miércoles, 16 de octubre de 2019

El Estado creó el capitalismo

El Estado creó el capitalismo
Por Alexei Leitzie
-16/10/2019

La tesis “el Estado creó el capitalismo” no tiene cabida en ninguna ortodoxia política del momento. Si para la izquierda contemporánea el capitalismo es el Mal y el Estado debe custodiar su avance, para el liberalismo la cuestión es, en resumidas cuentas, la inversa. La totalidad del espectro político se configura, en algún punto, otorgando diferentes porcentajes a la presencia de cada uno, Estado y capitalismo. Por lo tanto, presentar una relación genésica entre ambos dinamita fundamentos, diagnósticos y propuestas. No obstante, esta relación surge como inexorable en nuestra historia, y este texto pretende recuperar el estudio de dicha realidad. El objetivo no es otro que hacer una propuesta para el presente, teniendo en cuenta la buena voluntad que se intuye en personas afectas al liberalismo, el anarcocapitalismo, el movimiento libertario y en algunas corrientes de la izquierda. Sobre las contribuciones de estas teorías se ha apoyado parte de la bibliografía de este texto. La terminología muchas veces es dada a interpretaciones interesadas, como la habitual de aducir que “aquello no fue capitalismo, fue corporativismo[1]”. Los preceptos fundamentales sobre el capitalismo que encontramos en la mayoría de autores escogidos son la no intervención del Estado en la economía (en referencia a una injerencia directa, numérica, material) y la organización del trabajo y de la sociedad con arreglo a la propiedad privada, de modo que la aportación de este texto parte de esos supuestos.

El periodo histórico de más interés para este análisis comprende la realización de las Revoluciones Liberales y de la Revolución Industrial, debido a tremenda relevancia que comportan para comprender nuestra sociedad actual. La “historia del capitalismo de Gran Bretaña”[2] ilustra de qué manera el capitalismo moderno nace como una estrategia política del Estado, bastante exitosa, para expandir el dominio y consolidar la hegemonía de la nación inglesa. Autores como Ludwig von Mises aseveran que “los economistas del laissez faire fueron […] los adalides del progreso técnico sin precedentes que los últimos doscientos años han contemplado”[3], algo que está enfrentado con el análisis del acontecer histórico. Para el caso inglés, Francisco Comín señala algo evidente: “las instituciones establecidas por la ‘Revolución Gloriosa’ fueron decisivas para la industrialización, porque aseguraron los derechos de propiedad privada y limitaron la arbitrariedad de los gobiernos”[4]. La obra de las primeras cortes modernas inglesas, en los hechos, resulta en la creación del Banco de Inglaterra (en 1694, seis años después de la instauración del parlamentarismo británico) y la potenciación de la flota de guerra del Ejército[5], lo que granjeará al país una hegemonía mundial imperial. Inglaterra, pronto unificada bajo el Reino Unido, fue así la cuna de la Revolución Industrial. Lo que Mises define como “la evolución que fue transformando los sistemas medievales de producción hasta llegar a los métodos típicos de la empresa libre”[6], que sería parte de esta revolución, no tiene en cuenta un detalle fundamental: que fue el Estado inglés el principal promotor, gestor y beneficiario del nuevo orden económico liberal-capitalista, y no sólo fue árbitro imparcial en el proceso.

Hay varios acontecimientos que ilustran esta realidad, pero hay uno en particular cuya trascendencia sólo puede suscitar la mayor honestidad histórica que podamos exigir. Se trata del proceso de cerramiento o cercamiento (enclosure) de tierras que se materializó, entre 1730 y 1780, en más de 1000 leyes[7] (Enclosure Acts) elaboradas por el Parlamento Británico que dictaban la intervención de diferentes tipos de terreno que existían por todo el territorio nacional, la mayoría en régimen de propiedad comunal. Estas leyes conocieron un apogeo desde mediados del siglo XVIII y durante el siglo XIX y supusieron la mayor operación conocida de reorganización orquestada del régimen de propiedad de la tierra. Debido a su dispersión en el tiempo y la geografía es difícil conocer la cifra exacta de terrenos desamortizados por el Estado. Algunos estudios[8] aseveran que el total de tierras usurpadas por el Estado inglés (sobre las que se impuso el régimen de propiedad privada individual que propugnaba el liberalismo) se sitúa entre 30.634 y 35.814km²sólo en Gales e Inglaterra, sin considerar Escocia e Irlanda del Norte (el tamaño de Gales en la actualidad es de 20.735 km²). Para el periodo 1800-1814 otro estudio[9] señala que se aprobaron más de cien Enclosure Acts anuales, esto es, 1600. Este proceso podría ser definido, sin cometer exceso, como de nacionalización de la tierra, si no fuera porque comporta algo de mucha mayor significación.
Fuente: John Chapman, The Extent and Nature of Parliamentary Enclosure, The Agricultural History Review, 1987 vol. 35 Nº 1

