jueves, 29 de diciembre de 2016

Las izquierdas en la crisis del imperio



Una nota reciente de Santiago Alba Rico examina lo que, a su juicio, constituye un grosero error de interpretación de “conocidos militantes anti-imperialistas latinoamericanos” que, como el que suscribe esta nota, piensan que el asesinato del embajador de Rusia en Ankara es, en términos objetivos, una “respuesta” al creciente protagonismo de ese país en el sistema internacional. [1] En su escrito Alba Rico incurre en una serie de equivocaciones que no pueden ser pasadas por alto y que es preciso señalar y corregir. Dado que para ilustrar ese diagnóstico equivocado, según nuestro autor, se toman textualmente algunos pasajes o expresiones de un artículo de mi autoría publicado poco antes en este mismo medio siento, a los efectos de evitar confusiones entre los lectores, la necesidad de formular algunas precisiones. [2] Seré breve, pese a la amplitud de la temática, para poner en cuestión algunas líneas esenciales de la argumentación de nuestro autor.
1. Jamás he dicho, ni conozco alguien que lo hubiera hecho, que la sola puesta en aprietos a la dominación norteamericana en el tablero de la geopolítica mundial se corresponda automáticamente con un ataque al capitalismo y el avance de la revolución, la democracia y los derechos humanos en todo el mundo. No hay automatismos ni determinismos en la dialéctica de la historia, de modo que aquella ecuación debe ser descartada de antemano.
Pero, por otro lado, no se puede ignorar el papel crucial, indispensable, insustituible, de Estados Unidos en la reproducción y mantenimiento global del capitalismo. Derrotas o retrocesos de Washington en el tablero de la política internacional no necesariamente abren las puertas a la democracia y los derechos humanos, pero cuando el sostén fundamental –o el “sheriff solitario”, para usar la expresión de Samuel P. Huntington- del capitalismo mundial y de los despotismos que asolaron al mundo desde finales de la Segunda Guerra Mundial experimenta un traspié eso, en principio, es una buena noticia porque se abre una pequeña fisura en un muro herméticamente sellado. ¿O acaso la derrota de EEUU en Vietnam no significó un avance democrático y en materia de derechos humanos en ese país devastado por once años de bombardeos norteamericanos? Y el reflujo de la influencia norteamericana experimentado por Washington en América Latina desde la elección de Hugo Chávez Frías a la presidencia de Venezuela, en Diciembre de 1998, ¿no inauguró acaso un ciclo que, con todos sus defectos e insuficiencias, podríamos caracterizar como virtuoso y positivo para nuestros pueblos? Y las revoluciones en el mundo árabe, que derrocaron a las tiranías de Ben Ali y Hosni Mubarak en Túnez y Egipto, fieles sirvientes de la hegemonía norteamericana en la región, ¿no nutrieron la esperanza –lamentablemente frustrada después- de un nuevo comienzo?
2. En su nota nuestro autor incurre en un grave error desgraciadamente muy extendido en el campo de las izquierdas: habla de “los imperialismos”, así, en plural. Pero el imperialismo es uno sólo; no hay dos o tres o cuatro. Es un sistema mundial que, desafortunadamente, cubre todo el planeta. Y ese sistema tiene un centro, una potencia integradora única e irreemplazable: Estados Unidos. Tiene el mayor arsenal de armas de destrucción masiva; controla desde Wall Street la hipertrofiada circulación financiera internacional; decreta la extraterritorialidad de las leyes que sanciona su Congreso e impone sanciones a terceros países que incumplen las leyes estadounidenses; controla a su antojo los flujos de comunicaciones que se procesan a través de la Internet y la telefonía a escala mundial; dispone de un fenomenal aparato de propaganda –sin rivales en el mundo- con epicentro en Hollywood; casi la mitad del presupuesto militar mundial y según sus propios expertos, cuenta con algo más de un millar de bases militares instaladas en los cinco continentes. ¿Cuáles son los “otros imperialismos” que compiten con este? Como latinoamericano preguntaría a los cultores de la teoría de la “pluralidad de imperialismos” que por favor me digan cuantas bases militares tienen rusos y chinos en América Latina y el Caribe. La respuesta es cero, contra ochenta de Estados Unidos y sus compinches de la OTAN.
Que me digan cuántos golpes de estado o procesos de desestabilización pusieron en marcha Moscú y Beijing en esta parte del mundo, contra los más de cien que tuvieron su origen en Washington. O que me digan quién arrebató la mitad de su territorio a México: ¿habrán sido los rusos, los chinos, Irán quizás? ¿Cuántos presidentes o prominentes líderes políticos y sociales de la izquierda fueron asesinados por órdenes de Rusia y China? Respuesta: ninguno. ¿Y Estados Unidos? La lista sería interminable. Mencionemos apenas algunos de los más conocidos: Augusto Cesar Sandino, Farabundo Martí, los jesuitas en El Salvador y también en ese país Monseñor Oscar Arnulfo Romero, Salvador Allende, Orlando Letelier, los generales constitucionalistas chilenos René Schneider y Carlos Prats González, el ex presidente boliviano Juan José Torres, Omar Torrijos, Jaime Roldós y los miles detenidos, desaparecidos y asesinados en el marco de la “Operación Cóndor.” Confieso que a medida que escribo y rememoro estos datos siento una creciente indignación ante los crímenes del imperialismo y, también, ante la incomprensión de algunos camaradas de la izquierda de las elocuentes lecciones de nuestra historia que los deberían inducir a ser mucho más rigurosos a la hora de hablar sobre el imperialismo. Con estos antecedentes a la mano la sola idea de una pluralidad de imperialismos no es otra cosa que un disparate, una frase hueca, un auténtico nonsense que ofusca la visión de lo que ocurre en el mundo real.
3. No entiendo la extraordinaria centralidad que Alba Rico le atribuye a Siria en los asuntos mundiales. Menos todavía que este sufrido país sea “la vía muerta de la revolución democrática que comenzó en 2011”, o que haya sido Damasco quien le devolvió “protagonismo a las dictaduras”, o la “fuente contaminante” de la desdemocratización. Francamente, no lo comprendo. Menos aún que se diga que Rusia e Irán, al igual que hiciera EEUU en América Latina o Vietnam, utilizaron “todos los medios a su alcance para sostener hasta el límite a un tirano asesino” como Bashar –al Assad. Rusia, y en mucho menor medida Irán, intervienen cuando la destrucción del país parecía inexorable ocasionada, precisamente, por Washington y sus aliados. Lo hacen cuando la tragedia humanitaria desencadenada por …. ¿la pasión norteamericana por la democracia y los derechos humanos o por sus imperativos geopolíticos? se ensañó contra ese pueblo para inventar una “guerra civil”, como hicieron en Libia, derrocar a Assad, aislar a Irán privándolo de su único aliado significativo y facilitar el asalto final contra la República Islámica. Para ello la Casa Blanca reclutó –con la inestimable ayuda del Reino Unido, Arabia Saudita e Israel- un ejército de mercenarios a los cuales la prensa occidental, alentada desde Washington por la por entonces Secretaria de Estado Hillary Clinton, exaltó hasta convertirlos (como antes a la siniestra “contra” nicaragüense y después a los bandidos apostados en Bengasi, que culminarían su cruzada democratizadora linchando a Gadaffi y desmembrando a ese desdichado país) en virtuosos “combatientes por la libertad”.
