de en sus últimos estertores, pero que lleva en su vientre, como una madre, algo que es su destino: llegar a parir.”
-Claudio Naranjo.
“Porque el poder que dirige al patriarcado, el poder que está violando la tierra… ha de ser transformado. Ha de haber un contrapeso a todo este frenesí, aniquilación, ambición, competición y materialismo.”
-Marion Woodman.
Primer parte
I. La Era de la Madre
Desde que el antropólogo suizo Johann Bachofen concibiera, a fines del siglo XIX, el concepto de “matriarcado” para describir el modo de organización social de las sociedades humanas previas a la existencia de las llamadas “culturas clásicas” (griega y romana), incontables investigadores y teóricos culturales se han ocupado profusamente de este tema y, a pesar de los numerosos aspectos aún inciertos, existe hoy en día un consenso general sólidamente establecido al respecto.
Hasta donde se sabe, el llamado matriarcado fue un fase de varios miles de años que la mayoría de las culturas ha atravesado, fase que puede trazarse aproximadamente entre la invención de la agricultura y de la escritura, o entre el período neolítico y la Edad de hierro. Las culturas llamadas “matriarcales” no se caracterizaban, como en principio se pensó, por ser sociedades en las que las mujeres detentaban por sí solas todo el poder político y social, imponiendo su voluntad a los hombres. Por ello muchos autores criticann el término matriarcado (“el gobierno de la madre”) como un prejuicio surgido de las dicotomías simplistas e irónicamente patriarcales del pensamiento moderno, y prefirieren caracterizar a estas sociedades como “matrilineales” o “matrifocales”, culturas en las que la descendencia seguía a través de la línea materna. Si bien en estas sociedades las mujeres eran respetadas y, en muchos casos, tenían importantes roles sociales, el predominio de lo femenino y lo materno no parece haberse expresado tanto en la esfera social como sí en la psicológica. ¿Cuáles eran, entonces, los rasgos característicos de estas culturas?
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…un orden patriarcal agonizante que se defienda |
La diosa babilonica Ishtar (c. 2000 a.C.)
El aspecto más sobresaliente de estas sociedades consiste en su adoración a un Principio Femenino, expresado en la forma de una diosa madre como figura religiosa central. Una de las explicaciones más evidentes de esto radica en que la actividad más importante de la vida social en estas culturas era la agricultura. La Gran Madre, cuya manifestación visible era todo el reino natural, era concebida como la fuente y el sostén de todo lo existente: de su simbólico vientre todas las cosas surgían y hacía éste retornaban. En términos de la psicología analítica de Carl Gustav Jung, toda la cultura se sostenía sobre
la predominancia simbólica del arquetipo de la Madre. “Por supuesto, es lógico que la más primitiva representación del poder divino en forma humana haya sido más bien femenina que masculina. Cuando nuestros ancestros empezaron a formularse las eternas preguntas (¿de dónde venimos al nacer? ¿A dónde vamos después de morir?), tuvieron que haber observado que la vida emerge del cuerpo de una mujer. Para ellos debe haber sido natural imaginar el universo como una Madre bondadosa que todo lo da, de cuyo vientre emerge toda vida y al cual, como en los ciclos vegetales, se retorna después de la muerte para volver a nacer…” (Riane Eisler,
El Cáliz y la Espada, 1987).
A medida que la revolución de la agricultura iba transformando el modo de vida de las anteriores sociedades de cazadores y recolectores, la Diosa fue ocupando cada vez más el papel central en el orden divino del mundo, dentro de un rico panteón de espíritus y divinidades menores. Una Madre Cósmica “…cuyo cuerpo es el Cáliz divino que contiene el milagro del nacimiento y el poder de transformar la muerte en vida, a través de la misteriosa regeneración cíclica de la naturaleza” (Ibid, 1987).
La Gran Madre de nuestros ancestros tuvo muchos nombres. En Grecia era llamada Deméter; en Egipto, Isis; en Siria, Astarté; en Sumeria, Inanna; en Babilonia, Ishtar, etc. Sus dos símbolos arquetípicos más antiguos y predominantes fueron la luna y la serpiente. En sus cíclicas fases, la luna representaba los tres aspectos de la Diosa: la luna creciente era la doncella, la exuberante juventud de la vida; la luna llena era la mujer encinta, la madre cuidadora; mientras que la luna nueva era la anciana sabia, o la bruja, la madre devoradora, poseedora de los oscuros misterios de la muerte. La serpiente-falo, por su parte, presente en todas las culturas matriarcales, fue el símbolo central de las fuerzas telúricas y sexuales, así como de la regeneración cíclica de la vida.
Ligado a este “naturalismo sagrado”, las cosmovisiones de esta forma de consciencia prehistórica eran panteístas, lo que significa que no existía para ellas una dicotomía rotunda entre un “mundo natural” y un “mundo divino”, ya que tanto el mundo subterráneo (de la muerte), como el mundo celestial (del cielo y de los astros) y el mundo terrenal (de las plantas, los animales y los hombres) eran aspectos o dimensiones de un único mundo en el que los poderes divinos se manifestaban, dando forma a todos los fenómenos.
El antropólogo Lévy-Bruhl, al referirse a la mentalidad antigua propia de las culturas prehistóricas, denominará este tipo de conciencia “participación mística”, un modo de pensar y de ser-en-el-mundo en el cual no existía una separación clara entre el conocedor y lo conocido. No era posible, en esta conciencia, concebir una separación tajante entre lo que llamamos “mundo interior” (o “yo”) y lo que llamamos “mundo exterior”. La consecuencia evidente era que el hombre no era capaz de concebirse como separado de la naturaleza. “El ser humano primordial percibe el mundo natural que lo rodea como impregnado de sentido, sentido cuyo significado es al mismo tiempo humano y cósmico… El mundo está animado por las mismas realidades de resonancia psicológica que los seres humanos experimentan en sí mismos. Hay continuidad entre el mundo interior del hombre y el mundo exterior”. (Richard Tarnas, Cosmos y Psique, 2009). La naturaleza, en otras palabras, era vivida y experimentada como viva y sagrada, en toda su irracionalidad, horror y belleza.
Puede decirse, por otra parte que, en muchos aspectos, este modo de conciencia poco discriminatrio impedía a la cultura reflexionar sobre sus propios paradigmas, cuestionar la “verdad” establecida de sus mitos y su organización social, fomentando un estatismo tribal incapaz de evolución o autocrítica. El conocimiento humano de estas primeras culturas agrarias era aún rudimentario comparado al nuestro y estaba atravesado por tabúes y supersticiones de carácter simbólico e inconsciente que condicionaban profundamente la vida social.
Kali, el aspecto oscuro de la Diosa en la India
Dentro de este marco, debe incluirse la cultura del sacrificio ritual, ya que la Diosa tenía también un aspecto oscuro: la muerte (la Madre Devoradora arquetípica), presente como la amenaza constante de las salvajes e incontrolables fuerzas de la naturaleza. Y si bien la vida y la muerte parecen haber sido concebidas como un continuo interminable dentro de la Gran Madre, el temor a la extinción física podía ser también una realidad inmediata y aterradora. Para apaciguar este aspecto de la Diosa, las culturas matriarcales habrían recurrido al sacrificio substitutorio (un modo de “soborno divino”, podría decirse): la ofrenda ritual de animales y, de ser necesario, humanos. “La Gran Madre es al mismo tiempo la Gran Protectora y la Gran Destructora, la Gran Devoradora, lo que H. S. Sullivan, en fin, denominaba la Buena Madre y la MalaMadre… Aquí precisamente se asienta la dinámica y el fundamento psicológico del ritual, ya que para apaciguar a la Gran Madre, para que la Gran Protectora no termine convirtiéndose en la airada Destructora, es necesario llevar a cabo determinados ritos.” (Ken Wilber, Después del Edén, 1981).