La extinción del régimen comunal de Gran Bretaña

El Estado inglés reclamó legitimidad e impuso normativa sobre terrenos que habían permanecido en régimen de co-propiedad entre diferentes agrupaciones humanas durante siglos. Pero ello, lejos de significar solamente un cambio en la titularidad de la tierra, comportaba una agresión a una vasta realidad inmaterial, que fue desarticulada por imperativo legal. Las tierras comunales estaban regidas por un sistema de derecho comunal (common right), cuya principal fuente jurídica era el derecho consuetudinario o de costumbre (custom), lo que daba lugar a un robusto cuerpo de normas y ordenanzas formalizado mediante la participación política directa de los vecinos durante los siglos, que se elaboraba y transmitía de manera oral (sólo se transcribían algunas ordenanzas), pero que tenía “toda la fuerza de la ley” [10]. El sistema era un gran entramado local, heterogéneo y descentralizado, que ha sido definido como “effective local system of by-laws, and common right”[11]. El Estado no reconoció entidad jurídica a gran parte del cuerpo normativo consuetudinario; en su lugar, extinguió las prerrogativas que regían la vida comunitaria, impuso el derecho parlamentario-estatal y un régimen de propiedad privada absoluta, ambos de reciente inspiración liberal, elaborado de espaldas al pueblo y respaldado por la fuerza militar[12]. “Las leyes de cerramiento extinguieron el derecho comunal de la mayor parte de la baja Inglaterra a finales del siglo XVIII y principios del XIX”[13]. Esta operación permitió al Estado una tributación ensanchada sobre los nuevos terrenos, muchos de los cuales, además, fueron vendidos a particulares[14]. Fue pues una intervención política la que asentó un régimen generalizado de propiedad privada individual; una decisión no consensuada, no elegida y, por todo ello y por los procedimientos expeditivos que empleó, no legítima.

Es decisivo observar cómo los precursores del laissez-faire en Inglaterra se muestran muy entusiastas de los cerramientos. Adam Smith, teórico de la “libre competencia”, incluso se regodea al constatar cómo los cerramientos se harían habituales en Escocia[15], y en su tratado de 1776 no dedica ni un pasaje a dar cuenta del fenómeno que, para esa década, se cobró más de 500 Enclosure Acts del Parlamento. Smith frivoliza la cuestión y utiliza indistintamente el término “enclosure” para designar cerramientos de grandes prados, montes y baldíos, o el vallado sobre un pequeño huerto doméstico. Lo que le alinea con el Estado y le hace partícipe de la misma ideología que desbarató miles de vidas son sus elogios a estos cerramientos de tierras, que describe como “mejoras económicas”, echando por tierra, literalmente, la riqueza humana inmaterial que distintas comunidades humanas habían erigido en la cultura de campo abierto. Es especialmente sangrante, en términos de la propia doctrina liberal, que la voluntad de las gentes del común, que no fue consultada en una mayoría de casos, esté completamente ausente en la apología que de los cerramientos se hace. La voluntad del individuo, la expresión de su fuero interno, es barrida sin miramientos y sólo con arreglo a la imagen de un terreno agrícola mejorado, más productivo. Esta obsesión desarrollista, sólo atenta al rendimiento, conduce a Adam Smith a elogiar el trabajo asalariado e identificarlo con la fuente de riqueza nacional[16], además de admitir que tal riqueza sólo puede provenir del empleo de mano de obra para limpiar y cultivar el campo[17]. Esta obnubilada visión por lo productivo se reconoce con el mismo ahínco en la obra de la Board of Agriculture, institución estatal que velaba por la mejora del agro, creada con el apoyo del Primer Ministro, William Pitt. Su presidente, sir John Sinclair, declararía: “Hemos comenzado otra campaña contra los enemigos extranjeros del país… ¿Por qué no deberíamos intentar también una campaña contra nuestro gran enemigo doméstico, me refiero a la esterilidad hasta ahora no abordada de una superficie tan grande del reino? […] No nos contentemos con la liberación de Egipto, la subyugación de Malta, sino que sometamos Finchley Common; conquistemos Hounslow Heath; obliguemos a Epping Forest a someterse al yugo de la mejora”[18].