Fue la propia Clinton quien luego reconoció que “nos equivocamos al elegir a nuestros amigos”. ¿Cuándo lo dijo? Cuando Estados Unidos ya no pudo proseguir –por completamente infundada- con su campaña de acusaciones sobre el programa nuclear iraní y la Casa Blanca tuvo que cambiar de táctica. Ellos sabían, como todo el mundo, que el único país que tiene armas nucleares en Oriente Medio es Israel, pero eso no es problema para Washington y sus peones europeos. Al cambiar de táctica, al caerse aquel pretexto para la ofensiva norteamericana, los delincuentes plantados en territorio sirio se autonomizaron de sus antiguos jefes y protectores y una parte de ellos dio nacimiento al Califato y a diversas variantes del yihadismo, se dedicaron a degollar y decapitar infieles, robar petróleo y, con el beneplácito de Washington, comenzar a venderlos a treinta dólares el barril, para debilitar -¡de pura casualidad nomás, no hay que ser mal pensados!- a tres enemigos de Washington: Rusia, Irán y Venezuela, grandes exportadores de ese precioso recurso. El más elemental análisis de la situación no puede sino concluir que Siria, por lo tanto, no es -¡jamás podría haber sido!- la causante de la “desdemocratización” del planeta sino un despedazado país destruido casi por completo por el imperialismo, y que gracias a la intervención de Rusia se puso temporario fin a una masacre promovida y consentida por la metrópolis imperialista y sus secuaces. Que la injerencia de Rusia haya estado motivada por intereses geopolíticos propios porque en Tartus, Siria, se encuentra la única base militar rusa existente fuera de su propio territorio, no quita que con su intervención militar se han salvado miles de vida mientras que las potencias occidentales –y los intelectuales sometidos a su hegemonía- se prodigaban en ejercicios meramente retóricos o en huecos discursos lamentando la tragedia pero sin ofrecer la más mínima alternativa. Una testigo presencial de esta tragedia en Alepo, la monja Guadalupe Rodrigo, lo manifestó con una rotundidad y sensatez que me encantaría hallar en los escritos de tantos analistas cuando dijo que “lo que está sucediendo en Siria está muy lejos de ser una guerra civil. Si hubiera que ponerle una etiqueta sería más bien una invasión.” [3]
4. Lo anterior no significa que Assad represente ni de lejos un ideal político para la izquierda. La insinuación de que quienes se oponen a la sangrienta política norteamericana en Siria son admiradores de un personaje como Assad o de un modelo político como el imperante en Siria es un insulto que carece por completo de fundamento. La afirmación de que “la democracia ha muerto. Los DDHH –apenas una buena idea– pertenecen al pasado. Assad, gran triunfador, es el modelo; y a la izquierda impotente y vencida le gusta ese modelo porque incluso en EEUU se ha impuesto, como ellos querían, un protodictador” es asombrosa, por lo injusta e injuriosa.
Lo menos que debería hacer Alba Rico al lanzar una acusación tan tremenda es tratar de fundamentarla, diciendo cuál teórico de la izquierda, o cuáles fuerzas de esa orientación han manifestado su “gusto” por el modelo sirio o su alborozo por la elección de Donald Trump. La izquierda, en sus distintas variantes, ha sido siempre la enemiga jurada del fascismo y el baluarte de los procesos de democratización en todo el mundo. ¿O cree nuestro autor que los capitalismos democráticos lo son porque la burguesía y la derecha se propusieron alguna vez en algún país construir un orden democrático? ¿Quién si no la izquierda fue la protagonista de las grandes luchas democráticas en todo el mundo? Por eso cuando le adjudica la “responsabilidad en este proceso de desdemocratización”, cosa que le parece innegable y reprobable, incurre en un gravísimo yerro y, además, lanza una ofensa gratuita a millones de gentes que en los cinco continentes y desde la izquierda se juegan la vida para construir un mundo mejor, un orden democrático donde imperen la libertad, la justicia y los derechos humanos. Agravio que, por otra parte, se construye a partir de un rotundo error de interpretación histórica, a saber: afirmar que “el fascismo clásico fue el resultado de y acompañó a un proceso de desdemocratización radical, exactamente igual que ahora.” La relación causal fue exactamente la inversa: el fascismo fue, según Clara Zetkin, un castigo porque el proletariado fracasó en su intento de realizar la revolución y, añadimos nosotros, una represalia por los desafíos planteados por la radicalización del impulso democrático en los años de la primera posguerra y, después, en el marco de la Gran Depresión. Su respuesta fue desdemocratizar al orden político instaurando la dictadura desembozada de la burguesía. Esta tesis fue defendida desde un principio por la Tercera Internacional y reafirmada en los escritos de -aparte de la ya mencionada Zetkin- León Trotsky, Karl Radek, Ignazio Silone, Antonio Gramsci y Palmiro Togliatti, entre otros.
5. Recapitulando: el imperialismo es un sistema que lo podemos representar con tres círculos concéntricos. En su núcleo fundamental hay un país, Estados Unidos, que es quien ejerce la función dirigente y dominante. Luego hay un segundo anillo formado por los estados vasallos del capitalismo desarrollado, con quienes Washington mantiene relaciones que en algunos temas puntuales pueden dar origen a tensiones y contradicciones pero que, ante una amenaza sistémica se agrupan rápidamente en torno a los dictados de la Casa Blanca y se convierten en dóciles peones de las más siniestras decisiones que pudieran emanar de Washington. Por ejemplo, después del 11-S, países europeos cuyos dirigentes están siempre prestos a pontificar sobre la importancia de los derechos humanos colaboraron en viabilizar los “vuelos secretos” de la CIA transportando presuntos terroristas hacia “lugares seguros” en donde torturarlos y desaparecerlos, fuera del alcance de la legislación estadounidense. [4] Para Zbigniew Brzezinski evitar “la confabulación de los vasallos”, es decir, de este segundo círculo, “y mantener su dependencia en cuestiones de seguridad” es uno de los tres principales objetivos del imperio. La OTAN es la expresión más nítida de la aplicación de este principio. El tercer círculo del sistema imperial está constituido por las naciones de la periferia o semi-periferia capitalista, es decir, ese vasto y tumultuoso “tercer mundo” formado por las naciones de Asia, África y América Latina y el Caribe, que es preciso, siempre según Brzezinski, mantener bajo control. [5]
