en los entresijos del viejo orden en crisis los actores emergentes y las semillas de la nueva sociedad.
Atilio A.Borón
Notas:
[1] “ Alepo, Ankara, Berlín: geopolítica del desastre”, en Rebelión, 22 Diciembre 2016. http://www.rebelion.org/noticia.php?id=220751
[2] “De Sarajevo a Ankara”, en Rebelión, 20 Diciembre 2016. http://www.rebelion.org/noticia.php?id=220659
[3] “Una guerra planeada en un escritorio”, en http://www.mdzol.com/nota/710319-monja-argentina-en-alepo-siria-una-guerra-planeada-en-un-escritorio/
[4] Hemos examinado ese tema en Atilio A. Boron y Andrea Vlahusic, El lado oscuro del imperio. La violación de los derechos humanos por Estados Unidos (Buenos Aires: Ediciones Luxemburg, 2009), pp. 57-61.
[5] Cf. su El gran tablero mundial. La supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos (Buenos Aires: Paidós, 1998).