El “yugo de la mejora” fue, en efecto, la imposición del progreso, que consistió en extender el dominio del Estado a unos campos sobre los que no obtenía rendimiento. La acumulación de capital (principio axial del capitalismo) por parte del Estado fue así la precondición de su robustecimiento. El elogio del trabajo a salario que realiza Smith y su silencio sobre los procesos usurpadores de tierra delatan lo interesado de su exposición. Los cerramientos, de facto, generaron un éxodo ubicuo de población en búsqueda de nuevas formas de subsistencia. La acción del Estado contribuyó a la creación de una nueva clase asalariada, veta esencial de riqueza nacional para el economista escocés. De hecho, ese fue un argumento utilizado a favor de los cerramientos. John Howlett, un economista ilustrado, escribe en 1781 un tratado sobre demografía y economía en el que aduce, precisamente, que la consecuencia de los cerramientos y la burocratización sobre la tierra era el incremento de “obreros pobres y, en última instancia, de personas indigentes y necesitadas”[19]. Ello, “tan desagradable y doloroso como pueda resultar al corazón tierno y sensible”, no le impedía ser un ávido defensor de los cerramientos, pues el proceso cumplía además con lo que, en ese mismo tratado, se especifica como meta estratégica nacional: el aumento de la población para, entre otras cosas, ensanchar el ejército. En efecto, como expone John Brewer, “un campesinado autosuficiente no contribuía nada al mercado”; eran “díscolos” y “privaban al empresario emergente de la tan necesitada mano de obra”[20]. John Clark, terrateniente de la época, también apunta a ello: “el cerramiento de baldíos incrementaría la mano de obra, al eliminar los medios para la subsistencia sin empleo”[21]. Los cerramientos estatales, en efecto, consolidaron el principal recurso del capitalismo, la mano de obra dispuesta en el mercado de trabajo (Adam Smith ya había considerado la mano de obra como una mercancía esencial). Supusieron una injerencia mayúscula a nivel nacional que cimentó el arraigo de la clase proletaria; en su ausencia, nada indica que el sistema de trabajo a salario se hubiera popularizado, como no lo hizo precisamente hasta que el Estado desarticuló las economías comunales, en ningún país (en España ocurrirá exactamente lo mismo, como veremos, con las leyes de desamortización).

Los cerramientos generalizaron una dependencia del individuo de un salario, al privarle de los medios y del sistema entero para trabajar para sí mismo. En estricto antagonismo, las economías comunales permitían, por un lado, una auto-suficiencia notable que marcaba una fuerte independencia del salariado (y así, del dinero[22]), y por otro, una auto-gestión jurídico-normativa, de la vida y de las costumbres, que construía a los pueblos como entidades políticas en alto grado auto-gobernadas. Tal independencia y auto-gestión construía individuos con una cosmovisión bien diferente a la de quienes propugnaban sumisión legal sin consenso y trabajo para otros, como es lógico[23]. En las economías comunales, la enorme dependencia del medio natural estaba fuertemente mitigada a través de una sólida red de asistencia popular basada en el apoyo mutuo. Este choque entre cosmovisiones diferentes provocó numerosas reclamaciones, levantamientos, motines y rebeliones[24]. El magistrado James Webster arengó a las tropas militares a intervenir en un levantamiento popular ocurrido en su condado; su declaración expresa la verdadera naturaleza del contrapoder popular: “si la gente desposeída se dedica a promulgar leyes para ellos mismos, dentro de poco no tendremos gobierno en este condado”[25]. En efecto, la autonomía del individuo disminuyó de manera radical con la desarticulación del comunal, que marcó el descenso desde la capacidad de intervención en la vida pública y el trabajo comunal para uno mismo y sus allegados, hacia el sometimiento a las leyes estatales y la dependencia[26] en un salario a cambio de un trabajo realizado para otros. El ecosistema comunal no estaba, desde luego, exento de problemática, pero contenía estructuras de conciliación horizontales, elegidas, transformadas por el hacer directo de los grupos humanos[27]. El legicentrismo liberal y la instauración del sistema de trabajo asalariado desarticularon mayoritariamente sin consenso[28] dichas instituciones populares e instauraron una nueva coyuntura que imponía una estructura institucional vertical.