Por consiguiente, cualquier proceso de debilitamiento del núcleo duro del imperialismo, Estados Unidos, o de su segundo círculo, los vasallos, es en principio auspicioso que tendrá, como contrapartida, la violenta reacción de Washington. Que ello finalmente madure en una dirección correcta y en algunos países dé nacimiento a un proceso democrático y emancipador ya es otra cuestión y dependerá, como todo, de la inteligencia y voluntad con que las fuerzas sociales y políticas del campo popular encaren la lucha de clases y se aprovechen de los cambiantes equilibrios geopolíticos internacionales. La emergencia de actores cada vez más poderosos en la estructura internacional -la irrupción de China, el retorno de Rusia, el lento pero irreversible ingreso de la India, la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) y los BRICS, para señalar apenas los más importantes- está dando lugar a un naciente multipolarismo que si bien no puede ser caracterizado como intrínsecamente anti-imperialista modifican, a favor de los pueblos, las condiciones objetivas bajo las cuales se libran las luchas por la democracia, la justicia y los derechos humanos en la periferia con independencia de los rasgos definitorios de los regímenes políticos imperantes en China, Rusia, la India o cualquier otro actor involucrado. Esa es la clave para entender la violenta reacción norteamericana ante ese nuevo orden emergente, que erige barreras intolerables a su pretensión de supremacía incontestada. La historia latinoamericana y caribeña de los últimos años no habría sido posible de haber persistido el unipolarismo que siguió a la implosión de la Unión Soviética. Puede no ser de agrado para nuestro autor, pero sí lo ha sido para todos los líderes y movimientos populares de América Latina y el Caribe, desde Fidel y Chávez hasta Lula y Kirchner que ha visto ampliar sus márgenes de maniobra en la complejidad de la nueva realidad internacional. No es lo ideal, como hubiera sido un insólito florecimiento del socialismo, la democracia, la justicia y los derechos humanos en el capitalismo desarrollado. Pero lo que hemos visto ha sido exactamente lo contrario. Y en el mundo que realmente existe será preciso que avancemos en nuestras luchas sin esperar el advenimiento de aquellos cambios en el primer mundo.
6. Nuestro autor pone término a su nota extremando el pesimismo que impregna toda su argumentación. Declara, resignadamente, que “ya no hay alternativa sistémica, ni siquiera imaginaria.” No creo que en una amable conversación personal (como la que sostuve con él más de una vez en el pasado) pudiera decir algo semejante. Creo que tal vez la sorpresa al comprobar como muchos de sus amigos latinoamericanos interpretaban lo ocurrido en Ankara y la premura de la crítica lo llevó a escribir algo que podría ser visto como una reformulación, en términos filosóficamente aún más radicales, de la absurda tesis de Francis Fukuyama sobre el fin de la historia. Estoy seguro que Alba Rico no adhiere a esa tesis. Sin embargo es indudable que las dificultades con que tropieza la creación de una alternativa sistémica al capitalismo global son inmensas. Estados Unidos construyó el imperio más poderoso que jamás haya existido en la historia de la humanidad. Sus dispositivos de hegemonía y dominación son formidables; su capacidad de control y sometimiento también. Pero el inicio de su decadencia ya es inocultable. Lo reconocen los propios mandarines del imperio así como los estrategas del Pentágono y la CIA. Y, también es cierto, que hoy no se avizoran las formas concretas que podría asumir una alternativa sistémica. Pero sí sabemos, a ciencia cierta, que el capitalismo está llegando a su límite porque tal como lo asegurara el Comandante Fidel Castro Ruz en la Cumbre de la Tierra en Río, en 1992, su reproducción está destruyendo las condiciones medioambientales que hicieron posible la aparición de la vida humana en el planeta Tierra. El ecosocialismo ha aportado agudas reflexiones y muchos datos concretos sobre esta insoluble contradicción entre capitalismo y naturaleza. Y los pueblos están a la búsqueda de alternativas, tanto reales como imaginarias, sin esperar a que los intelectuales las inventemos. Las aportaciones de las etnias originarias de América Latina y el Caribe sobre el “buen vivir” son una prueba de ello. La idea de que “otro mundo es posible” ha ganado millones de adeptos en todo el mundo. La gravedad de la irresuelta crisis general del capitalismo, estallada hace ya más de ocho años, hizo posible que en Estados Unidos, en Europa, en el Sudeste asiático y en Canadá grandes manifestaciones populares adopten como consigna unificadora la crítica al capitalismo, algo inimaginable hasta hace unos pocos años cuando al capitalismo ni siquiera se lo nombraba. Bertolt Brecht dijo una vez que el capitalismo era un caballero que no deseaba ser llamado por su nombre. Su anonimato lo invisibilizaba y de ese modo ocultaba su carácter de régimen social de explotación. Ahora se lo nombra y se lo escribe y, en un desarrollo tan inesperado como promisorio, se lo leía en las pancartas de los jóvenes norteamericanos del Occupy Wall Street, y en las de los españoles del 15-M que no sólo denunciaban al capitalismo sino que hacían lo propio con la farsa democrática que éste había montado y que había perdido toda legitimidad.
En un mundo en el que, según las conocidas cifras divulgadas por Oxfam, el 1 por ciento más rico del planeta posee más riquezas que el 99 por ciento restante es inviable, no ya en el largo sino en el mediano plazo. La apelación que la derecha mundial hace al neofascismo global es un síntoma de su impotencia y demuestra la gravedad de la amenaza difusa, por ahora inorgánica, que plantea la protesta de los oprimidos y, por ende, de la izquierda. Es cierto que lo que se vislumbra no es lo que quisiéramos. En mi caso, me gustaría una reedición de la triunfal entrada del Movimiento 26 de Julio a La Habana en cada rincón del planeta. Eso no está en el horizonte, pero el lento pero progresivo desmoronamiento del orden imperial ofrece la oportunidad de intentar construir ese mundo mejor que todos anhelamos. Los formatos clásicos de la revolución son productos históricos. Esperar ahora el cañonazo del Aurora para dar la señal para el comienzo de la revolución bolchevique es un anacronismo, un canto a la melancolía. Pero aunque no se lo vea el viejo topo de la revolución sigue trabajando, con ahínco paralelo al desenvolvimiento de las insolubles contradicciones del sistema capitalista. Y la morfología de esa futura revolución es impredecible. Como lo fue la Comuna para Marx y Engels en 1871; como lo fueron los Soviets en 1917; como lo fue la guerrilla en Cuba en la segunda mitad de los cincuentas; o el vietcong en Vietnam en los años sesentas y setentas. Las revoluciones nunca copian, son siempre creaturas originales. El hecho de no poder divisar los perfiles precisos de la rebelión en ciernes no significa que esta no exista. Parafraseando a Gramsci concluimos diciendo que en coyunturas como las actuales el pesimismo de la inteligencia no debería ser el recurso que sofoque el optimismo de la voluntad sino un estímulo para perfeccionar nuestros métodos de análisis social, de tal suerte que nos permitan vislumbrar en los entresijos del viejo orden en crisis los actores emergentes y las semillas de la nueva sociedad.
Atilio A.Borón
Notas:
[1] “ Alepo, Ankara, Berlín: geopolítica del desastre”, en Rebelión, 22 Diciembre 2016. http://www.rebelion.org/noticia.php?id=220751
[2] “De Sarajevo a Ankara”, en Rebelión, 20 Diciembre 2016. http://www.rebelion.org/noticia.php?id=220659
[3] “Una guerra planeada en un escritorio”, en http://www.mdzol.com/nota/710319-monja-argentina-en-alepo-siria-una-guerra-planeada-en-un-escritorio/
[4] Hemos examinado ese tema en Atilio A. Boron y Andrea Vlahusic, El lado oscuro del imperio. La violación de los derechos humanos por Estados Unidos (Buenos Aires: Ediciones Luxemburg, 2009), pp. 57-61.
[5] Cf. su El gran tablero mundial. La supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos (Buenos Aires: Paidós, 1998).

