Opinión: José Luis de Zárraga
El sistema no se discute, este es el principio básico de las políticas económicas. El sistema capitalista, fundado en el mercado libre, no está en cuestión. No debe ponerse en cuestión porque -dicen- es el único sistema que funciona. Quienes lo ponen en cuestión deliran, viven en un mundo imaginario. Es innegable que no es perfecto, porque periódicamente entra en crisis; pero las crisis son transitorias y, cuando el sistema las supera, funciona establemente, con racionalidad y con eficiencia, y beneficia a todos.
Nada de esto es cierto. Los mercados libres, fundamento teórico del sistema capitalista, no existen ni han existido nunca. El sistema es inestable y muy ineficiente. Es irracional. Su balance social, en conjunto, ofrece más pérdidas que beneficios; y casi todas las pérdidas, en un lado, el de la mayoría, y los beneficios, en otro.
La autorregulación y el equilibrio del mercado, en el que se funda la supuesta eficiencia del sistema, no es una abstracción conceptual legítima, sino un embaucamiento sofisticado. Todos los modelos de los economistas liberales se basan en presuposiciones muy irreales respecto al comportamiento de los individuos y los agentes económicos. Dicen que eso no importa, si los modelos construidos a partir de esas presuposiciones teóricas permiten explicar y anticipar los fenómenos del mercado. Los modelos serían acertados, no porque las presuposiciones sean realistas, sino porque aciertan cuando se aplican a la realidad económica.
Este razonamiento tiene un pequeño fallo: que no se verifica en la realidad. Los modelos económicos liberales -y sus presuposiciones irrealistas- corren detrás de la realidad; cuando esta se detiene, la alcanzan; cuando esta se mueve, el modelo la pierde de vista.
El capitalismo ha impuesto la creencia de que no hay alternativa posible
El capitalismo real -esta economía capitalista en la que vivimos- ni siquiera es un sistema coherente, sino un ensamblaje oportunista de elementos heterogéneos: para que funcione requiere inevitablemente mecanismos que niegan sus fundamentos y los ponen en suspenso. Es una construcción política -es decir, de poder social- que persigue el objetivo de maximización de los beneficios privados de una clase, poniendo en obra para ello todos los recursos de la sociedad, los recursos de todos.
No hay mercados libres, ni los mercados se autorregulan, ni son eficientes asignando recursos. Lo que hay son reglas que, en el ámbito económico, permiten a unos pocos hacer lo que más les convenga e inhiben la eficacia de cualquier cosa que pudiera evitarlo, incluidos los propios mecanismos del mercado. Reglas que son decisiones políticas, impuestas internacionalmente y asumidas por los gobernantes. Las décadas que precedieron a la crisis y sus tres años ofrecen todos los ejemplos que se desee de ello. Krugman, Stiglitz y otros economistas que no son la voz de su amo lo han contado con detalle en libros y artículos.
En la realidad, el sistema capitalista es una calamidad. Una calamidad para todos los países -aunque más para unos, los dominados, que para otros, los dominantes- y para la inmensa mayoría de la población. Es una calamidad para nuestro mundo, cuyos recursos naturales esquilma y cuyas condiciones de supervivencia compromete, sin que importe su impacto futuro. Es una calamidad para el desarrollo científico y cultural, cada vez más determinado por el criterio del lucro privado que pueda generar. Es una calamidad, en fin, para el propio desarrollo económico, sometido a una lógica que lo lleva, a trancas y barrancas, por caminos y con dinámicas que nada tienen que ver con objetivos sociales ni con la mejor satisfacción de nuestras necesidades, las de todos.
Hay que recuperar la primacía de la política sobre la economía: la democracia real
No nos engañemos. Digamos que tenemos que tragar esto mientras no podamos evitarlo. Pero no creamos que es lo único que se puede hacer, que así son las cosas, y que es lo mejor para todos. Los lúgubres clérigos de la economía -los que aparecen investidos de autoridad y objetividad científica, dictando a políticos y gobiernos lo que deben hacer- están desnudos de ciencia e hinchados de ideología. No son más que proveedores de vaselina teórica para hacer pasar los dictados que los capitales financieros internacionales transmiten con la voz de los mercados.
Durante las últimas dos décadas se ha impuesto la idea de que no hay alternativa al sistema económico capitalista. Quienes no asuman esa idea parecerán ignorantes que desconocen la realidad o delirantes que viven fuera de ella. Se permite pensar dentro del sistema, en reformarlo -aunque eso sí que es una fantasía-, pero no fuera de él o contra él. La primera y fundamental batalla que el sistema -quienes se benefician de él- ha ganado no se ha librado en elecciones o mercados, sino en las conciencias. Es su hegemonía ideológica lo que fortalece al sistema capitalista en las crisis, cuando corre peligro: la creencia, que ha logrado imponer de forma generalizada, en que no hay alternativa ni posible ni deseable, que está loco quien piense otra cosa.
Sin embargo, oponerse al sistema y cambiarlo es cuestión de supervivencia. El terreno para ello no puede ser la economía, sino la política y la ideología. En el plano económico sólo cabe defenderse, una estrategia de resistencia, indispensable pero que nunca cambiará el sistema. En el plano ideológico, hay que quebrar la hegemonía que hace verlo todo -problemas y soluciones- con la mirada del capital financiero, que es hoy la mirada del sistema capitalista sin más. En el plano político hay que recuperar la primacía de la política sobre la economía, es decir, recuperar la democracia real. ¿Perspectivas utópicas? Perspectivas, sin más. Las únicas para quienes no creen en cuentos de hadas.
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