Ante todos estos hallazgos, causa bochorno que el sistema económico que prosperó a partir del siglo XIX sea denominado de libre empresa o con libertad de mercado. Cuando el economista austriaco Ludwig von Mises aduce lo obvio: por un lado, que el primer trabajo fabril fue infrahumano, y que, así, “los nuevos industriales jamás gozaron de poder coactivo para enrolar a nadie en las fábricas contra su voluntad”[29], se olvida de que tal coyuntura quedó perfectamente resulta mediante la expulsión de cientos de miles de personas de sus terrenos y la desarticulación progresiva del sistema jurídico-normativo, el derecho consuetudinario, que regulaba su uso de la tierra. Es decir, el Estado favoreció en lo esencial al nuevo capitalismo industrial: creó la demanda y forzó la afluencia fabril so pena de pauperización, pues además requería del pago creciente de impuestos. Causa estupor que en un tratado de economía como La acción humana, con un capítulo dedicado específicamente al episodio de la Revolución Industrial y con mención del caso inglés, sólo se emplee una vez la expresión “enclosure movement” y sea además para señalar, sin quererlo, la connivencia de los intereses del capitalismo privado y el Estado. En efecto, Mises, lejos de dar cuenta de la realidad político-económica más trascendente del momento, que afectó a cientos de miles de personas y formuló varios miles de normativas, se hace eco de ella para justificar que “las fábricas abrían un camino de salvación” para las gentes expulsadas de sus tierras. Lo que Mises afirma implicitamente es que el Estado forzó la demanda de empleo[30] a salario de la que se sirvieron las primeras industrias, hecho que resquebraja los fundamentos doctrinales del liberalismo (pues prueba que el Estado creó lo medular de lo que él llama “sistema de libre empresa”) y sobre el que Mises pasa apresuradamente. Si acudimos a la versión en castellano del texto de Mises, el bochorno es mayor. “Enclosure movement” se ha traducido por “sistemas restrictivos”, una generalidad demasiado etérea si no fuera por el tamaño de la trascendencia de lo que designa, que hace de ella una generalidad temeraria[31].
Capitalismo, o del hábito como realidad psicosocial

La relevancia que estos sucesos tienen para el presente es capital. El Estado materializó la realidad del capitalismo: le proveyó con un régimen jurídico-normativo sobre el que éste operó[32], cuya imposición fomentó una demanda por la subsistencia, desposeída de alternativas, que terminó asumiendo el salariado fabril. Paralelamente el Estado fomentó la creación de infraestructuras (financiando obras o concediendo los permisos) y la implementación tecnológica para asentar una potente nueva industria, cuya materia prima esencial, la mano de obra, estaba ya dispuesta. Pero sin duda, la hazaña pro-capitalista más importante que realiza el Estado, devenida de este proceso, es la conquista axiológica. La universalización progresiva del salariado, esto es, el encuadramiento del Hombre en las estructuras materiales del capitalismo, fomentó el arraigo de valores, personalidades y costumbres específicas. Según reza el sabio adagio, “quien posee tu tiempo, posee tu mente”, el hábito y la praxis también constituyen parte de la subjetividad humana. La prueba de ello está en el ethos social propio de los regímenes comunales, donde los principios axiales del capitalismo no son la norma y, acaso, ni existen; el Hombre concede primacía al sistema mutualista, por ejemplo, debido en gran medida a su dependencia de él. Como contrapartida, la atomización[33] laboral capitalista confina el objetivo utilitario del trabajo al salario y extingue la necesidad de cooperación voluntaria entre los trabajadores, entre los que impone una coordinación puramente mecánica y funcional, es decir, una forma muy diferente de cooperación donde la obediencia le gana terreno a la iniciativa voluntaria y a la creatividad. Los asalariados no necesitan de dialogar entre sí, acordar entre sí, gestionar entre sí; ahora se les requiere realizar sus labores con arreglo a directivas verticales, transformando progresivamente la cooperación por la supervivencia en competitividad por un mejor salario (para una mejor supervivencia). La supervivencia está ahora atada a la necesidad de obedecer la directiva empresarial y a competir, y no a la necesidad de auto-gestionar el trabajo y cooperar. Desde ahí el Hombre dispone su integridad hacia cosmovisiones radicalmente diferentes.