sábado, 24 de diciembre de 2016

The Spiritual Crisis of the Modern Economy



The main source of meaning in American life is a meritocratic competition that makes those who struggle feel inferior.

What is happening to America’s white working class?
The group’s important, and perhaps decisive, role in this year’s presidential election sparked a slew of commentary focused on, on the one hand, its nativism, racism, and sexism, and, on the other, its various economic woes. While there are no simple explanations for the desperation and anger visible in many predominantly white working-class communities, perhaps the most astute and original diagnosis came from the rabbi and activist Michael Lerner, who, in assessing Donald Trump’s victory, looked from a broader vantage point than most. Underneath the populist ire, he wrote, was a suffering “rooted in the hidden injuries of class and in the spiritual crisis that the global competitive marketplace generates.”


That cuts right to it. The modern economy privileges the well-educated and highly-skilled, while giving them an excuse to denigrate the people at the bottom (both white and nonwhite) as lazy, untalented, uneducated, and unsophisticated. In a society focused on meritocratic, materialistic success, many well-off Americans from across the political spectrum scorn the white working class in particular for holding onto religious superstitions and politically incorrect views, and pity them for working lousy jobs at dollar stores and fast-food restaurants that the better-off rarely set foot in. And when other sources of meaning are hard to come by, those who struggle in the modern economy can lose their sense of self-worth.
This system of categorizing Americans—the logical extension of life in what can be called an extreme meritocracy—can be pernicious: The culture holds up those who succeed as examples, however anecdotal, that everyone can make it in America. Meanwhile, those who fail attract disdain and indifference from the better-off, their low status all the more painful because it is regarded as deserved. As research has shown, well-educated white-collar workers also sink into despair if they cannot find a new job, but among the working class, the shame of low status afflicts not just the unemployed, but also the underemployed. Their days are no longer filled with the dignified, if exhausting, work of making real things. Rather, the economy requires—as a white former factory worker I talked to described it—“throwing on a goofy hat,” dealing with surly customers who are themselves just scraping by, and enduring a precarious working life of arbitrary rules and dead-end prospects.
And the work people do (or don’t do) affects their self-esteem. When I was talking to laid-off autoworkers in Michigan for my book about long-term unemployment, I met a black man in Detroit who told me his job at the plant had helped heal a wound—one going back to his parents’ choice, when he was a baby, to abandon him. (As is standard in sociological research, my interviewees were promised confidentiality.) “My job was like my mother and father to me,” he said. “It’s all I had, you know?” Then the plant shut down. Now in his 50s, he was back on the job market, scrambling for one of the few good jobs left for someone without a college degree. In his moments of weakness, he berated himself. He should have prepared more. He should have gotten an education. “It’s all my fault,” he said—the company was just doing what made business sense.
For less educated workers (of all races) who have struggled for months or years to get another job, failure is a source of deep shame and a reason for self-blame. Without the right markers of merit—a diploma, marketable skills, a good job—they are “scrubs” who don’t deserve romantic partners, “takers” living parasitically off the government, “losers” who won’t amount to anything. Even those who consider themselves lucky to have jobs can feel a sense of despair, seeing how poorly they stand relative to others, or how much their communities have unraveled, or how dim their children’s future seems to be: Research shows that people judge how well they’re doing through constant comparisons, and by these personal metrics they are hurting, whatever the national unemployment rate may be.



