jueves, 15 de enero de 2015

«Los padres que quieran hijos felices tendrán adultos esclavos de los demás»


Día 15/01/2015 - 12.21h

El filósofo navarro advierte que la sociedad no tratará a los niños por el grado de felicidad que tengan, sino por aquello que sepan hacer.

Para el filósofo Gregorio Luri, buen conocedor del mundo educativo, y autor de «Mejor Educados» (Ariel), es mucho más sensato enseñar a nuestros hijos a superar las frustraciones inevitables que hacerles creer en la posibilidad de un mundo sin frustraciones. Luri, además, es especialmente crítico con aquellos que desean hijos felices. «Primero, yo creo que lo que hay que hacer es amar a la vida, no a la felicidad. Y no se puede amar a las dos al mismo tiempo. Porque la felicidad solo se puede conseguir jibarizando a la vida. Es decir, por medio de la idiocia. Además, no creo que existan los niños felices». Así lo asegura el ensayista navarro para quien la infancia no solo no es feliz, sino que suele ser una edad «terrible». «La vida es muy compleja. Otra cosa es que pueda haber momentos de gran alegría en la infancia. Pero también puede haberlos diez minutos antes de tu muerte», advierte. «Eso sí, teniendo también claro que no queremos hijos infelices y que lo contrario de la felicidad no es la infelicidad», matiza.
—A cualquier padre que se le pregunte responde que quiere un hijo feliz. Y es abrumadora la sobreoferta de obras de psicología y de noticias que indican el camino más corto para llegar a la felicidad.
—A esos padres les pediría que abrieran los ojos y que me dijeran qué ven. La vida es compleja, llena de incertidumbres, y con un sometimiento terrible al azar. Estoy empezando a pensar que hay un sector de educadores postmodernos que se han convertido en el aliado más fiel de la barbarie, que lo que hacen es ocultar la realidad y sustituirla por una ideología buenista, acaramelada, y de un mundo de «teletubbies». Personalmente, me resultan más atractivas la valentía y el coraje de afirmar la vida. Tenga usted un hijo feliz y tendrá un adulto esclavo, o de sus deseos irrealizados o de sus frustraciones, o de alguien que le va a mandar en el futuro. Personalmente, me resulta mucho más atractiva la valentía, el coraje de afirmar la vida. Algo que ha sido, por otra parte, la gran tradición occidental desde Homero hasta hace dos días: Querer a la vida a pesar de que esta es injusta, tacaña, austera. No querer a la vida porque encontramos la forma de diluirnos todos en un acaramelamiento que hasta me parece soez. Ahora la felicidad se entiende como un recorte de las aspiraciones.
—Tampoco queremos hijos infelices.
—En absoluto, eso sería de juzgado de guardia. Hay que tener claro que lo contrario de la felicidad no es la infelicidad, es la realidad. Hay que asumir la complejidad del mundo. Como seres humanos nuestro deber no es ser felices, es desarrollar nuestras capacidades más altas. Y la felicidad es una ideología que milita contra esto. ¿Por qué? Por la simpleza de nuestros teóricos, que nos llevan a una felicidad en cursivas. Procure que sus hijos no sean infelices, y después enséñeles la realidad, a sobrellevar sus frustraciones, a sobrellevar un no. Estamos creando niños muy frágiles y caprichosos, sin resistencia a la frustración, y además convencidos de que alguien tiene que garantizarles la felicidad. Y si alguien no se la garantiza, se encuentran ante una desgracia metafísica. Porque cuando nuestros hijos salgan al mercado, la sociedad no les va a medir por su grado de felicidad, sino por aquello que sepan hacer, que es exactamente lo que se le pide a las personas con las que nos relacionamos. Cuando vamos al dentista, no nos importa que sea feliz, sino que sea profesional en lo que hace. Si necesitamos un fontanero, querremos que sea eficiente, rápido, y a ser posible barato. Hombre, si es amable, mejor. Pero desde luego no vamos a valorar si es un fontanero feliz. Además, me parece muy sano que nuestras relaciones sociales, especialmente con los desconocidos, no estén mediadas más que por su profesionalidad, sin necesidad de estar pendientes de la emotividad.