Así mismo, Jung señalará que, dado que el desarrollo de la individualidad era mínimo, en este tiempo conceptos como la “subjetividad” prácticamente no tenían lugar, ya que el ego (“yo”) emergente estaba todavía casi completamente sumergido o identificado con la colectividad de su grupo social. Sin embargo, está carencia de subjetividad y de distancia crítica frente a las tradiciones establecidas parece haber sido complementada o suplida justamente con un gran apego a los valores y propósitos colectivos, lo que dio lugar a culturas extraordinariamente pacíficas y estables, que convivían en una relativa armonía, sin signos de guerras, opresión o esclavitud, y sin diferencias marcadas de poder entre los sexos.
Basándose en los hallazgos de la antropología, muchos autores han concluido que en estas culturas valores como el poder, la conquista y el heroísmo, tan propios de la cultura occidental clásica, parecían estar prácticamente ausentes. En su lugar, predominaba un universo simbólico que orbitaba en torno a los valores maternales, la fertilidad, la belleza y la cooperación colectiva. “Las divinidades de estos pueblos no llevan lanzas, espadas ni relámpagos, ni se han hallado sepulturas de jefes especialmente lujosas que sugieran una organización jerárquica de la sociedades con líderes poderosos y una población sumisa. No existen imágenes que celebren la guerra, ni siquiera que la representen… no se había hecho hincapié en la elección de lugares elevados, en construir muros de tamaño desmesurado o armas para protegerse de los enemigos. Aún más, la colina o montaña se elegía como lugar de construcción de un santuario, no como campamento fortificado o ciudadela… Más bien, incontables ilustraciones de la naturaleza atestiguan el sentido que estos pueblos tenían de la belleza y de la sacralidad de la vida.” (Anne Baring & Jules Cashford, El Mito de la Diosa, 1991).
Deméter, diosa griega de la cosecha (siglo III a.C.)
Como ha mostrado la psicología profunda, las religiones y las mitologías reflejan la estructura, los valores y la organización de las culturas en las que emergen. Por ello “es comprensible que las sociedades con tal imagen de los poderes que gobiernan el universo, tuvieran una estructura social muy diferente de aquellas que veneran a un Padre divino que empuña un relámpago o una espada. Y parece aún más lógico que en aquellas sociedades que conceptuaban en forma femenina a los poderes que regían el universo, las mujeres no hayan sido consideradas como sumisas y que las cualidades “afeminadas” tales como el cariño, la compasión y la no violencia hayan sido altamente valoradas.” (Riane Eisler, Ibid).
Intentando evitar las idealizaciones míticas, que descansan siempre bajo la arquetípica fascinación del Paraíso Perdido, y aunque nos resulte difícil de asimilar, la evidencia arqueológica parece hablarnos con bastante elocuencia de un extenso período en la historia del ser humano que fue próspero, relativamente igualitario y pacífico durante más de 2.000 años. Pero en los últimos siglos de la Era de bronce, la historia humana sufrió una increíble y brutal transformación.
II. La Era del Héroe
De forma general, en las mitologías matriarcales, la Diosa Madre estaba siempre acompañada de una figura menor, divinidad de la fertilidad, que parece haber sido a la vez tanto la manifestación de su poder como de su bondadosa superabundancia creativa: esta figura era su hijo-amante, representado en muchas culturas por el toro o el león y, más tarde, como un joven dios masculino. El destino ineludible de esta edípica divinidad, simbolizado en el mito y el rito, era nacer como hijo cada verano para unirse como amante a su madre durante cada primavera en el hierosgamos (“matrimonio sagrado”) que fecundaba y revitalizaba la tierra, y morir cada invierno, para ser resucitado nuevamente por el poder divino de su madre con el comienzo de un nuevo verano. “En el mismo sacrificio, el dios-consorte se une a la Gran Madre y luego renace o resucita (transformándose, a lo largo de este proceso, en su propio padre)… Adviértase que ésta es precisamente la fórmula de María y Jesús, en la que ella es, al mismo tiempo, la madre del dios muerto y resucitado (Jesús) y la esposa virgen del dios (el Padre). Pero, antes de María y Jesús, fueron Damuzi e Inanna, Tamuz e Isthar, Osiris e Isis… una historia muy, muy antigua.” (Ken Wilber, Ibid).
“Teseo Libertador”, Affreschi Romani Ercolano
El psicólogo analítico Eric Neumann dirá que esta divinidad vinculada inexorablemente a la Gran Madre constituye las primeras e incipientes representaciones del yo (ego) humano en y frente al mundo que lo rodeaba. En uno de los clásicos más perdurables e influyentes del pensamiento junguiano, Los orígenes e historia de la conciencia, Neumann rastrea la progresiva transformación de este hijo subordinado o dependiente en el arquetipo del Héroe, que impregnará los mitos de todas las culturas humanas, hasta nuestros días. Para Neumann, el arquetipo del héroe no es sino el arquetipo de la propia conciencia humana en su lucha por la emancipación simbólica de las condiciones inconscientes que constituyen su seno materno.
En su lucha y conquista de la individualidad y la autoconciencia frente a su condición tribal inconsciente y su inmersión en el grupo colectivo, el joven dios, subordinado de la fertilidad, deberá cortar el vínculo que lo unía a su madre, emancipándose a sí mismo, y convirtiéndose al mismo tiempo en un líder revolucionario, un auténtico faro de renovación colectiva. Como ejemplifica el mitólogo Joseph Campbell, “una multitud de hombres y mujeres escoge el camino menos aventurado de las rutinas cívicas y tribales relativamente inconscientes. Pero estos viajeros también se salvan en virtud de las ayudas heredadas y simbólicas de la sociedad, los ritos de iniciación… que han funcionado por milenios.” Pero “sólo el nacimiento puede conquistar la muerte, el nacimiento no de algo viejo, sino de algo nuevo [...]. El héroe, por lo tanto, es el hombre o la mujer que ha sido capaz de combatir y triunfar sobre sus limitaciones históricas personales y locales y ha alcanzado las formas humanas generales, válidas y normales […]. Su segunda tarea y hazaña formal ha de ser (como todas las mitologías de la humanidad indican) volver a nosotros, transfigurado y enseñar las lecciones que ha aprendido sobre la renovación de la vida.” (Joseph Campbell, El Héroe de las Mil Caras, 1959).
Benvenuto Cellini – Perseo y la Medusa
A finales de la Edad de bronce y principios de la Edad de hierro, tanto en el sur de Oriente como en Occidente, una nueva mitología se estaba imponiendo. Es la Era de los héroes solares. El amanecer de esta nueva conciencia heroica generaría la inversión total del sistema valores y símbolos de los antiguos matriarcados. La serpiente, representación ancestral de la Diosa, asumiría la forma del monstruo-dragón de los poderes telúricos, instintivos e inconscientes, que todo héroe divino debía derrotar para abrirse camino hacia la constitución de su propia libertad y poder, mostrándole el camino a los hombres. “Sea de aire, tierra o agua, la Gran Serpiente –como la Diosa– poco a poco va siendo acorralada, sujeta, vencida. Set mata a Apofis. Apolo da muerte a Pitón mediante un flechazo. El rey dragón avéstico Azhdanak es derrotado por Vahagun. Atar vence a Aji Dahara… Zeus derrota a Tifón. Belerofonte, montado a lomos de Pegaso, mata a la Quimera, hija de Tifón y Equidna, la Víbora. Perseo decapita a la Medusa, que se muestra con cabellos de sierpes sibilantes y mirada capaz de convertir en piedra a los hombres. La maldición cae sobre la serpiente… Estruendos y furias acompañan el nacimiento del nuevo orden social.” (Leonor Calvera, Historia de la Gran Serpiente, 2000).