When faced with these circumstances, members of the working class often turn inward. I witnessed this coping mechanism among the workers I got to know in Michigan. One of them, a white former autoworker, lost her home and had to move to a crime-infested neighborhood, where she had a front-row view of the nightly drug deals and fistfights. “I just am not used to that anymore,” said the woman, who grew up in poverty. “I want out of here so bad.” Interestingly, she dismissed any sort of collective solution to the economic misery that she and others like her now confront. For instance, she had no kind words to say about the union at her old plant, which she blamed for protecting lousy workers. She was also outraged by what she called the “black favoritism” at her Detroit plant, whose union leadership included many African Americans.
This go-it-alone mentality works against the ways that, historically, workers have improved their lot. It encourages workers to see unions and government as flawed institutions that coddle the undeserving, rather than as useful, if imperfect, means of raising the relative prospects of all workers. It also makes it more likely that white workers will direct their frustration toward racial and ethnic minorities, economic scapegoats who are dismissed as freeloaders unworthy of help—in a recent survey, 64 percent of Trump voters (not all of whom, of course, are part of the white working class) agreed that “average Americans” had gotten less they they deserved, but this figure dropped to 12 percent when that phrase was replaced with “blacks.” (Among Clinton voters, the figure stayed steady at 57 percent for both phrases.) This is one reason that enacting good policies is, while important, not enough to address economic inequality. What’s needed as well is a broader revision of a culture that makes those who struggle feel like losers.
One explanation for why so many come to that conclusion in the first place has to do with the widening of the gulf between America’s coasts and the region in between them. Cities that can entice well-educated professionals are booming, even as “flyover” communities have largely seen good-paying factory work automated or shipped overseas, replaced to a large extent with insecure jobs: Walmart greetersindependent-contractor truck drivers, and the like. It is easy to see why white voters from hard-hit rural areas and hollowed-out industrial towns have turned away from a Democratic Party that has offered them little in the way of hope and inspiration and much in the way of disdain and blame.

It should here be emphasized that misogyny, racism, and xenophobia played a major role in the election, helping whip up more support for Trump—as well as suppress support for Clinton—among the white working class. To be sure, those traits are well represented among other groups, however savvier they are about not admitting it to journalists and pollsters (or to themselves). But the white working class that emerged in the 19th century—stitched together from long-combative European ethnic groups—strived to set themselves apart from African Americans, Chinese, and other vilified “indispensable enemies,” and build, by contrast (at least in their view), a sense of workingman pride. Even if it’s unfair to wholly dismiss the white working class’s cultural politics as reactionary and bigoted, this last election was a reminder that white male resentment of “nasty” women and “uppity” racial and other minorities remains strong.
That said, many Americans with more stable, better-paid jobs have blind spots of their own. For all of their professed open-mindedness in other areas, millions of the well-educated and well-off who live in or near big cities tend to endorse the notion, explicitly or implicitly, that education determines a person’s value. More so than in other rich nations, like Germany and Japan, which have prioritized vocational training to a greater degree, a college degree has become the true mark of individual success in America—the sort of white-picket-fence fantasy that drives people well into their elder years to head back to school. But such a fervent belief in the transformative power of education also implies that a lack of it amounts to personal failure—being a “stupid” person, as one of the white Michigan workers I talked to put it. In today’s labor market, it is no longer enough to work hard, another worker, who was black, told me: “It used to be you come up and say, ‘Okay, I’ve got a strong back,’ and all that,” but nowadays a “strong back don’t mean shit. You gotta have dedication and you’ve gotta have some kind of smartness, or something.”

This change in society’s understanding of merit has debased the worth of the working class, in ways that Richard Sennett and Jonathan Cobb first described in The Hidden Injuries of Class, a 1972 book that Lerner alluded to in his essay. Clinton—going beyond her campaign’s focus on the travails of the middle class and the array of unfair advantages held by “people at the very top”—spoke explicitly about the problems with judging others based on their (lack of) degrees, which she characterized as “educationalist elitism.” (There was some irony to Clinton’s position on this latter issue, given her husband’s success in pushing for job-retraining vouchers, lifetime-learning credits, and other measures predicated on the notion that America could and should educate everyone for the good jobs of the future.)
Her point about elitism may have been delivered as a matter of politics, but it is a practical concern too: As much as both liberals and conservatives have touted education as a means of attaining social mobility, economic trends suggest that this strategy has limits, especially in its ability to do anything about the country’s rapidly growing inequalities. Well into the 21st century, two-thirds of Americans age 25 and over do not have a bachelor’s degree. The labor market has become more polarized, as highly paid jobs for workers with middling levels of education and skill dwindle away. And as many have argued, advances in artificial intelligence threaten a net loss of employment (even for the well-educated) in the not-so-far-off future.
Surprisingly, even some workers I spoke to—all former union members—said they felt that people without a good education did not deserve to make a good living. How was it fair, one of them, a black former union official, asked me, that factory workers who didn’t finish high school could—thanks to their union-won wages—live alongside doctors and lawyers in the city’s wealthiest suburbs? “Here’s a guy that says, ‘I’m a doctor and I spent … $100,000 … for an education, for me to get this doctor degree,’” he said. “And you got a guy that moved out here that can’t speak plain English—he’s still barbecuing on the front porch. You know, it’s like, this has got to cease.”
There is a glaring contradiction at the heart of this viewpoint. The rules of meritocracy that these blue-collar workers say they admire barely apply to the very top levels of the economy. Groups of elite workers—professionals, managers, financial workers, tenured professors—continue to wall themselves off from competition. They still organize collectively, through lobbying, credentialing, licensing, and other strategies. But fewer ordinary workers have the same ability to do so: Unions have been crushed, the government steps in less often on their behalf, and local political machines—a traditional pathway for many poor immigrants to political power and even employment—have faded away. What has emerged in the new economy, then, is a stunted meritocracy: meritocracy for you, but not for me.
Where do people turn when left to the dictates of an economic system like this? One white worker in Madison Heights, Michigan, described himself as a conservative, but added that he didn’t care about party labels when choosing whom to vote for. “I want to see change. … I could care less if you’re a Republican or whatever,” he told me when I talked to him not long before the 2010 midterm election swept Tea Party candidates into office across the country. In any case, he no longer had the luxury of worrying much about politics. When I met him, he had lost his $11-an-hour job at a solar-panel manufacturer. His wife had left him soon afterward. She was working a low-wage job of her own, and, as he explained, “She’s tired of struggling, and she can do better by herself.” The man told me he was ashamed about having to rely on food stamps. “I’m dependent on the government right now. … That’s degrading, but I gotta eat.” As for unions, he’d become disillusioned with them years ago after a strike at the car-parts plant where he’d been working cost him and his coworkers their jobs.