Todo lo que ello implica y que se desarrollará en próximos textos es que el capitalismo comporta una realidad material pero también una realidad intersubjetiva, un terreno no físico de valores, disposición de ánimo, hábitos y conductas; ambas dos dimensiones han sido de manera esencial cimentadas por el Estado. La segunda es la red que extiende la intervención del Estado más allá de su mera acción inmediata; esta regulación o aquella subvención no expresan la totalidad de la influencia estatal en la economía, de modo que una ausencia de financiación estatal no implica, ni muchísimo menos, una no intervención del Estado, y lo que es más: una crítica al Estado o al capitalismo que sólo refiera la presencia numérica nada más aborda, en realidad, la mitad de la cuestión.

· · ·
Referencias
  • [1] Corporativismo, mercantilismo, … vendrían a definir la realidad de una economía de mercado intervenida por el Estado. Más adelante se advierte de lo limitado de esta taxonomía.
  • [2]Ludwig von Mises, La Acción humana, Madrid 2011, pág. 735
  • [3] Ibíd. pág. 732
  • [4] En La primera industrialización en Inglaterra (1760-1860), Francisco Comín,
  • [5] Durante el proceso industrializador en Inglaterra “el 83% del gasto del gobierno se destinaba a gastos militares; de ellos, el 60% se destinaba a la Royal Navy”, ibíd.
  • [6] Ludwig von Mises, La Acción humana, Madrid 2011, pág. 730
  • [7] Michael E. Turner, English Parliamentary Enclosure. Its Historical Geography and Economic History, 1980 pág. 68
  • [8]  John Chapman, The Agricultural History Review Vol. 35, No. 1 (1987), pág. 26
  • [9] J. M. Neeson, Commoners: Common Right, Enclosure and Social Change in England, 1700-1820, 1993 pág. 45
  • [10] J. M. Neeson, Commoners: Common Right…pág. 80
  • [11] Ibíd. pág. 12
  • [12] La propiedad privada liberal estaba respaldada por la fuerza policial del Estado; los derechos comunales, usufructuarios o de propiedad colectiva, no.
  • [13] “enclosure acts extinguished common right from most of lowland England in the late eighteenth and early nineteenth centuries”, ibíd. pág. 12
  • [14] “The illegal alienation of the Crown Estates, partly by sale and partly by gift, is a scandalous chapter in English history.” F. W. Newman, Lectures on Political Economy, 1851 pág. 130.
  • [15] “The present high rent of enclosed land in Scotland seems owing to the scarcity of enclosure, and will probably last no longer than that scarcity.” en Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, ed. 2007, pág. 122
  • [16] “The liberal reward of labour, therefore, as it is the necessary effect, so it is the natural symptom of increasing national wealth”, ibid. pág. 67
  • [17] “[…] great profit cannot be made without employing the labour of other people in clearing and cultivating the land”, ibid. pág. 438.
  • [18]“ We have begun another campaign against the foreign enemies of the country. Why should we not attempt a campaign also against our great domestic foe, I mean the hitherto unconquered sterility of so large a proportion of the surface of the kingdom? […] let us not be satisfied with the liberation of Egypt, or the subjugation of Malta, but let us subdue Finchley Common; let us conquer Hounslow Heath; let us compel Epping Forest to submit to the yoke of improvement”, en John Sinclair [hijo], Memoirs of the life and works of sir John Sinclair, Bart, pág. 111
  • [19] John Howlett, An Examination of Dr. Price’s Essay on the Population of England and Wales, pág. 27
  • [20] John Brewer, The Pleasures of the Imagination: English Culture in the Eighteenth Century, pág. 445
  • [21] John Clark, General View of the Agriculture of the County of Hereford, 1794, pág. 29
  • [22] E. P. Thompson describe el “continuo trueque de servicios y favores (sin intercambio de dinero) que caracteriza a la mayoría de las sociedades campesinas”, en Costumbres en Común, 1980 pág. 176
  • [23] Las ordenanzas comunales contienen prueba de que, por ejemplo, la lógica que regía la sociedad no era la del máximo beneficio o el puro productivismo. En General View of the Agriculture of the County of Hampshire, Charles Vancouver reseña algunas ordenanzas comunales, elaboradas por consenso, que restringían los derechos de uso comunal para aquéllos que acumulasen capital.
  • [24] Consultar Commoners: Common Right… III – Decline para una muestra detallada de la extensión de la movilización popular.
  • [25] Carta de James Webster pidiendo la intervención militar ante un levantamiento popular tras el cerramiento de Bedfordshire, citado en Commoners: Common Right… pág. 52
  • [26] Tal dependencia, en relación con la “necesidad” artificial de “trabajar para otros” fue definida por Richard Price como esclavitud: “if this practice is continued […] the whole kingdom will consist of only gentry and beggars, or grandees and slaves” citado en The monthly review; literary journal from December 1772 to July 1773, pág. 126
  • [27]El derecho consuetudinario era “un campo de cambio y de contienda, una palestra en la que intereses opuestos hacían reclamaciones contrarias”, que es prueba de su dinamismo participativo. En Costumbres en común, E. P. Thompson, 1980 pág. 19
  • [28] El gran número de reclamaciones y revueltas populares es prueba de que el pueblo “sabía que una clase dirigente cuyas pretensiones de legitimidad descansaban sobre prescripciones y leyes tenía poca autoridad para desestimar sus propias costumbres y leyes”, ibíd., pág 92
  • [29] Ludwig von Mises, La acción humana, pág. 732
  • [30] Un estudio de un caso particular que demuestra esa injerencia es Village Traders and the Emergence of a Proletariat in South Warwickshire, de J. M. Martin. El mismo autor tiene una tesis doctoral de enorme interés, The Parliamentary Enclosure Movement and Rural Society in Warwickshire, 1967
  • [31] “A pesar de todo, las fábricas abrían un camino de salvación a aquellas masas a las que los sistemas restrictivos imperantes habían condenado a la miseria […]”, en la versión en castellano La Acción Humana, Unión Editorial, 2011, pág. 733. que incluye estudio preliminar por Jesús Huerta de Soto. En la versión original en inglés se lee: “But the fact remains that for the surplus population which the enclosure movement had reduced to dire wretchedness and for which there was literally no room left in the frame of the prevailing system of production, work in the factories was salvation.”
  • [32] La obra del Estado de la época se reconoce “en la posibilidad que otorgaba al capitalismo agrario, mercantil y fabril, para realizar su propia autorreproducción; en los suelos fértiles que ofrecía al laissez-faire”, en E. P. Thompson, Costumbres en común, 1991 pág. 44
  • [33] Las relaciones interpersonales en el trabajo a salario merman, pues de su ejercicio no depende el resultado del trabajo, como en el comunal; el resultado del trabajo depende, antes, de obedecer el contrato laboral. Aun quien con voluntad firma tal contrato, expone sus habilidades sociales al desuso, como músculo, pues es el hábito el que las estimula, allende la intención de la persona. De esta forma el asalariado es corresponsable sobre los hábitos que le construyen.