El triunfo del héroe divino, dirá Neumann, representa el triunfo de la capacidad diferenciadora de la conciencia humana frente a la naturaleza. La Diosa panteísta de los cielos, la tierra y el inframundo, es reemplazada por un Dios celestial que al separar con su voluntad los cielos de la tierra, ordena el mundo (trae “Cosmos” al “Caos”): “La separación del cielo y la tierra es una imagen del nacimiento de la conciencia, en la que la humanidad es apartada de la naturaleza. Uno mismo que percibe y valora se separa de lo que es percibido y evaluado [… Estos mitos] plasman la capacidad humana para actuar de manera reflexiva antes que instintivamente […] se es cada vez más consciente del poder del individuo para conformar los acontecimientos” (Erich Neumann, Los orígenes e historia de la consciencia, 1955).
El dios egipcio Shu (aire) separando a las diosas Nut (cielo) y a Geb (tierra), c. 1000 a.C.
Y de la misma forma que las nuevas divinidades masculinas y celestiales han separado los cielos de la tierra, lo divino y lo humano se han desvinculado. El mundo de los hombres y las bestias ya no es sagrado, en tanto ha dejado de ser un aspecto o manifestación de la propia Diosa: es una creación del Dios, por fuera de Él mismo. La concepción monoteísta de un Dios trascendente que crea y ordena el mundo desde el “más allá” reemplaza al mundo viviente de la Diosa, que actúa desde el interior siguiendo su propia naturaleza.
Es aquí en donde podemos comprender también el establecimiento de todos los maniqueísmos y dualismos filosóficos centrales de Oriente y Occidente: bien/mal, luz/oscuridad, trascendente/inmanente, cielo/tierra, etc. En estas nuevas mitologías, los opuestos son irreconciliables, ya que es de su propia oposición que la nueva conciencia emerge. “El héroe es asimilado al sol; como el sol, lucha contra la oscuridad, desciende al reino de la muerte y emerge victorioso. Aquí la oscuridad ya no es uno de los modos de existencia de la divinidad, como sucedía en las mitologías lunares; por el contrario, simboliza todo lo que el dios no es, y por lo tanto, el adversario par excellence. La oscuridad ya no se valora como una fase necesaria en la vida cósmica; desde la perspectiva de la religión solar, se opone a la vida, a las formas y a la inteligencia […] Al final, el sol y la inteligencia se asociarían hasta tal punto que las teologías solares y sincréticas de finales de la antigüedad se convirtieron en filosofías racionalistas; el sol es proclamado como inteligencia del mundo.” (Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano, 1959).
Zeus (dios griego), “el padre de los dioses y los hombres”.
Pero la gesta heroica exige una revolución permanente, o la energía renovadora del héroe cristaliza en la configuración de nuevas y rígidas (e inconscientes) estructuras sociales. Así, en el mismo acto heroico, el héroe masculino, devenido en soberano y patriarca conquistador, se convertirá, dentro de cada cultura, en el Dios supremo de un nuevo orden social. Y de esta manera, la Era del Héroeda paso a la Era del Padre, cuyo aspecto benigno es el del sustentador, ordenador y protector, y cuyo aspecto negativo es el del tirano. Y será éste, finalmente, el arquetipo del Padre (portador del orden, señor de la autoridad, la tradición y la ley, y soberano divino sobre todas las cosas) el que prevalecerá y se impondrá como estructura simbólica central en las culturas históricas, durante los próximos tres milenios. El alzamiento de reinos guerreros estructurados en jerarquías de dominación y esclavitud, así como el sometimiento sistemático de las mujeres en todas las esferas de la cultura, sería el aspecto social de esta transformación. “Esta forma de gobierno y de valores implícitos son patriarcales; es una jerarquía de hombres, de los cuales cada uno existe en un orden establecido, con Zeus o Dios en la cima, deidades inferiores debajo, luego los reyes mortales, que remontan sus orígenes a algún dios, y después los leales vasallos y súbditos. Las grandes corporaciones, con el presidente de la compañía y la junta directiva en la cima, son los equivalentes contemporáneos de Zeus y los dioses del Olimpo.” (Jean Shinoda Bolen, Los Dioses de Cada Hombre, 1989).
¿Pero qué razones históricas, y que consecuencias psicológicas y sociales se encuentran detrás de la extraordinaria transformación cultural que daría lugar, tanto en Oriente como en Occidente, a este pasaje del mundo matriarcal al de los incipientes patriarcados originarios? ¿Y qué podrán decirnos éstas de nuestro presente y de la decadencia de nuestra propia cultura?
Como sugiere el gran historiador de la cultura Richard Tarnas, parafraseando a Hegel, “una civilización no puede tomar conciencia de sí, no puede reconocer su propio significado, hasta que no ha madurado lo suficiente como aproximarse a su muerte.” (Richard Tarnas, La pasión de la mente occidental, 1991). ¿Será posible que la filogenética travesía histórica de nuestra infancia numinosa en la Madre, de nuestra heroica pero trágica emancipación de su seno inconmensurable y de nuestra caída eventual bajo la tiranía del Padre, cuenten una sola y gran historia, la historia del desarrollo de nuestra conciencia, cuyo devenir se aproxima inexorablemente a un nuevo clímax?
En la segunda parte rastrearemos las causas históricas y las consecuencias sociales de esta dramática transformación, en busca de la clave cultural que nos permita ver a través de nuestra propia perspectiva histórica, de ésa que nos hizo, nos hace, y que avanza acaso hacia su propia muerte.
Segunda parte:
I. Del Mythos al Logos
A inicios de la Edad del Hierro, todas las culturas neolíticas ancestrales de Europa y el sur de Oriente, unidas por su adoración al misterio de la sacralidad femenina y por una organización social relativamente pacífica e igualitaria, estaban pereciendo. Morían para dar paso a una nueva era: la era del hombre.
Hay aún considerables controversias sobre las causas que precipitaron un cambio histórico tan profundo y cismático en la historia del devenir humano. Según la popular teoría de la antropóloga Marija Gimbutas, el surgimiento de coléricas divinidades del cielo (cuyos símbolos eran el rayo, el aire, el fuego y la tormenta), que se expandían como conquistadores brutales sobre las antiguas teogonías matriarcales, coincide con las invasiones de los pueblos guerreros, arios y semíticos que cayeron en oleadas sobre los pueblos agrarios de la vieja Europa, el Creciente Fértil y la India prevédica, desde fines de la Edad del Bronce. Las invasiones crecientes de estos pueblos nómadas no sólo alterarían y desgarrarían el pacífico mundo de las culturas agrarias de la diosa, sino que eventualmente llevarían a un sincretismo cultural que constituiría la base de un nuevo orden social. Gradualmente, el arquetipo del Padre comenzaba a imponerse sobre la antigua supremacía de la Madre: Atón en Egipto, Zeus en Grecia, El (que en árabe se convertiría en “Allah”) en las tierras semíticas, Marduk en Babilonia, Assur en Asiria, Indra en la India y Yahvé en el Canaán hebreo, encarnaron los atributos de un dios celestial, masculino, omnipotente y omnipresente, que reinaba soberano sobre todas las cosas. “La supremacía de los dioses celestes queda asegurada por una casta sacerdotal de sexo masculino en India, en Persia y en el Canaán hebreo, y posteriormente en las culturas cristiana e islámica” (Anne Baring & Jules Cashford, El mito de la diosa, 1991). Pero, como hemos visto, este nuevo orden social no estaría fundamentado únicamente en una azarosa violencia histórica, sino en una radical transformación en la conciencia humana.
Friedrich Engels, cofundador del marxismo, propuso la teoría de que el paso de una organización social comunitaria (matriarcal) a una organizada en torno al poder y la conquista (patriarcal) se debió al surgimiento de la propiedad privada, la que a su vez tendría su origen en los excedentes de riqueza de la tierra, que eventualmente se traducirían en poder. Sin embargo, el surgimiento de los conceptos de “propiedad” y las leyes que la protegen puede ser visto justamente como una consecuencia material y social del incipiente sentido del “yo” de la mentalidad posmatriarcal, más orientada al poder y engrandecimiento del individuo, que al bien comunal.