One of the few things he could really depend on was his church. He volunteered on their Sunday-school bus, leading the kids in singing songs. “It helps to be around young people,” he said. For many of the jobless workers I interviewed, religion and tradition provided a sense of community and a feeling that their lives had purpose. No wonder, then, that a sizable proportion of white working-class America is skeptical of the faithless, lonely, and uncertain world that the cultural left represents to them. However exaggerated by stereotypes, the urbane, urban values of the well-educated professional class, with its postmodern cultural relativism and its rejection of old dogmas, are not attractive alternatives to what the working class has long relied on as a source of solace.
In turn, some well-off Americans show their contempt for working-class whites in particular by calling them deluded—zombies under the sway of right-wing myths, zealots obsessed with pointless cultural symbols like flags and guns, or captives of other myriad forms of false consciousness. Indeed, in trying to diagnose their predicament, Democratic politicians have sometimes trivialized it—President Obama, in recorded comments at a 2008 fundraiser about how working-class voters from small towns “cling to guns or religion,” and Clinton, in her leaked remarks to donors suggesting that half of Trump’s supporters were a bigoted “basket of deplorables.” (Mitt Romney, of course, also wrote off a wide swath of Americans in his 2012 presidential run when—speaking at yet another private fundraiser—he expressed disdain for the “47 percent” of Americans who were “dependent upon government” and felt “entitled” to assistance.) Even if Obama and Clinton’s words in context were more nuanced and empathetic than is often acknowledged, statements of this sort can feed the long-held view among the white working class that those preaching economic enlightenment from up high do not take their concerns seriously.
In 1981’s The Next America, the leftist intellectual Michael Harrington recognized this problem. “We radicals had mocked the old verities and preached a new freedom, only our negatives were more powerful than our creativity,” he wrote:
We proposed that men and women find their purpose within themselves, that they disdain all the traditional crutches, like God and flag. But were we then to blame because many seemed to have heard only that the old constraints had been abolished and ignored the call to find new obligations on their own?
In the absence of other sources of meaning, Americans are left with meritocracy, a game of status and success, along with the often ruthless competition it engenders. And the consequence of a perspective of self-reliance—Americans, compared to people in other countries, hold a particularly strong belief that people succeed through their own hard work—is a sense that those who fail are somehow inferior.
One possible answer to the question Harrington posed about how to ease his own generation’s populist rage is the notion of grace—a stance that puts forward values that go beyond the “negatives” of the narrow secular creed and connect with individuals of diverse political viewpoints, including those hungry for more in the way of meaning than the meritocratic race affords. It moves people past the hectoring that so alienates the white working class—and, to be sure, other groups as well—who would otherwise benefit from policies that favor greater equality and opportunity.
The concept of grace comes from the Christian teaching that everyone, not just the deserving, is saved by God’s grace. Grace in the broader sense that I (an agnostic) am using, however, can be both secular and religious. In the simplest terms, it is about refusing to divide the world into camps of deserving and undeserving, as those on both the right and left are wont to do. It rejects an obsession with excusing nothing, with measuring and judging the worth of people based on everything from a spotty résumé to an offensive comment.

While it has its roots in Christianity, grace is prized by many other religions—from Buddhism’s call to accept suffering with equanimity, to the Tao Te Ching’s admonishment to treat the good and bad alike with kindness, to the Upanishads’ focus on the eternal and infinite nature of reality. Grace can thrive outside religious faith, too: not just in the abstract theories of philosophers such as Martin Heidegger, but also in the humanism of scientists like Carl Sagan, who, inspired by Voyager 1’s photograph of Earth as a tiny speck, wrote that this “pale blue dot” underscored the “folly of human conceits” and humans’ responsibility to “deal more kindly with one another.” Unlike an egalitarian viewpoint focused on measuring and leveling inequalities, grace rejects categories of right and wrong, just and unjust, and offers neither retribution nor restitution, but forgiveness.

With a perspective of grace, it becomes clearer that America, the wealthiest of nations, possesses enough prosperity to provide adequately for all. It becomes easier to part with one’s hard-won treasure in order to pull others up, even if those being helped seem “undeserving”—a label that today serves as a justification for opposing the sharing of wealth on the grounds that it is a greedy plea from the resentful, idle, and envious.

At the same time, grace reminds the well-educated and well-off to be less self-righteous and less hostile toward other people’s values. Without a doubt, opposing racism and other forms of bigotry is imperative. There are different ways to go about it, though, and ignorance shouldn’t be considered an irremediable sin. Yet many of the liberal, affluent, and college-educated too often reduce the beliefs of a significant segment of the population to a mash of evil and delusion. From gripes about the backwardness and boredom of small-town America to jokes about “rednecks” and “white trash” that are still acceptable to say in polite company, it’s no wonder that the white working class believes that others look down on them. That’s not to say their situation is worse than that of the black and Latino working classes—it’s to say that where exactly they fit in the hierarchy of oppression is a question that leads nowhere, given how much all these groups have struggled in recent decades.
Obama, a Christian, has hinted at his belief in grace quite frequently, mostly in urging people to be more tolerant of outlooks different from their own. After the Charleston church shooting in the summer of 2015, however, he was more explicit. In praising the parishioners who welcomed their alleged killer into their Bible study, and the victims’ family members who forgave him in court, Obama invoked grace—the “free and benevolent favor of God,” bestowed to the sinful and saintly alike. “We may not have earned it, this grace, with our rancor and complacency, and short-sightedness and fear of each other,” he said. “But we got it all the same.”