—En su libro «Mejor educados» tiene un capítulo que reza: «Desconfíe del profesor que quiere hacer feliz a su hijo». ¿También de la escuela?
—De las que prometen «experiencias». Una escuela lo que tiene que ofrecer es la posibilidad de realizar trayectorias, no experiencias. Y en el caso concreto de los niños pobres, la posibilidad de cambiar de trayectoria, de liberarse, y de abrirse puertas. Si vuestros hijos van a una de esas escuelas en las que Bucay es el intelectual de referencia, competir está prohibido, cuando juegan, todos ganan y nadie pierde, y se considera más importante educar emocionalmente que enseñar álgebra, entonces, manteneos vigilantes. El mundo, sea lo que sea, no es un fruto de nuestro deseo. Y está muy bien que no sea así, porque si no cada uno tendríamos el nuestro. Y la realidad es aquello que un escritor catalán decía: «Ante la realidad, siempre se está en primera fila». Esto hay que saberlo. Y de todas formas, te llevas unos cuantos sopapos en la vida. Lo cierto es que hay que estar listo para eso. Pero... ¿para qué estamos preparando nosotros a nuestros hijos? Para ser felices, mientras las madres «tigre» chinas, por ejemplo, entrenan a sus hijos para que sean capaces de ir a cualquier universidad del mundo. Nos puede parecer que son demasiado estrictas, pero la realidad de los resultados de sus hijos nos obliga a no hacer demasiadas bromas con ellas, porque existe la posibilidad de que en el futuro sean los jefes de los nuestros. ¿Conclusión? Queramos hijos felices, que tendremos que ir con nuestro currículum de la felicidad a buscar trabajo en empresas chinas.
—En este sentido, usted aboga por las escuelas tradicionales, frente a otras modernidades pedagógicas. ¿Por qué?
—Mire, hay escuelas, tanto públicas como privadas, que ponen gran entusiasmo en dejar bien claro que no son tradicionales. Viven en la fantasía de que una escuela no puede ser buena si no ha roto con la tradición pedagógica. Quieren ser exclusivamente escuelas del siglo XXI. No es raro que se definan a sí mismas con fórmulas retóricas muy sofisticadas detrás de las cuales no hay ningún contenido claro. Pienso en la psicología positiva, la educación emocional, las inteligencias múltiples... etcétera. Frente a esto, están las escuelas tradicionales, llenas de imperfecciones sí, pero que acumulan una larga experiencia de ensayos y de errores que deberíamos tener en cuenta antes de jugarnos la educación de nuestros hijos a la única carta de nuestra ingenuidad. Es más, con frecuencia la pedagogía beata añade a su propuesta de hacer felices a los niños algo que parece más serio: «hacerlos mejores personas». ¿Pero se puede puede ser mejor persona sin conocimientos, sin capacidad para mantener la atención, sin competencias, sin hábitos? Piense usted en su propio mundo antes de responder a esta pregunta: ¿Se puede ser creativo sin tener conocimientos? ¿Y la memoria, es un estorbo para tener conocimientos?
—Los padres de ahora, ¿son demasiado flexibles con sus hijos?
—No, lo que están es perplejos. Y existen elementos objetivos para su perplejidad. En contra de lo que se dice de que los padres han dimitido, pienso que están más preocupados que nunca, quizá demasiado. En este sentido, soy partidario de reformular los derechos de los niños. El primero de todos sería que los hijos tienen derecho a tener unos padres tranquilos, que no estén continuamente preocupados, pendientes de qué tienen que hacer en el momento en que se encuentran sus hijos. Segundo, que tienen derecho a tener unos padres imperfectos. Porque así tienen relación con seres humanos. Voy a decir algo que me parece esencial: ser adulto, o hacerse adulto, es aprender a querer a los que te rodean a pesar de que estén llenos de faltas. La clave de todo esto de la felicidad es una ideología muy extraña que considera que la vida es un conjunto de problemas, cuya respuesta nos la puede dar no sé qué sabiduría, y en el momento en que tengamos respuesta a esa sabiduría seremos felices. Eso es un cuento chino.

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