Otros autores han visto las causas de esta transformación en el surgimiento de las primeras ciudades-estado: la transición de la vida rural a la urbanidad, de una vida orientada en torno a los ciclos naturales a otra regida cada vez más por la ley y el poder de emperadores y reyes. El descubrimiento de la astronomía, como un orden celestial del mundo que se convertiría en reflejo de las jerarquías de los reinos terrenales, también ha sido considerado como un factor clave en este proceso. Pero quizás la innovación cultural más trascendente que conduciría a esta ineludible mutación histórica, no sería otra que la escritura. El nuevo medio de comunicación escrito, basado en el ordenamiento y la abstracción, favorecería el desarrollo del pensamiento abstracto, reflexivo y racional, sobre la percepción concreta, emocional e intuitiva de la realidad (hemisferio izquierdo sobre hemisferio derecho del cerebro).
Los hemisferios cerebrales, como hoy
sabemos, no trabajan de forma completamente
aislada
uno del otro, pero cada uno está especializado en procesar ciertas funciones, que pueden considerarse como opuestas y complementarias. Funciones que culturalmente se han tendido a calificar como “masculinas” y “femeninas”, respectivamente: el hemisferio izquierdo se especializa en el lenguaje, la lógica y el pensamiento abstracto, mientras que en el derecho es donde tienen lugar fundamentalmente los procesos inconscientes, las emociones, la imaginación, el instinto, la intuición y la apreciación estética. “El cerebro izquierdo es el del intelecto, el yo; es el cerebro lógico, creador y analítico, el que cree en la ciencia y en la razón, inventa y desarrolla las matemáticas; es el cerebro de la tecnología. Su dominio es la mente consciente de vigilia. Por el contrario, el cerebro derecho está dominado por el inconsciente (en el sentido junguiano del término), la imaginación creadora, la síntesis, la emoción, los símbolos, la intuición.” (André Van Lysebeth, La pareja interior, 1998).
En su prolíficamente documentada obra El Alfabeto contra la Diosa, el historiador y neurocirujano Leonard Shlain plantea que la introducción de la escritura llevó gradualmente a un mayor desarrollo del hemisferio izquierdo del cerebro (analítico, racional), conduciendo a lo que se conoce como “lateralización hemisférica”: un predominio de uno de los lados del cerebro sobre el otro, lo que también puede ser visto como un desequilibrio o disfunción a nivel cultural. Desequilibrio que se expresó socialmente como el dominio de lo masculino sobre lo femenino.
El desarrollo creciente de la capacidad analítica de la mente introduciría por primera vez el conflicto entre Myhtos y Logos, entre el modo de ser-en-el-mundo basado en la fascinación autoevidente del mito y el rito tradicionales y el de una naciente y heroica consciencia lógico-reflexiva (filosófica). En Grecia, cuna de la cultura occidental, la escritura, más que cualquier otro descubrimiento en la historia de la cultura humana, daría lugar a la lógica, la filosofía, las matemáticas y la ciencia empírica, y poco a poco iría desplazando a los antiguos mitos ancestrales como sistema absoluto de significación colectiva. “La mente se desprendió de la experiencia inmediata, concreta, sensual-imaginativa, y se volvió consciente de sí misma en distinción al entorno, estableciéndose así como conciencia. Este fue el despertar inicial de la “conciencia razonable” de su previa somnolencia […] En este nuevo modo de ser-en-el-mundo, la conciencia tenía que comenzar no con el conocimiento, sino sólo con ideas acerca del mundo, supuestos, hipótesis que podían ser verdaderas o falsas, es decir, que en principio eran cuestionables, y que por tanto requerían un informe racional y una verificación, fuera racional o empírica […]. De repente la conciencia se había vuelto ella misma responsable de lo que pensaba que era verdad. Tenía que pensar.” (Wolfgang Giegerich, Dialectis & Analytical Psychology, 2005).
Estas nuevas facultades de abstracción y diferenciación corresponden, como hemos visto, a una mayor autonomía del yo (ego) frente a los instintos naturales y frente a los valores tradicionales del grupo colectivo. “En los momentos decisivos, el individuo ya no se apoyaba tanto en las respuestas instintivas a los estímulos externos o en la mera imitación formal de una tradición social estable, sino que cada vez estaba más sometido al dominio y al control de sus propios procesos de pensamiento” (Julian Jaynes, El origen de la conciencia en la ruptura de la mente bicameral, 1976). El precio de la capacidad autoreflexiva del ser humano y del aumento de su conciencia frente a la impulsividad instintiva y la fascinación mítica, sin embargo, parece haber sido la pérdida de una considerable armonía social, de su percepción natural de la sacralidad de la vida y de su inherente identidad con el mundo.
La introducción del nuevo carácter lógico-reflexivo en la conciencia humana, por otra parte, sería gradual y, en la mayoría de los casos, privilegio de ciertas élites. Por esta razón, el despertar de la “conciencia razonable” no haría desaparecer del todo el poder colectivo de las narrativas míticas, sino que ésta se adecuaría dentro de una nueva mitología que reflejaba el nuevo ser-en-el-mundo y los sistemas de valores que lo acompañaban, una mitología del ego, en la que el hombre soberano, conquistador, heroico y racional, ocupaba el lugar central, desde el que señoreaba sobre todas las cosas. El trágico y heroico sacrificio de Sócrates en nombre de la verdad sería el ejemplo paradigmático de cómo el naciente Logos quedaría subordinado también, durante miles de años, a los nuevos esquemas autoritarios de un pensamiento mítico sustentado en valores patriarcales.
Junto con el desarrollo de la autoconciencia y el naciente poder del “libre albedrío”, tendría también lugar la emergencia de un concepto que sería central para las culturas patriarcales: la culpa, que implica una transgresión a las leyes divinas del mundo. El sentimiento de culpa, nos dice el psicólogo Wolfgang Giegerich, no tenía existencia en el modo de conciencia prefilosófico de las culturas prehistóricas. “¿Cómo podría, si el hombre estaba allí en una identidad con el mundo? Podía haber errores, actos equivocados, pero no culpa en un sentido moral […] La emergencia de la idea y la experiencia de la culpa refleja simplemente el acto lógico del divorcio de la mente de su unidad simbiótica con la naturaleza” (Wolfgang Giegerich,Ibid).
La idea de culpa se manifestó en la cultura griega en los conceptos de hamartía e hybris, que con tanto énfasis y dramatismo han sido expresados en la tragedia. Mientras que las religiones abrahámicas (judaísmo, cristianismo e islam), hicieron de la culpa el bastión central sobre el que se sostendría toda su cultura. En este punto, podemos ver como la tríada universal de ley-culpa-castigo (el “padre introyectado”) se manifestaría en el inconsciente humano como el “Superyo” descrito por Freud.
Junto con el concepto de culpa, la idea del Bien y el Mal como realidades absolutas e irreconciliables se solidificó en estas culturas. El bien pasaba a estar definido por la adecuación a la “ley del Padre”, mientras que el mal constituía su transgresión. Y la ley del Padre, su ley divina, estaba grabada ahora en palabras sagradas. En el código legal mesopotámico más antiguo que se conoce, atribuido al rey Urokagina de Lagash, la nueva cultura patriarcal dejaba claro cuál sería el lugar de la mujer en el nuevo orden social: “Si una mujer habla contra su hombre, su boca será machacada con un ladrillo al rojo” (Código de Hammurabi, h.2350 a.C.).
En las nuevas mitologías patriarcales, la abstracta e inmutable nueva sacralidad de la palabra escrita reemplazó a la antigua sacralidad del reino natural. “El Antiguo Testamento fue la primera obra en escritura alfabética que habría de influir en las épocas venideras. Dando fe de su gravitas, siguen siendo multitud los que aún lo leen tres mil años después. Las palabras de sus páginas son un punto de referencia de tres poderosas religiones: el judaísmo, el cristianismo y el islam. Todas ellas son paradigmas de patriarcado. Todas las religiones monoteístas muestran una deidad patriarcal anicónica cuya autoridad resplandece a través de la palabra por Él revelada, santificada en su forma escrita.” (Leonard Shlain, El Alfabeto contra la Diosa, 2000).