Indeed, as plagued by doubts and regrets as he was, the unemployed man I spoke to in Detroit could, in his moments of strength, find comfort in a perspective of grace. “I feel I ain’t got what I used to have,” he told me. “But I know I got God on my side. And maybe the stuff ain’t meant for me … I thank God for what I have, and that’s it.”
Really, though, the people who could learn from grace are the prosperous and college-educated, who often find it hard to empathize with those—both white and nonwhite—who live outside their sunny, well-ordered worlds. When people are not so intent on blaming others for their sins—cultural and economic—they can deal more kindly with one another. Grace is a forgiving god.

martes, 20 de diciembre de 2016

El embarazo cambia para siempre la estructura cerebral de las mujeres

Reduce el volumen de la materia gris pero no hay pérdida de neuronas ni se altera el intelecto, la memoria o la capacidad cognitiva

Pruebas de resonancia magnética muestran que la madre cambia de prioridades y adquiere la capacidad de intuir las necesidades de su hijo


El embarazo cambia de forma definitiva, para toda la vida, la estructura del cerebro de las mujeres que son madres, dotándolo de una especial sensibilidad protectora que les permite captar el estado mental y las necesidades de sus hijos. Este proceso, que implica un cambio sustancial en las prioridades personales de las madres, no altera el intelecto, la memoria o la capacidad cognitiva, ni antes ni después del parto, pero sí modifica y reduce de forma notable el volumen de la materia gris que contiene las neuronas, eliminando lo prescindible y adaptando el cerebro materno al objetivo de proteger y entender a su hijo. Esta transformación acaba de ser demostrada en un estudio científico, sin precedente en el mundo, que ha comprobado que esa revolución sensitiva transforma de forma irreversible la morfología del cerebro de las mujeres que son madres. Los investigadores han captado en imágenes obtenidas en pruebas de resonancia magnética funcional (RMF) -cambios en movimiento- un fenómeno que la humanidad ha intuido siempre.

El embarazo cambia para siempre la estructura cerebral de las mujeres
Reduce el volumen de la materia gris pero no hay pérdida de neuronas ni se altera el intelecto, la memoria o la capacidad cognitiva

Pruebas de resonancia magnética muestran que la madre cambia de prioridades y adquiere la capacidad de intuir las necesidades de su hijo

El embarazo cambia de forma definitiva, para toda la vida, la estructura del cerebro de las mujeres que son madres, dotándolo de una especial sensibilidad protectora que les permite captar el estado mental y las necesidades de sus hijos. Este proceso, que implica un cambio sustancial en las prioridades personales de las madres, no altera el intelecto, la memoria o la capacidad cognitiva, ni antes ni después del parto, pero sí modifica y reduce de forma notable el volumen de la materia gris que contiene las neuronas, eliminando lo prescindible y adaptando el cerebro materno al objetivo de proteger y entender a su hijo. Esta transformación acaba de ser demostrada en un estudio científico, sin precedente en el mundo, que ha comprobado que esa revolución sensitiva transforma de forma irreversible la morfología del cerebro de las mujeres que son madres. Los investigadores han captado en imágenes obtenidas en pruebas de resonancia magnética funcional (RMF) -cambios en movimiento- un fenómeno que la humanidad ha intuido siempre.





La investigación, en la que durante cinco años han sido analizadas 25 mujeres, se ha realizado en el Instituto de Investigación Médica del Hospital del Mar y la Universitat Autònoma de Barcelona. Este lunes lo publica la revista científica 'Nature Neuroscience'.

PODA LO PRESCINDIBLE

Cuanto más intensa es la transformación sensorial de la madre, más se percibe en las imágenes de RMF. “La estructura cerebral de las gestantes emprende una especie de poda sinóptica adaptativa que conduce a una especialización por la que la madre priorizará el cuidado del recién nacido y lo protegerá indefinidamente”, explica Oscar Vilarroya, investigador de la UAB.

"Puedo asegurar que la frase 'el nacimiento de mi hijo me ha cambiado para siempre' es cierta."
Las participantes en el estudio -150 personas en total, ya que intervinieron los maridos y un grupo de mujeres de control comparativo, exigencia de todo estudio científico- fueron captadas cuando empezaban a pensar en ser madres. Accedieron a tres resonancias: una previa a la gestación, otra cuando su hijo cumplió los 2 meses de vida, y una tercera dos años después. No hubo pruebas durante el embarazo. Comparadas las tres secuencias de imagen entre sí, y con las de los maridos y el grupo de control, los investigadores constataron que los cambios son innegables.

“Un embarazo cambia para siempre la estructura cerebral de la madre, modifica las regiones implicadas en las relaciones sociales -explica Vilarroya-. Las RSF captaron cómo esas regiones se activan cuando la madre ve una imagen de su hijo. El cerebro se especializa para encarar los retos de la maternidad. Es un requisitio para la supervivencia de la especie”.

EN INSTINTO DE UN GATO

La psicóloga Erika Barba, de 41 años, una de las tres investigadoras principales en este estudio, experimentó en su persona lo que finalmente han captado en imágenes publicables. Al igual que sus dos colegas -Elseline Hoekzema y Susanna Carmona-, Erika quedó embarazada mientras investigaba la gestación. Las tres tienen ahora hijos de 5 años.

