lunes, 19 de abril de 2010

El sexo de los curas


El florecimiento de denuncias por pederastia contra sacerdotes católicos aviva, en los medios, el debate sobre el celibato obligatorio de los susodichos. A mí, perdonen que lo diga con suma brutalidad, me parece que lo que habría que debatir es por qué los padres católicos –incluso muchos que no lo son– colocan la educación de sus hijos en manos de unos sujetos que, por buenos que sean, y no me cabe duda de que algunos lo son, sufren una mutilación emocional importante: aquella que conlleva la privación de sexo. Eso en el caso de que se priven realmente. Es decir, en el supuesto, que estoy dispuesta a aceptar, de que ofrezcan a Jesús –que jamás requirió ese plus de tortura en sus discípulos– el supremo sacrificio de no dejarse visitar nunca los bajos por mano ajena ni propia.

¿Qué saben de ternura física un hombre o una mujer que jamás han sido abrazados por otros, que jamás han sentido el estremecimiento de la piel desnuda de otro rozando la propia, que nunca han querido dar la vida por ese momento de placer supremo en que el apareamiento se consuma? ¿Qué pueden saber de riesgo, de peligro, de pecado, de redención y de sacrificio, de penitencia y de amor, quienes sólo conocen la teoría por los libros o por las experiencias recibidas en el confesionario? Puede que algunos privilegiados, a fuerza de reprimirse, consigan colocarse y levitar, lo cual es una forma de realización sexual como cualquier otra, en el campo de las rarezas. Pero, en general, lo lógico es que las pasen canutas o que le den a la pederastia, aprovechando la carne fresca que pasa por allí y su absoluta autoridad sobre los infantes.

En el mejor de los casos, que se repriman, ¿qué se puede aprender, que sea útil para la vida, de gente que –por mucho que sepa de ciencias o matemáticas– sostiene que el acto sexual sólo tiene como en la reproducción dentro del matrimonio, que condena la homosexualidad y un etcétera tan largo que me lo salto, de puro tedio?

¿No necesitan esos padres un cursillo previo a su decisión de colocar a su retoño en semejantes laboratorios de retroceso? ¿Por qué el tejido social tiene que soportar las consecuencias de sus decisiones?

No es el celibato forzoso lo único que nos sobra del catolicismo –pues sus víctimas son nuestras, forman parte de nuestra sociedad civil–, sino el ramillete completo. La exaltación de la virginidad, la condena a todo lo que ayude a las personas a liberarse sexualmente. En realidad, la palabra celibato no implica forzosamente castidad; lo que pasa es que la Iglesia Católica se adueñó hasta del significado de ese término. Yo soy célibe, sin ir más lejos. No estoy casada, no tengo pareja. Pero no soy casta. Constituye una gran diferencia a mi favor y el de la gente que me rodea.

Durante la adolescencia y más adelante, el camino de las personas hacia una sexualidad plena está lo bastante lleno de obstáculos como para no tener que añadirle nuevos –quiero decir viejos– escollos. Adolescentes con padres reprimidos que no hablan nunca de sexo, adolescentes que descubren traumáticamente el sexo viendo hacer el amor a sus padres, adolescentes que, a fuerza de contemplar programas espantosos y series basura en la televisión, creen que la violación y la violencia forman parte natural del acto sexual, adolescentes que han crecido al sexo alimentándolo virtualmente en solitario, y que no saben tocar, no saben abrazar, no saben amar. Todo esto puede ocurrir perfectamente en un mundo laico. Ya es bastante. No necesitamos, con la aportación de una religión desfasada, aumentar el número de psiquiatras per cápita ni de hombres y mujeres decepcionados por la frigidez o la impotencia del otro. Sé lo que van a aducir los padres católicos convencidos, que hayan realizado el meritorio esfuerzo de leer este artículo hasta aquí: “Pues yo fui a un colegio de curas y me ha ido muy bien”. Y lo mismo con monjas. Mi respuesta es: “Defínanme muy bien”. En cualquier caso, todo es mejorable. Y más vale prevenir que curar. Por los clavos de Cristo –escribo en Semana Santa, perdonen la intrusión procesional o saética–, ¡estamos en el año 2010! Cibernética de punta y celibato casto, aliados, sólo pueden producir monstruos.

Fuente: El Telegrado, Maruja Torres
(marzo de 1943, Barcelona), escritora española. Escribe artículos en diario "El País". Se dedica al periodismo desde los 21 años.

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