El Antiguo Testamento convertiría a la mujer (y a su símbolo tradicional más antiguo, la serpiente) en el origen del mal en la tierra. Al mismo tiempo que el alzamiento del Dios Padre desterraría a la Diosa Madre, lo sagrado sería desterrado del mundo material, temporal y fenoménico, para pasar a habitar exclusivamente en un más allá atemporal, espiritual y abstracto. La consolidación de las religiones monoteístas significó el establecimiento de una espiritualidad trascendente y antifenoménica. El cuerpo se volvió, mitológicamente, equivalente a la tierra, y la mente a los cielos, y el rechazo de toda dimensión sagrada en el mundo material y en la vida se efectivizó a través de una negación y rechazo cultural hacia todos los aspectos impulsivos y sexuales del ser humano, los cuales serían demonizados y reprimidos de manera general. En todas estas sociedades, al mismo tiempo, el lugar de la mujer fue socavado y denostado culturalmente de manera sistemática, e incluso brutal, como si su existencia fuera el símbolo exterior de una realidad interna que había que extirpar. “El cuerpo se equiparó con la feminidad y la mente con la masculinidad, y la disociación psicológica interna entre el cuerpo y la mente conllevó la opresión sociológica externa de lo femenino a manos de lo masculino […] la opresión, la represión y/o explotación de la naturaleza, del cuerpo y de la mujer tuvieron lugar por el mismo motivo, ya que la naturaleza, el cuerpo y la mujer eran consideras [inconscientemente] como una sola entidad(una entidad, por cierto, a la que había que eliminar)” (Ken Wilber, Después del Edén, 1981). Desde las leyes patriarcales de Lagash y Grecia, hasta los velos islámicos de La Sharia, desde la misógina moral del sistema de castas brahmánico, hasta las cacerías de brujas de la Inquisición, los derechos de la mujer no sólo serían rechazados por las culturas patriarcales, sino perseguidos durante milenios, a fuego y sangre.
Finalmente, la tendencia diferenciadora del Logos conduciría en Occidente al nacimiento de lo que se ha llamado “La Era de la Razón”: la Ilustración, que se encargó de someter a juicio los dogmas míticos de la espiritualidad trascendente judeo-cristiana. La revolución ilustrada, basada en el creciente dominio y la comprensión del hombre sobre el mundo físico, divinizó a la razón humana por sobre todas sus otras facultades, conduciendo al colapso relativo de la visión del mundo medieval, fundamentalmente mítica, y orientada a un más allá trascendente. Y a pesar de la persistencia de las creencias religiosas en la modernidad, el nuevo paradigma de la ciencia, el materialismo, se convertiría en el nuevo fundamento filosófico del mundo. El materialismo recuperaría el valor del mundo material sobre los mundos celestiales de la religión judeo-cristiana, pero negándole toda profundidad. El nuevo universo humano se convertiría en una maquina sin alma, inteligencia, belleza, significado o propósito más que el que pudiera proyectar o imponer sobre él la voluntad y la inteligencia del hombre tecnológico-conquistador.
¿Pero por qué este desarrollo (y desequilibrio) de la conciencia humana habría de traducirse histórica y universalmente para todas las culturas en el pasaje de una mitología femenina a una mitología masculina? La respuesta, quizás, podamos encontrarla en las particulares diferencias biológicas y psicológicas que caracterizan a uno y otro sexo.
II. Femenino y Masculino
El cuestionamiento que desde fines del siglo XIX el feminismo hizo de los solidificados y opresivos roles de género en la cultura significó la ruptura de las concepciones estereotipadas de lo que una mujer y un hombre es, de lo que pueden o no hacer y de los espacios sociales que pueden o no ocupar. Este revolucionario y necesario cuestionamiento se radicalizó a fines del siglo XX, apoyado en el paradigma del construccionismo social, el cual, si por una parte tornó evidente cómo todos los hábitos y costumbres de las sociedades son “construcciones culturales” de cada época y contexto determinado, llegó a convertirse en un rechazo sistemático a cualquier intento de síntesis transcultural que permita comparar y comprender el porqué de estas transformaciones culturales y atisbar detrás de ellas cualquier desarrollo o evolución histórica general.
Dentro de este marco, el llamado “feminismo radical” puso énfasis en el concepto de construcción social de los roles de género, y su tendencia ha consistido en negar cualquier tipo de diferencia en la psicología y las capacidades predominantes de cada sexo, como si cualquier diferenciación constituyera la base una nueva posible forma de opresión o el ajuste a falsas concepciones prejuiciosas y sexistas de lo femenino y lo masculino. No obstante, hoy en día son claras las evidencias que muestran que existen ciertas diferencias en la psicología de hombres y mujeres, diferencias que se expresan como tendencias innatas o condicionamientos cerebrales y hormonales. Recientemente, las diferencias en la estructura cerebral de hombres y mujeres fueron reconfirmadas por un grupo de neurocientíficos de la Universidad de Pensilvania, en una
investigación en la que utilizaron una nueva técnica de resonancia magnética.
El origen de estas diferencias podemos buscarlo en los primeros estadios de la evolución humana: las culturas prehistóricas (y prematriarcales) del paleolítico, el período más extenso de la existencia humana (abarca 99% de ella). Las condiciones de vida de estas culturas humanas primigenias definirían universalmente las características básicas de cada sexo, y los primitivos roles de género no serían asignados en función de sexismos arbitrarios, sino como una estrategia necesaria e inteligente para la supervivencia de la especie. “A pesar de la distancia de nuestra civilización con las cuevas de Lascaux, seguimos estando enormemente influidos por el diseño neurológico original que dio lugar a unos cazadores-recolectores nómadas, que tuvieron gran éxito como especie […]. Debido a sus diferentes funciones, la evolución, al pasar el tiempo, proveyó emocionalmente a hombres y mujeres para que respondieran de forma diferente ante diferentes estímulos. Esto hizo que ambos percibiesen el mundo de forma distinta, tuviesen diferentes estrategias de supervivencia, formas de compromiso y, en última instancia, formas diferentes de conocimiento: la forma del cazador/matador y la forma de la recolectora/cuidadora” (Leonard Shlain, El Alfabeto contra la Diosa, 2000).
El hombre, de contextura y fuerza física mayor, se ocupó de la arriesgada, violenta y heroica actividad de la caza, ocupación en la que tendría que desarrollar capacidades indispensables para su supervivencia. Por esta razón, actitudes basadas en valores heroicos tales como la valentía y la fuerza, pasarían a constituir para estas culturas ancestrales las características definitorias de lo masculino. En función de estas necesidades, el hombre desarrolló un vínculo más fuerte entre la parte delantera y la trasera del cerebro, lo que le otorgo mayores capacidades motoras, percepción focalizada, acción coordinada y facultades de orientación. La testosterona, hormona vinculada tanto a la agresividad como al impulso sexual, se encuentra presente en una cantidad entre 10 y 20 veces mayor en hombres que en mujeres. La caza, entre otras cosas, exige sangre fría, por lo que percepciones emocionales no compatibles con ésta, como la sensibilidad y la empatía, se infravaloraron, lo que también tendría su impacto en la configuración del sistema nervioso. En su lugar, la amígdala, considerada como “el centro del control emocional”, vital para responder a situaciones de peligro, tuvo un mayor desarrollo.
La mujer, por su parte, junto con la recolección de alimentos, se dedicaría al cuidado y la crianza de los hijos, actividades en las que son primordiales la empatía, la sensibilidad, y la relación con el otro. Esto la llevaría a desarrollar un mayor grado de conexión neuronal entre los hemisferios cerebrales (las mujeres tienen entre 10% y 33% más de fibras neuronales en el cuerpo calloso que los hombres), lo que implica una mayor intensidad en las respuestas emocionales y una mayor percepción de éstas, así como una mayor facilidad para realizar diversas tareas al mismo tiempo. Allí también podría encontrarse el origen de la famosa “intuición” emocional femenina. Y si la testosterona es la hormona masculina más predominante, la oxitocina, conocida coloquialmente como “la hormona de las relaciones”, que se incrementa en las mujeres durante el orgasmo, el parto y la lactancia, podría ser considerada en cierto modo como su contracara. El cariño y cuidado del otro, la excitación sexual y el amor romántico, así como la confianza, el respeto y la tolerancia en las relaciones sociales son los atributos más característicos de esta hormona.