martes, 15 de octubre de 2019

Byung-Chul Han y el budismo zen como arma anticapitalista



"Bello es el ser sin apetito", escribe Byung-Chul Han en Filosofía del budismo zen, y en un mundo obeso, que exige ambición a todos sus individuos, con un ejército de ciclistas inmigrantes para saciar el hambre infinita, esa frase suena revolucionaria. ¿Qué sería del capitalismo tardío si se nos acaba el apetito, si nos conformamos con lo que somos? ¿Será posible atentar contra el sistema desde el no-hacer?

"Bello es el ser sin apetito", escribe Byung-Chul Han en Filosofía del budismo zen, y en un mundo obeso, que exige ambición a todos sus individuos, con un ejército de ciclistas inmigrantes para saciar el hambre infinita, esa frase suena revolucionaria. ¿Qué sería del capitalismo tardío si se nos acaba el apetito, si nos conformamos con lo que somos? ¿Será posible atentar contra el sistema desde el no-hacer?


El filósofo surcoreano Byung–Chul Han, famoso entre quienes tienen resueltas sus necesidades básicas pero no sus angustias, lo es justamente porque describe con certeza y sencillez los motivos que nos tienen en esta desazón generalizada. Sus diagnósticos y sus libros son como agujas, breves pero agudas, que pinchan en las heridas que hoy nos hacen sangrar sin dolor: el declive del deseo, el flagelo de la transparencia o el auge de la autoexplotación.


