domingo, 28 de julio de 2019

Byung-Chul Han y el budismo zen como arma anticapitalista


Byung-Chul Han y el budismo zen como arma anticapitalista

Patricio Corona
26 JUL 2019
"Bello es el ser sin apetito", escribe Byung-Chul Han en Filosofía del budismo zen, y en un mundo obeso, que exige ambición a todos sus individuos, con un ejército de ciclistas inmigrantes para saciar el hambre infinita, esa frase suena revolucionaria. ¿Qué sería del capitalismo tardío si se nos acaba el apetito, si nos conformamos con lo que somos? ¿Será posible atentar contra el sistema desde el no-hacer?
El filósofo surcoreano Byung–Chul Han, famoso entre quienes tienen resueltas sus necesidades básicas pero no sus angustias, lo es justamente porque describe con certeza y sencillez los motivos que nos tienen en esta desazón generalizada. Sus diagnósticos y sus libros son como agujas, breves pero agudas, que pinchan en las heridas que hoy nos hacen sangrar sin dolor: el declive del deseo, el flagelo de la transparencia o el auge de la autoexplotación.
Pero hace diecisiete años, antes de convertirse en una estrella de la crítica cultural –que no usa celular y cultiva flores en un jardín–, Han escribió un ensayo que si bien no buscaba identificar otro trastorno más de la sociedad neoliberal, leído desde ahora sí consigue entregar una respuesta al malestar posmoderno: el budismo zen.
Filosofía del budismo zen (2002, editado en español por Herder el 2015) no es, por supuesto, un libro de autoayuda, pero en la desesperación de estos tiempos desoladores, donde Carmen Tuitera es guía espiritual y no hay más referentes intelectuales que el Profe Maza, funciona sin quererlo como tal.
Lo que Han pretendía era dilucidar los conceptos que definen y diferencian al budismo zen comparándolos con la filosofía occidental de Platón, Leibniz, Hegel y Heidegger, y aunque lo consigue, el resultado además es una especie de receta involuntaria contra el tedio, la depresión y el narcisismo que predominan actualmente.
No se trata de volver a una retórica new age, de disfrazarse de Sting ni de colgar banderitas en la terraza. Tampoco de ir a un taller de meditación para obtener más rendimiento laboral. Es justamente lo contrario: intentar vaciarse de esa lógica occidental que pretende encontrarle una recompensa o beneficio a cada acción o decisión que tomamos, y simplemente liberarnos de la economía detrás de nuestros movimientos.
“Bello es el ser sin apetito”, escribe Byung-Chul Han, y en un mundo obeso, que exige ambición a todos sus individuos, con un ejército de ciclistas inmigrantes para saciar el hambre infinita, esa frase suena revolucionaria. ¿Qué sería del capitalismo tardío si se nos acaba el apetito, si nos conformamos con lo que somos? ¿Será posible atentar contra el sistema desde el no-hacer? ¿La inacción puede ser una amenaza?
Eso no se responde en Filosofía del budismo zen, pero de forma indirecta queda sugerido. Han opone el apetito de trascendencia, quizá el peor legado del cristianismo —esta incapacidad de soportar la idea de la muerte y querer sobrevivir a la propia existencia a como dé lugar—, con la inmanencia, el vivir aquí, experimentando la cotidianeidad, ese mundo de “hombres y mujeres, de anciano y joven, sartén y olla, gato y cuchara”.
Algo radical en este frenesí de notificaciones, todos adictos al último meme, paranoides de los spoilers y nunca satisfechos con el final de ninguna serie. El budismo zen, en cambio, “se trata de ver lo inusitado en la repetición de lo acostumbrado”.
La dificultad de asumir este espíritu vacío de apetito, entregado al aquí y al ahora, es que exige liberarse de lo sagrado, ya sea Cristo en la cruz, una foto de Felipe Camiroaga o la confianza en el mercado. Incluso al mismo buda. “Si encontráis a buda, matad a buda”, dijo el maestro Linji. “La nada del budismo zen”, se lee de mano de Han, “no ofrece cosa alguna que pueda retenerse, ningún fundamento firme del que podamos cerciorarnos, nada a lo que pudiéramos agarrarnos. El mundo carece de fundamento”.
Pero el vacío, por otro lado, permite que el sujeto no sólo esté “en” el mundo, sino que en el fondo “es” el mundo. Como anota Han: “El mundo está enteramente ahí, en una flor de ciruelo”.
También se sospecha de la idea del hogar, lo que en el léxico subdesarrollado se conoce como el sueño de la casa propia, y que últimamente ha perdido todo relato llamándose solamente inversión inmobiliaria. Un budista zen no echa raíces —ni bienes raíces— porque eso sería llamar a la trascendencia, proyectarse a un futuro que no existe. “Un monje zen ha de ser como las nubes, sin morada fija, y como el agua, sin apoyo firme”, dice el coreano-alemán. “Ni huésped ni anfitrión; huésped y anfitrión, sin duda”.
Habiendo fallado las revoluciones, y sin alternativas a la vista que reemplacen o se opongan a la metástasis imparable del neoliberalismo, quizá este momento poshistórico, como lo describió Fukuyama, o de no-historia, pueda ser combatido con el no-ser del budismo zen.
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