Debemos considerar, entonces, los efectos de la evolución biológica en los rasgos psicológicos propios de cada sexo como factores tan relevantes para condicionar el carácter de hombres y mujeres como los culturales. E incluso podemos ver cómo los propios condicionamientos culturales (las concepciones estereotipadas de lo que un hombre y una mujer son y deben ser) están enraizados en estos primitivos condicionamientos biológicos, en una interdependencia que tiende a cristalizarse y a perpetuarse mutuamente, a pesar de que nuestras potencialidades humanas van mucho más allá de ellos. “Las diferentes estructuras y funciones biológicas del cuerpo del hombre y del cuerpo de la mujer predisponen de manera innata hacia aquellas diferencias sexuales que son caricaturizadas por el estereotipo masculino (activo y agresivo pero, por otra parte, poco emotivo) y por el estereotipo femenino (pasivo y no agresivo pero, por otra parte, más emotivo), etcétera” (Ken Wilber, Ibid).
III. Integrar los opuestos
El destino de la mente humana, señala el filósofo y psicólogo Ken Wilber, es desarrollarse más allá de sus meras tendencias y condicionamientos biológicos sexuales y experimentar y explorar la totalidad de sus posibilidades psíquicas, trascendiendo los estereotipos culturales de las diferencias sexuales. “A mi juicio, la reciente investigación demuestra muy claramente que las personalidades más desarrolladas presentan un equilibrio y una integración de los principios “masculinos” y “femeninos” que los hace “mentalmente andróginos”, mientras que los individuos menos desarrollados, por su parte, tienen a exhibir más nítidamente las actitudes estereotípicas propias del sexo […] Así pues, cuanto más crece y evoluciona un ser humano, más posibilidad tiene de trascender las diferencias corporales iniciales y descubrir la equivalencia mental [entre hombres y mujeres] y la identidad equilibrada. En cierto modo, esta es una forma de androginia mental superior (no de una bisexualidad física) […]. Por otra parte, cuanto menos evolucionada (y, por consiguiente, menos inteligente) es una persona, más próxima se halla a los estereotipos masculinos o femeninos” (Ken Wilber, Ibid). Con esta concepción es también compatible el reciente descubrimiento de la neurociencia sobre las facultades de “plasticidad neuronal” del ser humano: nuestro cerebro no es un órgano estático, configurado de una vez y para siempre, sino un proceso dinámico de conexiones neuronales que cambia en la medida en que también lo hacen nuestros hábitos mentales y nuestra conducta.
La idea de una “androginia mental” como estadio superador de la condición humana ya estaba presente en la tradición hermética, la filosofía esotérica de Occidente. Más específicamente, en la alquimia medieval. A la luz de la psicología profunda, la filosofía simbólica de la alquimia fue interpretada por Carl Gustav Jung como la búsqueda de la psique por unificar sus aspectos “femeninos” y “masculinos”, trascendiéndolos en una unidad mayor. El proceso de individuación en la psicología junguiana, análogo a la búsqueda alquímica, consiste en valorar por igual nuestras funciones psíquicas que consideramos opuestas, integrándolas en un todo que es más que la suma de las partes. Descubrimos entonces que los valores y características que hemos categorizado como “femeninos” y “masculinos” en nuestra cultura patriarcal son funciones complementarias que están disponibles para todos los seres humanos, independientemente de su sexo y de su sexualidad. “Nuestra civilización moderna privilegia excesivamente las funciones del cerebro izquierdo en detrimento del derecho. Mi progreso personal consiste en procurar desarrollar en mí la intuición, la poesía, la síntesis, el diálogo con mi inconsciente y todas sus riquezas y dejarme guiar más por la intuición que por la lógica pura, con el fin de que las dos mitades del cerebro establezcan un diálogo. Esto no implica renunciar al intelecto, el análisis, sino desarrollar los aspectos del cerebro derecho para equilibrar ambo.” (André Van Lysebeth, Ibid).
Plantear la necesidad de una unificación, de un trabajo conjunto de estos dos principios, constituía para Jung lo más esencial y necesariamente vital para nosotros como especie. La destacada escritora feminista Virginia Wolf lo expresó de manera poética, recuperando la tradición filosófica del romanticismo: “Y me puse a delinear de cualquier manera un plano del alma, en el que dos poderes presidían, uno masculino y otro femenino [...] Esa, tal vez, fue la intención de Coleridge cuando dijo que una gran inteligencia es andrógina. Cuando se opera esa fusión, la mente queda fecundada plenamente y dirige todas sus facultades” (Virginia Woolf,Una habitación propia, 1929).
De esta integración en nuestro propio contexto histórico, y de su posible expresión en la emergencia de una nueva cultura, síntesis dialéctica de nuestra dramática historia humana, nos ocuparemos en la última parte.
Tercera Parte
I. El patriarcado inconsciente
La creciente inclusión de la mujer en los ámbitos culturales y políticos desde fines del s. XIX fue consecuencia de la puesta en crisis y desarticulación de forma cada vez más creciente del fundamento de la organización social en Occidente: la familia patriarcal, caracterizada por la autoridad unilateral ejercida por el padre, jefe de familia y dueño del patrimonio (literalmente, “lo recibido por línea paterna”) que incluía tanto los bienes materiales como los esclavos, la esposa y los hijos. En cierto modo, los movimientos feministas del siglo XX han logrado grandes triunfos históricos, al hacer equivalentes muchos de los derechos sociales de hombres y mujeres en la mayoría de los países de Occidente. El voto femenino, el derecho al divorcio y el empleo igualitario, pueden ser considerados, quizás en igual medida, tanto triunfos de la expansión del feminismo como del desarrollo general de una conciencia humana más democrática y liberal. Otros derechos sociales, como la interrupción voluntaria del embarazo (el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo), están ya contemplados por la ley en numerosos países del mundo, y en muchos otros están actualmente en discusión.
En las primeras etapas del feminismo, generalmente se había supuesto que el patriarcado fue sólo un cambio en las relaciones sociales de poder que sentó las bases para el sometimiento de las mujeres por los hombres. Sin embargo, como hemos visto a lo largo de los artículos precedentes, no podemos entender al patriarcado únicamente como un modo de relaciones sociales de poder, sino como una lógica simbólica fundamental que ha configurado nuestra historia humana y sobre la que se han sostenido o construido todos los aspectos de nuestra cultura. ¿Qué es, entonces, el patriarcado hoy en día?
Desde un punto de vista psicológico, el establecimiento del patriarcado en lo inconsciente colectivo no se tradujo únicamente en una “mejoría” social para los hombres, sino principalmente en la imposición de roles endurecidos y universalizados que definieron y delimitaron culturalmente el comportamiento socialmente aceptable de los hombres y las mujeres, constriñendo a ambos géneros por igual en sus posibilidades de expresión, no sólo políticas y sociales, sino en la propia expresión de su ser. “En los dos casos los rasgos positivos que tradicionalmente se han asociado a cada uno de los dos sexos, se han convertido en caricaturas frustrantes de lo que hombres y mujeres deberían ser”. (Myriam Miedzian,Chicos son, hombre serán, 1995).