Nada de lo que experimentó fue raro o excepcional, advierte, pero sí le permite asegurar que la antigua sentencia "el nacimiento de mi hijo me ha convertido en otra persona" es cierta. “Puedo asegurar que es verdad que tu vida cambia para siempre, aunque sigo siendo la misma persona”, dice Erika Barba. “Cuando nació mi hija -recuerda-, tuve momentos en que sentía que actuaba sin pensar. Como un gato. Me movía por pura intuición. Me relacionaba instintivamente con mi hija. Establecí con ella una conexión animal. Adivinaba lo que le pasaba”. Ahí le cambiaron las prioridades, prosigue. “Mi parto fue por cesárea, pero el dolor de la cicatriz dejó de tener importancia -asegura-. Me sentía enamorada de mi bebé, su bienestar estaba por delante de todo. A los 6 meses, esta sensación bajó de intensidad, pero nunca se ha ido”.

"Sería un error pensar que las madres están más evolucionadas que el resto de las mujeres"
En las resonancias posteriores al parto, las mujeres fueron observando fotos de niños mientras permanecían en el tubo magnético, es decir, durante la captación de imágenes cerebrales. “Las áreas del cerebro vinculadas con la sociabilidad y el cuidado se activaban de forma clarísima cuando la foto observada era la de tu propio hijo”, afirma Barba. Sería un error pensar que la maternidad tiene un efecto evolutivo en las mujeres, advierte Barba. "Las madres no están más evolucionadas que el resto de mujeres. Los cambios estructurales en el cerebro les confieren ventajas para el cuidado de su hijo, y creemos que también cuando el niño es adoptado, pero no aportan ninguna ventaja evolutiva. Las mujeres que no son madres, simplemente no necesitan esa modificación”.

Un marcador que alerter de la depresión
La investigación sobre los cambios estructurales del cerebro de las mujeres que han sido madres, indica el científico Óscar Vilarroya, se suma a los estudios que intencan conducir a que la resonancia magnética funcional sea utilizada como un marcador biológico que adelante la aparición de alteraciones psíquicas, como son la depresión, la angustia, la hiperactividad o la esquizofrenia.
La reducción de materia gris observada en el cerebro de las madres se produce también, indica la investigadora Erika Barba, en las que han adoptado a sus hijos siendo bebés. Los cambios observados en resonancia magnética en los meses posteriores al nacimiento -reflejo de la extrema vulnerabilidad mental de las mujeres en ese periodo-, podrían explicar asímismo porqué hasta un 12% de las madres recientes sufren la denominada depersión post parto.

Diga no a los hijos



Nosotros, como inconscientes habitantes de este planeta, hemos puesto en riesgo nuestra propia supervivencia, y a pesar de ello insistimos en tener hijos.
No podía estar más de acuerdo con la escritora francesa Corinne Maier, quien hace pocos días publicó una nota en la que explica por qué odia a los niños. Lo confieso: tampoco me gustan, y algo similar me pasa con los padres y madres que van por la vida mostrando a sus hijos como trofeos, como el logro máximo de sus vidas, cuando en realidad no están haciendo más que condenar al mundo y, de paso, a sus bebés al horror de los años que vienen.

Corinne critica en su artículo el hecho de que se considere a los hijos un logro social, y también pone sobre la mesa el altísimo costo que tiene criar un niño. Esos son sus argumentos primordiales, pero yo iría más allá: el primer motivo por el cual debemos decirles NO a los hijos es porque somos una plaga.

La humanidad, con esa ilimitada capacidad de reproducirse y destruir todo lo que encuentra a su paso, ha acabado con el planeta hasta el punto de que cada niño, cada bebé, que llega al mundo no es sino la justificación para seguir destrozando la naturaleza y contaminando el medioambiente, sin importar las consecuencias. Basta con echar un vistazo a la recién publicada ‘Lista roja de especies amenazadas’, de la Unión para la Conservación de la Naturaleza, para darnos cuenta de que ya entramos en la espiral de la sexta extinción, que, según ese informe, estaría cerca de llevarse para siempre a jirafas, tiburones, rayas y otras especies que en los últimos años han visto su población global caer estrepitosamente.

Es evidente que los niños que nacen en Colombia poco o nada tienen que ver con la hecatombe de las jirafas o la pesca indiscriminada de tiburones; sin embargo, esos niños, cuyos padres hoy nos muestran con ilusión a través de Facebook e Instagram, sí serán responsables de la destrucción de innumerables espacios verdes que terminarán siendo urbanizados para construir las que serán sus futuras viviendas.

Haga el ejercicio de mirar los alrededores de su ciudad y dese cuenta de la forma en que esta ha venido creciendo. Donde ayer había terrenos dominados por la salvaje naturaleza, cerros vírgenes o sabanas verdes, hoy no hay sino urbanizaciones e industrias. Mire no más cuál es uno de los principales argumentos del Alcalde de Bogotá para justificar la expansión de la ciudad hacia el norte con edificios y más edificios: tenemos que construir vivienda para los futuros habitantes de la ciudad.

Los bebés que llegan no lo saben, ni son culpables de esto; en cambio sus padres, sí. Ellos son los que, de manera inconsciente, traen al planeta a una, dos o tres personas más que necesitarán espacio para vivir, alcantarillas que reciban sus desechos y ganado para poder alimentarse. ¿De dónde sacamos más casas? ¿A dónde mandamos las basuras y excrecencias de toda esa gente?

Los felices padres ven el futuro como aquel mundo feliz en el que sus hijos llevarán su marca genética hacia una nueva generación, perpetuando un apellido, unos rasgos, un recuerdo. ¿Para qué? ¿Qué fin tiene esto?

¿Acaso esos mismos padres han pensado en las penurias que tendrán que vivir esos niños cuando ya no sean tan niños y comience el verdadero desastre de la falta de agua dulce en el planeta?

¿Acaso los felices progenitores de los niños del mañana han visto que hacia finales de este siglo sus ya no jóvenes hijos tendrán que soportar un planeta recalentado en el que escaseará el alimento y donde será cada vez más difícil vivir?

Todo parece exageradamente apocalíptico, pero es lo que señala la ciencia. Nosotros, como inconscientes habitantes de este planeta, hemos puesto en riesgo nuestra propia supervivencia, y a pesar de ello insistimos en tener hijos, como si fuera la salvación, cuando en realidad cada niño es un granito de arena que ayuda a construir un futuro desastroso para todos.

#PreguntaSuelta: ¿no les parece que este fin de año ha sido menos festivo que los anteriores?

Juan Pablo Calvás

@Colombiascopio