Pero hace diecisiete años, antes de convertirse en una estrella de la crítica cultural –que no usa celular y cultiva flores en un jardín–, Han escribió un ensayo que si bien no buscaba identificar otro trastorno más de la sociedad neoliberal, leído desde ahora sí consigue entregar una respuesta al malestar posmoderno: el budismo zen.


Filosofía del budismo zen (2002, editado en español por Herder el 2015) no es, por supuesto, un libro de autoayuda, pero en la desesperación de estos tiempos desoladores, donde Carmen Tuitera es guía espiritual y no hay más referentes intelectuales que el Profe Maza, funciona sin quererlo como tal.

Lo que Han pretendía era dilucidar los conceptos que definen y diferencian al budismo zen comparándolos con la filosofía occidental de Platón, Leibniz, Hegel y Heidegger, y aunque lo consigue, el resultado además es una especie de receta involuntaria contra el tedio, la depresión y el narcisismo que predominan actualmente.

No se trata de volver a una retórica new age, de disfrazarse de Sting ni de colgar banderitas en la terraza. Tampoco de ir a un taller de meditación para obtener más rendimiento laboral. Es justamente lo contrario: intentar vaciarse de esa lógica occidental que pretende encontrarle una recompensa o beneficio a cada acción o decisión que tomamos, y simplemente liberarnos de la economía detrás de nuestros movimientos.

“Bello es el ser sin apetito”, escribe Byung-Chul Han, y en un mundo obeso, que exige ambición a todos sus individuos, con un ejército de ciclistas inmigrantes para saciar el hambre infinita, esa frase suena revolucionaria. ¿Qué sería del capitalismo tardío si se nos acaba el apetito, si nos conformamos con lo que somos? ¿Será posible atentar contra el sistema desde el no-hacer? ¿La inacción puede ser una amenaza?

Eso no se responde en Filosofía del budismo zen, pero de forma indirecta queda sugerido. Han opone el apetito de trascendencia, quizá el peor legado del cristianismo —esta incapacidad de soportar la idea de la muerte y querer sobrevivir a la propia existencia a como dé lugar—, con la inmanencia, el vivir aquí, experimentando la cotidianeidad, ese mundo de “hombres y mujeres, de anciano y joven, sartén y olla, gato y cuchara”.

Algo radical en este frenesí de notificaciones, todos adictos al último meme, paranoides de los spoilers y nunca satisfechos con el final de ninguna serie. El budismo zen, en cambio, “se trata de ver lo inusitado en la repetición de lo acostumbrado”.

La dificultad de asumir este espíritu vacío de apetito, entregado al aquí y al ahora, es que exige liberarse de lo sagrado, ya sea Cristo en la cruz, una foto de Felipe Camiroaga o la confianza en el mercado. Incluso al mismo buda. “Si encontráis a buda, matad a buda”, dijo el maestro Linji. “La nada del budismo zen”, se lee de mano de Han, “no ofrece cosa alguna que pueda retenerse, ningún fundamento firme del que podamos cerciorarnos, nada a lo que pudiéramos agarrarnos. El mundo carece de fundamento”.

Pero el vacío, por otro lado, permite que el sujeto no sólo esté “en” el mundo, sino que en el fondo “es” el mundo. Como anota Han: “El mundo está enteramente ahí, en una flor de ciruelo”.

También se sospecha de la idea del hogar, lo que en el léxico subdesarrollado se conoce como el sueño de la casa propia, y que últimamente ha perdido todo relato llamándose solamente inversión inmobiliaria. Un budista zen no echa raíces —ni bienes raíces— porque eso sería llamar a la trascendencia, proyectarse a un futuro que no existe. “Un monje zen ha de ser como las nubes, sin morada fija, y como el agua, sin apoyo firme”, dice el coreano-alemán. “Ni huésped ni anfitrión; huésped y anfitrión, sin duda”.

Habiendo fallado las revoluciones, y sin alternativas a la vista que reemplacen o se opongan a la metástasis imparable del neoliberalismo, quizá este momento poshistórico, como lo describió Fukuyama, o de no-historia, pueda ser combatido con el no-ser del budismo zen.