En la cultura patriarcal, irónicamente, el hombre ha sido forzado a ajustarse a una imagen extremadamente estrecha y mutilada de sí mismo: la de una virilidad fuerte, inflexiblemente segura, exclusivamente racional, con la que no son compatibles la debilidad, ni el miedo, ni la tristeza, ni la sensibilidad emocional, ni la empatía, ni la expresión estética, ni las demostraciones profundas de afecto. En la mística de la masculinidad patriarcal, todos estos rasgos son considerados implícitamente femeninos y, por lo tanto, degradantes. “Este código ético es interiorizado desde la infancia por los varones desde distintos ámbitos [...]: el familiar, el educativo, el de las relaciones entre iguales, el deportivo y el de la cultura de masas. Por mandato social, el hombre tiene que aprender a reprimir y ocultar sentimientos […] Para construir esta personalidad el hombre “no llora”, no siente miedo, se controla y evita caer en debilidades afectivas [...] Transgredir cualquiera de los preceptos sociales que le califican como “hombre de verdad”, puede suponer poner en duda su masculinidad y ser tratado como no masculino o afeminado con el carácter de inferioridad que ello conlleva. Por eso, si hay algo peor que “no ser hombre” es ser homosexual, porque esto le acercaría mucho más a ser femenino, que es la mayor categoría de inferioridad.” (López Castro, Cómo influye el patriarcado en la masculinidad arquetípica, 2007). El hombre patriarcal, además, para consolidarse como tal, debe ser un conquistador, debe competir y triunfar en la guerra individualista por conquistar espacios de poder (donde poder equivale a acumulación de dinero y status social). En términos económicos, esa guerra se ha traducido en capitalismo global.
Por su parte, la mujer patriarcal fue considerada casi exclusivamente en dos estereotipos masculinos contrapuestos que pasarían a confinar su destino o etapas inevitables en su vida: el de mujer-objeto y el de madre. Fuera de estos estereotipos, la mujer sería definida como un ser obediente, pasivo, carente de pensamiento crítico o capacidades intelectuales que le permitan ser tenido seriamente en cuenta en las cuestiones importantes de la sociedad. “La mujer no ha jugado en ella ningún papel protagónico o relevante, si acaso el de cumplir el papel de una compañera cuya tarea es dar sosiego al conquistador, darle más hijos (que sean varones preferentemente) y que sea capaz de reproducir en el espacio doméstico (único espacio en el que encuentra su “realización”) la educación y los valores masculinos” (Arturo Toscano Medina,La filosofía, la mujer y la cultura, 2001).
La revolución feminista significó en gran medida el cuestionamiento de estos prejuicios patriarcales, abriendo las puertas a las mujeres para integrarse de forma más igualitaria en las esferas laborales e intelectuales de la cultura. Pero si bien hoy se reconoce cada vez más colectivamente en la sociedad occidental que las mujeres tienen las mismas capacidades intelectuales que los hombres y gozan cada vez más de sus mismos derechos, su inclusión social ha sido en términos de “lo masculino”. En este sentido, en el siglo XX muchas mujeres abandonaron la identificación inconsciente con los estereotipos femeninos tradicionales del patriarcado para abrazar el estilo heroico “masculino” de la modernidad competitiva sedienta de logros capitalistas en la arena del mercado. “En los primeros días del feminismo, por ejemplo, muchas mujeres quisieron disipar el mito de la biología como destino y demostrar la capacidad de la mujer para pensar claramente, gobernar con autoridad y alcanzar lo que alcanzan algunos hombres. A resueltas de ellos, algunas mujeres se volvieron adictas a la embriagadora fiebre de la productividad, convirtiéndose en adictas al trabajo y pretendiendo ser «supermujeres». Así como sus madres pueden haber sacrificado el trabajo por el amor, ellos pueden haber sacrificado las relaciones amorosas en beneficio de sus carreras […]. Ahora las mujeres dicen sentirse insatisfechas con estas nuevas sendas, lamentando la pérdida de la feminidad […], de perder el contacto con nuestros instintos femeninos, al haber dado prioridad al desarrollo de la identidad individual a costa de los valores de relación.” (Connie Zweig, Ser mujer: el nacimiento de la feminidad consciente, 1990).
En su rol de objeto-sexual, la mujer ha pasado de ser el atractivo trofeo del varón conquistador a un objeto más de consumo en la sociedad capitalista, reproducido e impuesto por los medios hegemónicos de comunicación, especialmente a través de la publicidad, cuyo objetivo no es sólo vender un producto, sino una imagen ideal y un estilo de vida acordes con los valores de la sociedad de mercado. Los estereotipos de la normalmente inalcanzable “feminidad ideal” impuestos por el mercado ejercen una enorme presión social en la mujer actual, la cual suele traducirse en frustración y en variadas patologías psicológicas.
Sin embargo, estos roles estereotipados y patológicos, en la medida en que comienzan a volverse conscientes, se están viendo debilitados, flexibilizados y cuestionados de manera cada vez más creciente. Su transformación puede ser considerada como un aspecto inevitable de la necesidad colectiva de evolucionar hacia una nueva cultura.
II. INDIVIDUALIDAD Y COMUNIÓN
En sus investigaciones experimentales sobre el desarrollo temprano de la personalidad en niños y niñas en los años ochenta, la psicóloga y filósofa Carol Gilligan descubrió que existen ciertas tendencias innatas de carácter entre uno y otro sexo. Gilligan, que se convertiría en la primera profesora de estudios de género en la Universidad de Harvard, concluyó que existe una tendencia natural en los hombres hacia el individualismo, mientras que en las mujeres hay una tendencia a poner el acento en las relaciones entre las personas. En el ámbito ético, los hombres tienden a pensar en reglas formales y abstractas, insistiendo en la importancia de la autonomía del individuo y de la adecuación al derecho, mientras que las mujeres tienden a considerar las cosas en términos contextuales, relacionales, a pensar en términos de comunidad y a otorgar más importancia al respeto y las responsabilidad con los otros.
Siguiendo las investigaciones de Gilligan, podríamos decir que el sexo masculino tiene una tendencia innata al desarrollo de la autonomía, pero teme en cierto modo las relaciones, mientras que el sexo femenino tiende a valorar más profundamente las relaciones, pero tiene dificultades con la autonomía. “Hoy en día hemos llegado a un punto crítico de la evolución, un punto en el que los roles sexuales primarios −hiperautonomía para los hombres e hiperrelación para las mujeres− están siendo, en cierto modo, trascendidos; un punto en el que los hombres deben aprender a aceptar su ser relacional y las mujeres deben aprender a aceptar su autonomía.” (Ken Wilber, Breve historia de todas las cosas, 1997).
No es difícil percibir, entonces, cómo nuestra actual cultura se ha erigido sobre un desequilibrio básico de prioridades, en el cual los valores considerados “femeninos” (la cooperación, la empatía, la solidaridad y la preocupación por el bien común) se han infravalorado o relegado a la esfera de los ideales utópicos y humanitarios, mientras que los valores “masculinos” (el individualismo, la competencia y el self-made man americano) han determinado la lógica de las relaciones sociales a través de la cuales nuestra sociedad funciona, una lógica cuyo principal objetivo es privilegiar a los nuevos conquistadores y reyes del mundo, aquellos que alcanzan la cima de la pirámide del mercado (o que ya se encuentran en ella). “Los problemas a los que nos enfrentamos hoy aumentan por la definición de una individualidad que ha llegado a significar una simple búsqueda del yo, y una democracia que ha perdido también su significado […]. En nuestro sistema competitivo, parece que pensamos que uno debe arreglarse por sí mismo. Una vez más, las partes están funcionando sin consideración al interés del todo. Gran cantidad de personas crece sin ningún sentimiento de pertenecia a la comunidad y carecen de sentimientos de lealtad y ayuda a los demás […] Una de las principales dificultades es que la mención del amor en cualquier marco que no sea fundamentalmente personal se ha convertido en algo sentimentalizado, emasculado, relegado a la imagen de la escuela dominical de una efímera idealización. Se escriben libros enteros de psicología en los que no se encuentra ninguna mención al amor. Sin embargo, el amor sigue siendo la dinámica más esencial en el funcionamiento sano de la sociedad.” (John Weir Perry, La evolución de la conciencia, 1988).
Este desequilibrio ha dado lugar a una civilización que, a pesar de su desarrollo técnico e intelectual, sigue sosteniéndose, aún hoy, sobre una lógica despiadada, en la cual las relaciones de dominación, explotación (del hombre y del medio ambiente) y desigualdad extremas se han naturalizado al punto de volverse imperceptibles para la mayoría de las personas.
Como reflejó la implacable pregunta del presidente uruguayo José Mujica en la Cumbre de las Naciones Unidas sobre Desarrollo Sustentable del año 2012: “¿Es posible hablar de solidaridad y de que “estamos todos juntos” en una economía que está basada en la competencia despiadada? ¿Hasta dónde llega nuestra fraternidad?”
Individualidad y comunión, sin embargo, podrían ser valores fundamentales para construir una cultura equilibrada. Mientras que los totalitarismos de Estado pueden ser contemplados como expresiones sociales desequilibradas (y, en última instancia, falsas) del principio de Comunión, en donde la individualidad queda subsumida y aplastada por su adecuación a una fuerza impuesta desde un poder estatal concentrado, autoritario y jerárquico; el neoliberalismo capitalista, por su parte, puede ser visto como una expresión desequilibrada del principio de Individualidad, en donde la libertad colectiva se ha identificado con la libertad de los mercados (desregulación económica) y la libertad y el desarrollo personal se han identificado con la noción de una ilusoria libertad de consumo o, en su defecto, una promesa de libertad individual ganada “con el sudor de la frente” a través de una justificada y glorificada competencia social: “En el capitalismo mágico, somos todo lo libres que nuestro dinero puede pagar, dado que tal y como reza su primera ley: “la libertad de las personas es inversamente proporcional a la libertad de los capitales””(Rafa Cuadrado,
La necedad de vivir sin tener precio, 2012).
La imagen del desarrollo individual dentro del capitalismo depende entonces exclusivamente de una ilusoria meritocracia mercantilista que, aunque fuera real, representaría la antítesis de una verdadera cooperación colectiva, no resumiéndose en otra cosa que una lucha egocéntrica por el poder. En este sentido, el desarrollo del capitalismo neoliberal posmoderno puede ser contemplado como la expresión socioeconómica de la estructura egocéntrica de conciencia que predomina actualmente en nuestra cultura, de una individualidad que ha devenido en individualismo narcisista y alienante y que necesita desesperadamente reconocer su lugar en la unidad mayor en la que existe. “Es verdad que [en el capitalismo] no existe nada ni remotamente parecido a la igualdad de oportunidades, pero incluso si existiera, el sistema de todos modos sería inaceptable. Supongamos que los dos corredores largan exactamente del mismo punto, usan el mismo calzado y todo lo demás. Mientras que uno llega primero y se lleva todo lo que quiere, el otro llega segundo y se muere de hambre.” (Noam Chomsky, El bien común, 1998).
En términos junguianos, las perspectivas comunistas, que defienden la existencia de un Estado centralizado que lo abarca y administra todo, descansan sobre el arquetipo de la Madre, en donde la institución estatal es la familia que contiene y provee a todos sus hijos por igual; mientras que las perspectivas capitalistas se sostienen casi exclusivamente sobre el arquetipo del Héroe, en donde la voluntad y el esfuerzo individual se conciben e idealizan como únicos rasgos morales válidos para construir una sociedad “justa”, pero que en la práctica constituyen una falsa justificación ética de las desigualdades, al mismo tiempo que defienden la noción idealizada del esforzado y triunfal ascenso social; en otras palabras, de una jerarquía de poder, lo que nos conduce nuevamente a los aspectos negativos del arquetipo del Padre. “La historia de la civilización ha sido, a grandes rasgos, la historia de una brutalidad enmascarada tras la idealización del heroísmo. Si imaginamos a un habitante de Marte observando los acontecimientos que tienen lugar en la Tierra a través del paso de los siglos, no nos extrañaría que llegara a la opinión de que los humanos, en su conjunto, son despiadados: gente de muy poca compasión.” (Claudio Naranjo, La mente patriarcal, 2010)
Otro modo de ver estas dos perspectivas en el aspecto positivo de cada una es en la forma de derechos y responsabilidades. El gran desafío de nuestra cultura, cada vez más global, sea probablemente hallar un equilibrio dinámico entre estas dos esferas de valores, construir una cultura en donde el auténtico desarrollo individual y el desarrollo colectivo no estén en contradicción, sino que sean dos aspectos valorados y fomentados por igual de una nueva y cooperativa organización social. El filósofo anarquista Mijaíl Bakunin sintetizó de forma unificadoramente clara esto al afirmar: “No seré verdaderamente libre hasta que todos los hombres y mujeres que me rodean sean también libres. La libertad del otro, lejos de suponer una limitación para mi libertad, es una condición indispensable para su realización” (Mijaíl Bakunin, Dios y el Estado, 1871).
Una cultura en donde las responsabilidades impliquen un auténtica participación e implicación de cada individuo en la construcción y el desarrollo de la sociedad demanda repensar nuestro sistema democrático y nuestra concepción del Estado. Nuestros actuales sistemas democráticos, que en teoría debieran representar la voluntad de sus pueblos, tienden sin embargo a reflejar en realidad la voluntad de los intereses privados; esto es, del mercado. “La anarquía económica de la sociedad capitalista tal como existe hoy es, en mi opinión, la verdadera fuente del mal […]. El capital privado tiende a concentrarse en pocas manos [...]. El resultado de este proceso es una oligarquía del capital privado cuyo enorme poder no se puede controlar con eficacia incluso en una sociedad organizada políticamente de forma democrática. Esto es así porque los miembros de los cuerpos legislativos son seleccionados por los partidos políticos, financiados en gran parte o influidos de otra manera por los capitalistas privados [...]. La consecuencia es que los representantes del pueblo de hecho no protegen suficientemente los intereses de los grupos no privilegiados de la población.” (Albert Einstein, ¿Por qué el socialismo?, 1949). Sumado a ello, la influencia decisiva que los poderes económicos concentrados ejercen a través de los medios de comunicación dominantes para configurar la opinión social y “construir realidades”, hace de nuestra democracia un mecanismo profundamente manipulable por el poder.
Si el actual despotismo económico del capitalismo patriarcal ha de ser trascendido en alguna forma más inteligente y equitativa de organización social, no será a través de la imposición violenta de un Estado centralizado y autoritario, y probablemente tampoco a través de la destrucción de todas las instituciones públicas, sino posiblemente de su gradual o radical transformación. Nuestra democracia representativa, verticalista y burocrática, heredera de los liderazgos monárquicos, necesita evolucionar en formas cada vez más participativas y directas de expresión colectiva. Iniciativas como la
Ley Orgánica de Comunas en Venezuela, o proyectos de democracia digital como el
Open Ministry de Finlandia, el Partido
WikiLeaks de Julian Assange en Australia, o el
Partido de la Red en Argentina parecen avanzar fuertemente en esa dirección. La expresión de una voluntad colectiva más consciente y cooperativa ha de ir la mano necesariamente de una democracia más participativa. La democracia participativa implica una expresión de la voluntad individual, al tiempo que demanda una responsabilidad e implicación mayor en la cocreación de lo colectivo. Incluso alternativas tan revolucionarias como la
Economía Basada en Recursos no pueden pensarse seriamente en la práctica como alternativas superadoras al capitalismo sin algún sistema de democracia participativa.
Hoy, los muros opresivos de nuestra cárcel patriarcal son cada vez más evidentes, sus paredes tiemblan como sostenidas sobre plataformas arenosas y apocalípticas. Su suelo resulta cada vez más débil, más ridículo, más inverosímil, sus ídolos se resquebrajan y se caen, y sus columnas se doblan y se agrietan para romperse. La actual crisis económica, política y ecológica de nuestro tiempo nos demanda una nueva cultura si es que hemos de sobrevivir en este mundo, ha de empujarnos hacia la construcción de esta nueva cultura, a una inclusión y superación de nuestras revoluciones y fracasos, de nuestros triunfos brillantes y nuestras contradicciones vergonzosas, a una síntesis alquímica de nuestra historia.
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